Resistencias N° 1, Vol 1, Jun./ 2023- Nov./2023
Juan José Martínez Olguín
1983
La ruptura democrática
1
Artículo recibido: 16 de agosto de 2023
Publicado: 27 de octubre de 2023
Juan José Martínez Olguín
(CES – Escuela IDAES – CONICET)
“La democracia es un valor más alto
que el de una mera forma de legitimidad del
poder”.
Raúl Alfonsín
10 de diciembre de 1983
INTRODUCCIÓN
Dos grandes, y en buena medida oportunas interpretaciones, insuflan, si se me
permite el término, una de las frases más icónicas, la frase fundacional, como veremos
enseguida, de nuestra democracia contemporánea en Argentina. Corrían, en efecto, los
difíciles y convulsionados años ochenta, cuando el expresidente Raúl Alfonsín, flamante
primer mandatario elegido por el voto popular luego de casi 8 años de la más sangrienta
y horrorosa experiencia política de la que tengamos memoria, la que configuró la última
dictadura militar conducida por Videla, Agosti y Massera, pronuncia las palabras que,
insisto, con el tiempo quedarían grabadas, inscriptas, en la historia reciente de nuestro
país como pocas: con la democracia no sólo se vota, sino que también se come, se cura
y se educa
2
. El contexto, como bien sabemos, en las que estas últimas son puestas a rodar
en el espacio público y en el incierto destino temporal del recuerdo colectivo ameritan,
sin dudas, esta inscripción en la historia, por un lado, pero también sus posteriores capas
de sentido que, insisto, la insuflan: las mismas son dichas, justamente, en la Asamblea
Legislativa del 10 de diciembre en ocasión de la asunción del propio Alfonsín en su cargo
1
Este texto es deudor de los diálogos y charlas, nutridos por la amistad y la admiración, que
surgen de mis intercambios con Daniela Slipak. Cualquier omisión u errores es, desde luego, de
mi entera responsabilidad.
2
A partir de este momento, las citas de las palabras de la Asamblea de Asunción del expresidente
radical, son tomadas de Alfonsín (2018).
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como Presidente. Esta inscripción, sin embargo, no es unívoca, por supuesto, ni mucho
menos. Como decía, al menos dos grandes interpretaciones conformaron, y aún
conforman, desde mi punto de vista esas capas de sentido que en los últimos 40 años
fueron agregándose, plegándose, a ella. La primera y más “popularde ellas, popular, en
este sentido, puesto que en buena medida es la que más pregnancia tuvo y tiene no sólo
en la cultura política local sino más ampliamente en el sentido común y, mejor aún, en el
debate público, es aquella cuya lectura no hace más que confirmar el infortunio que la
describe en tanto promesa incumplida. Para esta, dicho de otro modo, las palabras que
pronuncia Alfonsín en aquella decisiva Asamblea Legislativa no son s que palabras
que, con el paso de las décadas, se convirtieron en palabras sin efecto, o en una cáscara
vacía. La razón o el fundamento de este vaciamiento, de la conversión de estas en una
cascara vacía es en lo principal su incapacidad de volverse una realidad concreta más allá
de las intenciones y del horizonte “voluntarista que ellas trazaron en el marco del
optimismo generalizado por la democracia como producto de la caída del régimen
dictatorial, de la dictadura militar del 76, y del advenimiento de uno nuevo (lo que, desde
luego, no necesariamente implica que esto último haya sido así enteramente visto por los
actores políticos y de la sociedad civil del momento, puesto que algo más que un régimen
político en su sentido restringido, advenía junto con ellas. Volveremos más adelante sobre
esto). De allí, en efecto, su carácter de “promesa incumplida”, de “cáscara vacía”. Porque
si hay algo que, desde esta perspectiva, caracteriza a la democracia argentina instituida
en 1983 es, precisamente, su imposibilidad de hacer cumplir lo que de esa frase constituye
su segunda parte, esto es su dimensión más estrictamente futura: con la democraciase
come, se cura y se educa. Si, de hecho, la primera parte parecía consumada en el mismo
acto que Alfonsín la pronunciaba (con la democracia no sólo se vota), puesto que el voto
o el sufragio era justamente lo que lo había puesto en el lugar en el que estaba, asumiendo
su cargo como primer mandatario en la Asamblea Legislativa, después de varios años de
autoritarismo y terrorismo de Estado, lo que restaba era de este modo volver un hecho su
dimensión (su calidad de promesa) futura: la idea que es la misma democracia como
sistema político la que debe(ría) asegurar a sus ciudadanos los servicios más básicos y
elementales de cualquier sociedad que se quiera a misma más equitativa y más justa:
educación, salud y trabajo. El imaginario de una democracia social (Plot,2019; Franzé,
2022), que como veremos más adelante es constitutiva de la tradición que en el 83 emerge,
o mejor aún acontece como una nueva expresión de la política argentina, la de los
derechos humanos, es lo que da cuenta de lo fallido de esta promesa, en efecto. Y esto,
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como es muy fácilmente atestiguable en el presente, porque de aquel 1983 en adelante los
sucesivos gobiernos democráticos, el de Alfonsín inclusive, no encontraron sino diversos
obstáculos, algunos de ellos desprendidos de, o implementados deliberadamente por, las
propias políticas públicas de esos mismos gobiernos (políticas de claro y sesgado corte
antisocial, de flexibilización de derechos sociales y laborales, etc.), para llevar adelante
la dimensión más estrictamente “distributiva y de justicia socialde nuestra democracia.
El largo período que abarcan los mandatos de Carlos Saúl Menem es, sin dudas, el
ejemplo paradigmático de esto último, es decir de una democracia amputada de toda arista
social, y todavía sangrando de una amputación que torsiona o pliega, como veremos
enseguida, el estilo de aquella hacia una expresión sostenida casi únicamente por sus
premisas más liberales (en el sentido económico del término, principal aunque no
únicamente). El desencanto por la democracia, como sostiene Santiago Gerchunoff
(2022), es en buena medida el sentimiento que expresa esta interpretación de la frase
alfonsinista como promesa incumplida.
Existe, sin embargo, otra interpretación de aquellas palabras icónicas de Alfonsín,
decíamos, en la Asamblea legislativa de diciembre de 1983. Otra interpretación que, por
un lado, e insisto, hizo mella en la sociedad civil y política como pocas en las décadas
posteriores o subsiguientes a dicha Asamblea y, por el otro, cuya trama perceptiva o
expresiva es algo más compleja, más sofisticada, si se me permite el término, que la
primera. Lejos, aunque no tanto, de aquella puesto que su principal argumento descansa
mucho menos en la dimensión futura, en su supuesta calidad de promesa, de la frase
alfonsinista sino, en todo caso, en su anclaje al pasado y a los “orígenesdel cambio de
régimen (en el sentido restringido) entre dictadura y democracia, esta se apoya en la
igualmente supuesta calidad transitiva, todavía inacabada, y en este sentido aún fallida,
de la democracia argentina
3
. La hipótesis que plantea esta última es, dicho de otro modo,
que la transición que va de aquella dictadura a la institución de la democracia en el 83 es
todavía un proceso inconcluso
4
. Las razones que explican este proceso inconcluso son,
3
Como veremos enseguida, utilizo el término régimen político en dos sentidos bien distinto: en
su sentido débil o restringido, como sistema político, es decir como el entramado jurídico
institucional que compone el gobierno y la administración de la cosa pública en las sociedades
actuales y, por otro lado, en su sentido fuerte, como el estilo o la forma de sociedad de la cual
dicho sistema es su principal esfera instituyente (aunque no la única), tal y como sostiene Lefort
a lo largo de su trabajo. La diferenciación entre ambos conceptos estará marcada entre paréntesis.
Tomo la metáfora para esta diferenciación de Emilio de Ípola (2001)
4
Esta interpretación, que rápidamente fue impregnando el campo periodístico y hasta el propio
sentido común de parte de la cultura política y de la sociedad civil, tiene en buena medida su
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desde luego, variadas y de ningún modo homogéneas. En primer lugar, el largo e inédito
período que constituyen las cuatro décadas de democracia ininterrumpida en nuestro país
no lograron aún, desde esta perspectiva, la consolidación institucional y definitiva de esta
última. Así, por ejemplo, la crisis económica e institucional del 2001, que tuvo como
corolario la renuncia del expresidente Fernando de la Rúa y la seguidilla igualmente
inédita en el mundo de asunción y renuncia de tres presidentes en el lapso de una semana,
es sin dudas una buena muestra de ello. La debilidad del proceso político que comienza
con el gobierno de Alfonsín, y que encuentra de hecho al propio gobierno de Alfonsín
como parte de ella, en la medida en que al igual que De la Rúa aquel tampoco pudo
terminar su mandato en tiempo y según los plazos constitucionales establecidos, tiene
desde este punto de vista su principal factor, insisto, en la debilidad institucional de una
transición todavía viéndoselas con sus propios dilemas y desafíos. Por otro lado, pero en
este mismo sentido, esta misma lectura resalta o destaca como parte de esta debilidad
constitutiva el déficit o la fragilidad de muchas de las instancias que hacen a la vida
democrática de nuestra vida colectiva: desde la permanente amenaza a la cristalización
del principio democrático de la alternancia y la rotación en los cargos blicos de los
representantes políticos que en muchos provincias, e incluso en niveles del poder
ejecutivo más bajos como los municipios, se resiste a ser incorporado plenamente, al
punto de permanecer en los mismos dirigentes elegidos desde el mismísimo retorno
democrático (prolongado el período de sus mandatos vía sendas reelecciones
consecutivas: lo que en muchos casos le valió a dichos distritos el desafortunado y
anacrónico nombre de “feudos”), hasta la constante y recurrente puesta en duda por parte
de la sociedad civil, y de la propia sociedad política, de la calidad y la transparencia
institucional de los diferentes aspectos del sistema político (comúnmente asociados a los
fenómenos de corrupción política o a la falta de control y regulación por parte del Estado
de sus propios mecanismos, incluyendo como parte de este déficit la dependencia parcial
e indeseada de los diferentes poderes del Estado entre sí, y sus vínculos “espurioso
ilegítimos).
Ahora bien, decía, esta interpretación del proceso histórico de institución de la
democracia del ‘83 en Argentina como un proceso todavía inacabado, inconcluso y, en
“fuenteen buena parte de los trabajos académicos de la época sobre el período de transición
(Véase, por ejemplo, los textos clásicos de Portantiero, Quiroga, O’Donnell y Schmitter, Ozlak y
José Nun).
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este sentido, aún no consolidado o fallido, tiene a su vez una dimensión que sin dudas le
asigna una complejidad algo distinta que le otorga, en efecto, su verosimilitud o efecto de
realidad decisivo. Me refiero, particularmente, a la lectura que liga la inestabilidad o la
imposibilidad de consolidación de dicho proceso a la inestabilidad o a la imposibilidad
de consolidación de las variables económicas, o de la economía más simplemente, durante
el período democrático postdictadura. Está claro, en este sentido, que las razones que
fundamentan esta lectura no son de ningún modo injustificadas o antojadizas. Es posible,
sin dudas, observar o identificar esta inestabilidad o fragilidad económica, que, desde este
punto de vista socava la institucionalidad y el propio funcionamiento de la democracia en
los últimos 40 años, iniciarse y expandirse durante el primer gobierno democrático. En
efecto, y luego de la denominada primavera alfonsinista, la presidencia de Alfonsín tuvo
que enfrentarse en forma continua y progresiva a distintos desafíos económicos que con
el correr del tiempo no sólo no menguaron sino que se convirtieron, finalmente, en el
golpe decisivo que determinó su salida anticipada del gobierno. Desde la “pesada
herenciaque constituyó, no sólo para este último sino para todos los gobiernos sucesivos,
la deuda externa y la consiguiente falta de dólares que impidió, e impide, el
funcionamiento y el desarrollo económico (salvo en contados y muy excepcionales
períodos), hasta los fallidos intentos de estabilización de la moneda y la ya conocida
hiperinflación que, insisto, determinó el fin del ciclo de la gestión del radicalismo. En
buena medida, aquellos desafíos económicos (deuda y restricción externa, estabilización
de la moneda, gimen sostenido de alta inflación, etc.) son los que precisamente parecen
desde esta perspectiva no haberse resuelto nunca perdurando los mismos hasta nuestros
días. Salvo, desde luego, los períodos transitorios, justamente, en donde sólo pudieron
resolverse algunos de estos dilemas, pero a costa justamente de empeorar o acentuar los
otros (como, por ejemplo, los largos años de estabilidad monetaria del menemismo
impulsados por la Ley de Convertibilidad y el establecimiento de una paridad fija entre
el peso y el dólar, el “1 a 1”, que no sólo dejó irresuelto el problema de la deuda externa
sino que, muy por el contrario, fue el factor determinante para su expansión inédita y el
deterioro igualmente inédito de casi todas las variables sociales), la larga etapa, decía, que
conocemos como “la transición argentinaparece no haberse terminado nunca porque su
cierre o éxito definitivo está atado desde esta interpretación a la resolución del siempre
devenir fallido, a las crisis recurrentes, de la economía. Lo que quizás mejor exprese esta
lectura es la lúcida frase con la que el ensayista argentino Martín Rodríguez (2023)
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culmina uno de sus textos más sugerentes sobre el tema: “La transición no terminó
―escribe Rodríguez―: todavía no tenemos moneda”.
Quisiera, sin embargo, desarrollar en lo que sigue dos cuestiones distintas pero
íntimamente relacionadas entre sí. En primer lugar, una lectura o interpretación distinta
de las lecturas o interpretaciones precedentes sobre las célebres palabras de Alfonsín en
la Asamblea Legislativa en la que asume su cargo como presidente. En segundo lugar, y
como producto de esto último, una reflexión específica sobre la “posición”, la carnadura,
volveremos enseguida sobre esto, de aquellas en la mal denominada transición del
régimen dictatorial al régimen democrático: su “posición”, dicho de otro modo, en tanto
expresión (Merleau-Ponty, 1969), en tanto carne de la carne de lo social (Plot, 2008,
2016), o carnadura, en mis palabras, de la fundación de un nuevo régimen político (en el
sentido amplio del término) con el conjunto, desde luego, de rupturas y continuidades que
esta fundación, como toda fundación de un nuevo régimen político, supone o implica. En
primer término, entonces, la lectura. Lejos, decía, de las dos interpretaciones
“dominantes que vengo mencionando sobre la célebre frase alfonsinista, esta última
expresa, desde mi punto de vista, los dos pilares que constituyen los fundamentos de lo
que conforma el período de fundación, insisto, de un nuevo régimen político en su sentido
amplio, esto es, de una nueva forma de sociedad cuyo estilo comporta la apertura hacia
una nueva expresión de lo social, de la carne de la carne de la sociedad, o bien, en términos
más clásicos, de un estilo inédito de articulación entre sociedad civil y Estado o sociedad
política en la Argentina. En este punto resulta, en efecto, decisiva la diferenciación entre
lo que designamos aquí como el período de fundación de este último y lo que hace a la
fundación del régimen en sí mismo. No es lo mismo, para decirlo de otro modo y aunque
su relación sea, desde ya, intrínseca, el momento de la fundación que la fundación o
institución de aquel cuyo resultado es, va de suyo, el devenir de diferentes momentos o
períodos al interior de este. Mientras la noción de período o momento hace referencia,
así, a la escisión, al corte, sincrónico de la carne de lo social en Argentina, del 1983 en
adelante, trazando una línea longitudinal sobre el devenir del régimen político, la segunda
idea refiere al corte diacrónico, a la escisión transversal de esta carne, y por ende a su
corte con respecto a las formas de sociedad, o regímenes políticos, anteriores a 1983. La
confusión, en efecto, entre ambos cortes o escisiones es lo que produce, desde mi punto
de vista, la confusión que “malinterpreta el sentido histórico de las palabras de Alfonsín
y por lo tanto su lugar en la historia: como el porvenir progresivo y dramático de una
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democracia que no supo cumplir con las promesas que le dieron impulso (la lectura de
aquellas como promesa fallida, por un lado) y la lectura de una transición tortuosa e
inacabada que no culmina o termina de consolidarse en forma definitiva y cuya “crisis
económicas recurrentes, por ende, no permiten tampoco cerrar nunca el círculo de dicho
ciclo.
I. 1983. La innovación política de los DDHH y su discontinuidad con las expresiones
o tradiciones políticas del pasado.
Ahora bien: detengámonos en principio y para comprender cabalmente ambas
hipótesis, y su vínculo intrínseco, por supuesto, en la última de las cuestiones que anticipé
más arriba: en la lectura que indaga, no ya en las dimensiones del período que funda el
régimen político del 83, sino en las que hacen a la fundación del régimen en mismo.
Como decía, las palabras de Alfonsín son, en este sentido, la expresión, en el sentido
merleaupontyano de la palabra, insisto, más cabal de esta fundación en sí misma: “con la
democracia ―comenzaba la frase el expresidente radical en la Asambleano sólo se
vota…”. Vale la pena, en efecto, recuperar la frase que, en el mismo párrafo y apenas
unos segundos antes, Alfonsín elige para precederlas: “En suma, (…) ―sostiene
Alfonsín― como dijimos muchas veces desde la tribuna política los argentinos hemos
aprendido, a la luz de las trágicas experiencias de los años recientes, que la democracia
es un valor más alto que el de una mera forma de legitimidad del poder…”. Está claro,
en este punto y en una primera lectura, que la referencia de Alfonsín, a partir de la cual
es posible echar luz a esta última proposición y a la primera parte de la fórmula célebre y
al mismo tiempo tristemente mal comprendida, que la ruptura que en ese mismo instante
de su alocución performativamente da sentido y la constituye, en paralelo al ritual jurídico
mismo que la hace posible, el de la inauguración de la Asamblea Legislativa en virtud de
la elección popular que lo ungió como presidente, hace referencia al fin de la violencia
como forma de resolución del conflicto político en sus dos expresiones que, hasta el
momento, marcaron y signaron el pulso de la vida política desde 1930, pero sobre todo
desde 1955 en adelante: la de la violencia revolucionaria de las organizaciones armadas
del peronismo, por un lado, y fundamentalmente la de la violencia inscripta en la estela
del terrorismo de Estado de la última dictadura militar. En este punto, las deducciones
posibles de aquellas palabras, que vinculan este acto performativo mismo con el cual
Alfonsín da inicio al ciclo democrático ininterrumpido más largo de nuestra historia, son
transparentes a sí mismas aunque esta transparencia no describa del todo, como veremos
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enseguida, esta ruptura: la de la institución, para decirlo rápidamente, de la democracia
liberal, esto la de la comprensión de esa ruptura como el “retornode las elecciones, al
restablecimiento de la Constitución y los mecanismos más básicos del ordenamiento
jurídico-institucional de la democracia como régimen político (en su sentido restringido),
en su estricta confrontación con las experiencias dictatoriales del pasado pero también,
insisto, de las experiencias revolucionarias del peronismo cuya acceso a lo esfera público-
política, o al poder, más simplemente, suponían de igual modo el uso ilegítimo e ilegal de
la violencia.
No obstante, y es aquí donde cobra su relieve específico lo decisivo de esta
ruptura, que va más allá del restablecimiento, insisto, de la mera institucionalidad de la
democracia como régimen político (siempre entendida aquí en su sentido restringido), y
por ende a “la mera legitimidad del poderque vendría a inaugurar esta última, con la
periodicidad del acto eleccionario y la recuperación del sufragio, y cuyo índice es, en
efecto, esa simple y llana expresión con la democracia no sólo se vota”, lo decisivo
―decía― de esta ruptura cobra un relieve específico mucho más denso y profundo.
Porque, justamente, la ruptura democrática, para parafrasear y recuperar la noción de
Gerardo Aboy Carlés (2001), que involucra el advenimiento, en el sentido
merlaupontyano del término (1960), de un nuevo régimen político (ahora sí, en su sentido
amplio) es justamente, y junto con aquel restablecimiento, una nueva e inédita forma de
desincorporación del poder (Lefort, 2001) que establece, entonces, una ruptura cardinal
y crucial con las expresiones políticas o las tradiciones que animaron la vida pública en
la argentina durante el siglo XX: ya sea bajo la forma de la semiencarnación del poder de
la experiencia populista del peronismo clásico, o ya sea bajo la forma de la encarnación
de las experiencias dictatoriales (lo que en breve desarrollaremos bajo el nombre de la
expresión liberal-autoritaria de la política argentina) o, para retomar los trabajos de
Daniela Slipak (2015, 2023), bajo la forma de encarnación del poder típica de la
subjetividad revolucionaria del peronismo de los años 60 y 70 (lo que, a partir de dichos
trabajos, trataré de delimitar como la expresión específicamente revolucionaria o jacobina
de nuestra política)
5
. Está claro, en este sentido y como decía más arriba, que esta ruptura
5
Agrego aquí la siguiente aclaración: como acabo de detallar, elaboro la categoría de ruptura
democrática a partir de la noción de ruptura alfonsinista que Gerardo Aboy trabaja en el tercer
capítulo de su célebre texto Las dos fronteras de la democracia argentina (2001). No obstante,
como resulta evidente, la amplío y la reelaboro para dar cuenta nolo de esa ruptura como parte
de la conformación de una identidad política en discontinuidad con el pasado sino, al mismo
tiempo, como discontinuidad de su universo expresivo con los regímenes políticos (en su sentido
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es ante todo, y en primer lugar, contra las experiencias dictatoriales de la encarnación del
poder que conformaron, insisto, lo que es posible denominar como la expresión liberal
autoritaria de esta última. Esta confrontación, en efecto, aparece claramente delimitada y
expresada, dicha y performativamente hecha carne como límite o frontera (Aboy, 2001)
de la nueva forma o estilo de la carne de la carne de lo social de la sociedad Argentina,
en la alocución de Alfonsín que la designa, en más de una ocasión, bajo diferentes
nombres o etiquetas: como aquella expresión constantemente abocada a la subversión de
la Constitución y las leyes propias de la acción política del “golpismo”, o bien como el
método violento distintivo de nuestras “élites derechistas (en su oposición sustancial
pero en su analogía formal, volveremos enseguida sobre esto, con el de las “elites
izquierdistaso el “guerrillerismo”). Varios puntos resultan fundamentales, no obstante,
para comprender cabalmente no sólo las características propias y específicas de esta
expresión política, la liberal autoritaria, sino, por supuesto, el conjunto de elementos que
separa su universo expresivo del inaugurado por la expresión democrática que adviene,
aunque reactive desde luego viejos sedimentos de otras expresiones pasadas, en diciembre
del 83 con el célebre proceso conocido como “la transición argentina”.
Es posible, en efecto, encontrar la génesis, en el sentido fenomenológico del
término (Merleau-Ponty, 2016), de esta tradición o expresión política, la liberal
autoritaria, en el pensamiento liberal, justamente, de la generación del 37 y, más
precisamente, en la reflexión de ese gran jurista y pensador argentino que fue Juan
Bautista Alberdi. Desde luego que, aquí, poco justo sería atribuir a este último las
reapropiaciones de su pensamiento por lo que configuró un estilo o tradición de la política
argentina abiertamente violenta en su acción en la esfera pública, vía los golpes de Estado
o el “golpismo”, por supuesto, pero cuya herencia o Stifung (Merleau-Ponty, 1969), sin
embargo, puede sin dudas, insisto, encontrarse en la estela que la reflexión alberdiana
irradia y, más específicamente, en su vínculo con la fundación del Estado argentino y su
amplio) de las décadas anteriores. El concepto esta intrínsecamente impregnado de ambas
dimensiones. La productividad de la ampliación de este concepto permite, en efecto y como
veremos enseguida, comprender los diferentes actores (que no provienen únicamente del
alfonsinismo) que contribuyeron a dicha ruptura y la novedad, en términos de inauguración o
advenimiento de una nueva tradición o expresión política, de los derechos humanos. A partir de
este momento, en efecto, utilizo ambas categorías, la de tradición o expresión política, como
sinónimos, y su inspiración es estrictamente merleaupontyana: asienta sus bases en el concepto
de Stifung de Husserl, que Merleau-Ponty recupera y reelabora en La prosa del mundo (Merleau-
Ponty, 1969). Me permito también remitir a mi libro Los pliegues de la democracia. Derechos
Humanos, populismos y polarización política (Martínez Olguín; en prensa). para un recorrido de
esta reelaboración y su productividad para la teoría política.
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matriz jurídico-política. En primer lugar, y como el propio Alfonsín señala con roda
lucidez en su discurso de asunción en la Asamblea Legislativa, esta tradición o expresión
política surge como una tradición o expresión que se reconoce a misma como
proveniente, en su forma, desarrollo y concepción, de una elite que es la que se reconoce,
al mismo tiempo, como la que “debieraconducir los destinos de la Nación hasta que la
democracia, como gimen político (en su sentido restringido) sea posible (Botana, 2013).
Este reflejo de como un haz de luz que ilumina los destinos de un país según la
economía de una elite que es la que asume a su cargo la conducción de estos últimos, no
sólo es afín electivamente (Weber, 2012) a las condiciones histórico-políticas de su
advenimiento como expresión o tradición política, en la medida que es justamente la elite
que constituye la generación del 37 (Alberdi incluido) la que asume a su cargo dicha
conducción a partir de mediados y fines del siglo XIX con la tarea de la conformación del
Estado Nacional y su entramado jurídico-político (dentro del cual la Constitución de
1853, cuyo modelo es el pensamiento de Alberdi, justamente, ocupa un rol decisivo) sino
que, asimismo, toma forma como expresión o tradición política como un fenómeno
eminentemente elitista. En este punto, las reflexiones de Alberdi (2017) en las Bases a
propósito de su célebre división sobre la “República posibley la “República verdadera”,
que dividía el despliegue de los derechos políticos y más ampliamente de la democracia
como régimen político en dos etapas distintas: una basada en la restricción de aquellos y
de esta última a una elite, precisamente, cuyo poder representativo debería ser ejercido
“transitoriamente” hasta “elevar la capacidad real de nuestros pueblos a la altura de sus
constituciones escritas y de los principios proclamados(p. 23) por la democracia, esto
es, hasta alcanzar las condiciones para la República verdadera, y esta última, por el
contrario y en un tiempo posterior a la primera, basada en el despliegue pleno de dicha
soberanía popular y los derechos políticos (en franca oposición, como bien sabemos, a la
concepción popular de la democracia de quien fuera el demócrata más lucido de esa
generación y de aquella época: Domingo Faustino Sarmiento)
6
. Está claro, sin embargo,
que más allá de los distintos aspectos que el pensamiento de Alberdi posee en tanto
fundador de la expresión liberal, en líneas generales, de la política argentina (en sus aristas
culturales, económicas, etc.) e, insisto, más allá también de la apropiación de esta
concepción restringida, o mejor aún elitista, de la democracia cuyos ecos es posible
6
Me permito citar para un mejor desarrollo de este tema y de la figura de Sarmiento como
pensador de la democracia en Argentina, mi texto Civilisation et barbarie. Sarmiento et l’aventure
democratique en Argentine (Martinez Olguin; 2023).
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encontrar en la expresión a la que estamos aludiendo, la liberal-autoritaria, la matriz
violenta, el llamado por Alfonsín “golpismoque se inaugura con el golpe de Estado de
1930 de Uriburu escapa a todas luces a aquella y constituye, en sentido estricto, una
tradición nueva o sui-generis en relación con el liberalismo alberdiano propiamente dicho
(aunque, como dije, siempre abrevando en la estela de este último) .
Algunos puntos son, sin embargo, fundamentales para leer los puntos de
continuidad que unen a este último con la primera y, decía, para entender con mayor
precisión el universo expresivo que alimenta a aquella y a su acción política a partir de la
década del 30 (universo expresivo cuyos antecedentes más inmediatos es posible hallar
en la elite liberal-conservadora (Botana, 2021) que le dio forma al régimen fraudulento
que abarcó el período que va de 1880 a 1916). En primer lugar, y como resulta evidente,
uno de esos puntos es, sin dudas, la dimensión económica que le da volumen al
liberalismo alberdiano y cuya herencia en las políticas económicas que aplicaron las
distintas dictaduras militares toma relieve, con sus matices y contextos diversos, en los
sucesivos períodos en los que estas violentaron las instituciones para llegar al poder. En
segundo lugar, y más importante aún, es la ya mencionada concepción restringida de la
soberanía popular (y en última instancia su deformación antidemocrática, desde luego),
lo que en buena medida mejor caracteriza y describe el fino y delicado hilo que las
vincula. La idea de una elite dirigente encargada de llevar adelante o conducir los destinos
del país, en forma transitoria y hasta que las condiciones permitan una democracia o una
soberanía popular plena (lo que Alberdi denominaba la República verdadera) es sin dudas
su rasgo más sobresaliente. En este caso, desde luego, esta elite dirigente estaba
encarnada por las propias fuerzas militares que tuvieron a su cargo, en sus diferentes
momentos, el derrocamiento del gobierno constitucional de turno. En todos los casos,
dicho de otro modo, este derrocamiento fue legitimado en su origen por esta doble
vocación, inscripta, insisto, en la estela del pensamiento de Alberdi: la de la transitoriedad
de un gobierno (militar en este punto) de transición cuyo destino debía conducir a la
institución de una democracia cuyas condiciones todavía se mostraban como insuficientes
y, por otro lado, la de la conformación de dicha elite dirigente (la corporación militar)
cuyo rol decisivo consistía en ponerse a la vanguardia de esa tarea. Desde el primer golpe
de Estado liderado por Uriburu, hasta la última dictadura militar liderada por Videla,
Agosti y Massera, pasando por la autodenominada “Revolución Libertadora”, todas ellas
encontraron la legítima defensa de su acción violenta en esta doble vocación. Por otro
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lado, aunque íntimamente relacionado con esto último, esta acción violenta contra el
orden constitucional es, no obstante y como dije, la arista distintiva, sui generis, de este
estilo o expresión de la política argentina cuyo rol fue gravitante durante el período previo
al régimen instituido en 1983.
Sin embargo, decíamos, esta última no fue la única expresión política contra la
cual la ruptura democrática se “revelo con el advenimiento de la democracia
contemporánea en Argentina en los primeros años de la década del ochenta. En efecto, la
segunda tradición contra la cual esta ruptura se produce, y cuyos efectos decisivos
radican, como mencionaba también más arriba, en la discontinuidad con los estilos de
incorporación del poder (Lefort, 2001) que la precedieron, es la que conforma lo que
Daniela Slipak denomina la subjetividad revolucionaria del peronismo de la década del
60 y del 70. Como desarrolla ampliamente la autora en sus diferentes trabajos (2015;
2023), la subjetividad revolucionaria de la identidad peronista de aquella época ponía en
juego un estilo de antagonismo político que suponía una reactualización novedosa en
relación con la experiencia populista del peronismo clásico: la fijación de una frontera
política rígida, esto es la anulación del característico movimiento pendular de este último
a la hora de trazar los límites (siempre difusos) de su propia espacio identitario, lo que
supuso, de hecho, la vinculación de una relación igualmente gida con sus opositores,
demandando y a veces haciendo efectiva, su eliminación a través de la violencia física.
Este estilo de antagonismo, que recuperando los trabajos de Aboy Carlés hemos
denominado en otro lugar la expresión jacobina del conflicto político (Martinez Olguín,
2022), involucró así una economía (Derrida, 1967) expresiva o perceptiva que, como
corolario y complemento a la institución de fronteras identitarias rígidas, se basaba en la
reducción del todo (el populus) de la comunidad política, a la plebs (la parte que vendría
a encarnar ese todo). Como bien sabemos, esta economía expresiva o perceptiva que
reducía el todo del cuerpo social a una parte que lo encarnaba tenía en la figura del Pueblo
su figura privilegiada. La violencia como matriz de su acción política, de sus prácticas e
intervenciones en la esfera público-política se legitimaba así en la vieja expresión
epistémica del legado marxista o revolucionario que entendía que la posibilidad de
transformar la sociedad llevaba consigo la posesión de una verdad que sólo una elite
revolucionaria (una parte de esa sociedad, justamente) podía revelar y, por ende, hacer
realidad mediante la Revolución (ya sea bajo el nombre de la Revolución socialista,
popular, o nacional-socialista). Como en buena medida sintetiza Alfonsín en su discurso
Resistencias N° 1, Vol 1, Jun./ 2023- Nov./2023
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inaugural, el universo expresivo que dominaba “el guerrillerismo o a las “élites
izquierdistas en tanto actores políticos centrales del régimen político (en su sentido
amplio) anterior a 1983, es “el principio de que el poder (…) estaba en la boca de los
fusiles”, y, agrego yo, la boca de los fusiles encarnaba el poder del pueblo.
En primer lugar, entonces, la ruptura democrática que produce el advenimiento
de nuestra democracia contemporánea y la institución de un nuevo régimen político (en
sentido amplio) implicó, así, y en primer término, el rechazo y la “suspensiónde ambos
estilos de encarnación del poder, vía la acción violenta, que llevaron a cabo dos de las tres
expresiones dominantes de la política argentina durante el período previo a esta
institución o advenimiento: la del “golpismode la tradición liberal autoritaria que, desde
el 30 en adelante, obró como garante en última instancia de una democracia incapaz de
desplegarse, según este universo expresivo, plenamente y, por otro lado, la del
“guerrillerismo de la tradición revolucionaria o jacobina que desplegó el peronismo
revolucionario de las décadas del 60 y 70. La primera parte de la frase que compone
Alfonsín en su discurso inaugural, con la democracia no sólo se vota, es por ende, y desde
este punto de vista, la expresión de esta doble ruptura con ambos estilos violentos de
encarnación del poder que dominaron las décadas previas a dicho régimen. Una nueva
forma de articulación entre el poder y el derecho, una forma singular de desincorporación
(Lefort, 2001) del primero se inauguraba, así, con este último: ni el pueblo encarnado en
la boca de los fusiles de una elite revolucionaria, ni una elite de vanguardia o ilustrada (la
corporación militar) garante de “la democracia por venir”, compondrán en adelante, de
este modo, los configuradores del estilo de ser carne de la nueva forma de sociedad, la
sociedad democrática, que se inicia en la Argentina contemporánea: “La violencia (de las
décadas previas) era el régimen -sostiene el expresidente radical, siempre en su discurso
inaugural-, y esa violencia del régimen no debía ser reemplazada por otra de signo
distinto, sino por el sufragio”. Pero el sufragio, justamente, no agota, de ningún modo, las
características y las distintas dimensiones de esta ruptura democrática de la que la frase
de Alfonsín es carne, expresión, de la carne, de la expresión, de la apertura hacia ese
inédito régimen político que, insisto, se abrió con la presidencia de este último. Si con la
democracia no sólo se vota es porque el sufragio y el fin de los dos horizontes violentos
de encarnación del poder que antes mencionaba, cuyo corolario es, desde luego, la
restitución del sufragio, es porque la democracia que se instituye en 1983 no sólo supone
la “recuperacióndel principal mecanismo democrático, el voto, que sin ir más lejos y
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aunque con sus matices y tonos había sido, más allá de los distintos golpes de Estado,
desplegado para la elección de los gobiernos constitucionales de ese mismo período
(Frondizi, Illia, etc.). Es cierto, en este punto, que este mecanismo estuvo marcado por la
proscripción del peronismo luego de la Revolución Libertadora del 55 (proscripción
parcialmente levantada con la habilitación de Cámpora para participar en los comicios de
1973, y luego plenamente anulada con la consiguiente renuncia de este y el triunfo del
propio Perón en el mismo año). Justamente, lo que de aquella ruptura falta comprender
es, todavía, lo que distinguió el estilo de la democracia, o la expresión de la política
democrática que, a diferencia del estilo de la democracia o la expresión democrática de
la política argentina que encarnó el peronismo, sobre todo el peronismo clásico, advino
con la institución del nuevo régimen político en los ochenta. Es decir: resta aún la
comprensión de la diferencia que existe entre el “democratismo populista(Cheresky,
1999) y el democratismo que inaugura una nueva tradición o expresión política, la
tradición argentina de los derechos humanos, que cumple, en efecto, la doble función de
poner fin a la dictadura militar más sangrienta de nuestra historia y, más ampliamente,
como dijimos, a los estilos violentos de encarnación del poder en sus dos versiones, el
guerrillerismo y el golpismo, abriendo así la posibilidad de la revisión del pasado criminal
perpetrado por aquella y, por otro lado, la de inaugurar una nueva dinámica de expansión
de derechos (alejada, en este punto, de la que identificó al peronismo, apegada todavía a
un estilo de encarnación del poder, mucho más laxo que las dos anteriores, es cierto, pero
por ello, justamente, todavía inscripto en la tradición democrática de la política).
Esto último es, en efecto, un punto decisivo y al mismo tiempo decididamente
polémico o no exento de sus matices. De las tres tradiciones o expresiones políticas que,
insisto, dominaron la escena público-política en el período previo a 1983, el peronismo
clásico o la tradición estrictamente populista de nuestra política es la única que, a
diferencia de las otras dos protagonistas de la época, la liberal-autoritaria y la jacobina (el
peronismo revolucionario), se mantiene, desde mi punto de vista, en la estela democrática
de la política y, más específicamente, de la política argentina. Varios trabajos dan cuenta,
en este sentido, de ello o, dicho de otro modo, del proceso democratizador que el
peronismo clásico supuso en tanto expresión política configuradora del estilo de sociedad
de las décadas anteriores al ochenta
7
. Desde el ingreso a la esfera pública y la aparición
7
Me refiero, entre ellos, y fundamentalmente, a los trabajos de Aboy Carlés, Julián Melo y
Sebastián Barros, que citaré en lo sucesivo.
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como sujetos políticos (Barros, 2011) de los trabajadores a partir de la inédita
movilización que da inicio al propio peronismo, la del 17 de octubre de 1945, y el
consiguiente punto de ruptura que significó esta última en términos, insisto, de
participación de los sectores populares en la vida pública, hasta la evidente expansión y
consolidación de derechos, la democratización beligerante, como la denomina Gerardo
Aboy Carlés, que aquella supuso, que le reconoció en efecto a dichos sectores un conjunto
de derechos sociales y económicos absolutamente inéditos para la historia misma de
nuestra democracia, pasando, sin ir más lejos, por la universalización del voto hasta la
reforma constitucional del 1949, la expresión populista de la política argentina, decía, no
puede sino inscribirse en el halo de sentidos que expandió el horizonte democrático que
organiza nuestra vida colectiva. Ahora bien, y como señala el propio Aboy en distintos
trabajos, esta expansión del horizonte democrático que hizo posible el peronismo clásico
no está exenta de matices, claroscuros y excepciones que resultan igualmente decisivas.
Quisiera, en este punto, detenerme en lo que resulta ineludible a los efectos de distinguir
la especificidad de la ruptura democrática que se produjo en 1983, y en este sentido la
ruptura que implica con esta última tradición o expresión política el régimen que en dicho
año se inaugura (una ruptura que, por supuesto, no está desprovista de continuidades y de
reapropiaciones igualmente importantes que serán también decisivas para el propio
período de fundación de este último y sus momentos ulteriores). En primer lugar,
entonces, esta ruptura tiene una dimensión relativamente evidente: los dos gobiernos
constitucionales que condujo Perón en la Argentina tuvieron, como bien sabemos,
dificultades importantes para desplegar, no sólo en los diferentes ámbitos del espacio
público (institucional y de la sociedad civil), sino también de las “corporaciones de
distinto tipo, sobre todo las sindicales, una libertad amplia y duradera. La detención de
dirigentes opositores (Balbín, Sammartino, Palacios), las restricciones a la libertad de
expresión o de prensa (con la intervención de medios masivos de comunicación como el
diario La Prensa), la persecución de dirigentes sindicales (el caso de Cipriano Reyes es
sin dudas el más conocido) son algunos de los casos más ilustrativos de las diferentes
formas que adoptó la restricción de las libertades públicas en la argentina peronista: todas
ellas, dese luego, restablecidas (junto con otras como la propia proscripción del
peronismo) con la institución de la democracia en el ‘83. No obstante, algunas de las
características de esta ruptura toman su relieve específico a partir de la consideración de
otras aristas relacionadas, sin dudas, con esta última.
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La primera es, en efecto, aquella que se deduce de los efectos de estas mismas
restricciones: el espacio público (ya sea que entendamos a este en su sentido ampliado,
esto es considerando no sólo el espacio abierto por los diferentes actores de la sociedad
civil sino, insisto, aquel que hace al propio entramado institucional del Estado) no terminó
nunca de constituirse, justamente, como un espacio abierto y plural capaz de contener la
diversidad de demandas y actores que aquel, apoyado sobre todo en el derecho humano
fundamental a la libertad de expresión y política y, por ende, como instancia de
deliberación pública, requiere. En segundo lugar, pero íntimamente relacionado con esto
último, fue la propia deliberación pública, en tanto dimensión constitutiva del juego
democrático y de la desincoporación del poder que este garantiza, lo que se vio seriamente
afectada al punto de estar, sino subordinada, al menos reducida a la verticalidad del estilo
de liderazgo que caracterizó al peronismo clásico. Este punto, de hecho, fue ya señalado
con toda claridad, aunque quizás en otros términos ligeramente distintos que los que
quiero plantear aquí, por los trabajos tempranos de Emilio de Ípola (2009): “Hoy
―sostiene de Ípola en su último ensayo sobre el tema― insistiríamos sobre el hecho, ya
planteado en el artículo de 1981, de que la presencia del líder desequilibra, en su favor, el
ejercicio de la hegemonía, aun si en ocasiones debe negociar y conceder algunas
demandas a sus liderados… en lo que hemos llamado el “pacto de origen―concluye el
autor―… el primado pertenece, en última instancia, a la voluntad del líder(p. 209). Este
pacto de origen es, en efecto, lo que describe desde mi punto de vista eso mismo que
Gerardo Aboy Carlés identifica como el rasgo distintivo de los populismos: el juego
pendular, la puesta en juego del estilo propiamente populista del antagonismo, diferente,
como dijimos, de aquel desplegado por el propio peronismo revolucionario en los 60 y
70, juego pendular, en efecto, que consiste fundamentalmente en la institución de
fronteras políticas de ningún modo rígidas, capaz de desplazarse según el contexto
articulándose la propia identidad política a través de una economía dinámica de inclusión
y exclusión del enemigo y de una articulación igualmente dinámica entre momentos de
ruptura de la comunidad política y de regeneración o sutura de esta última. Es este mismo
juego pendular que caracteriza la expresión populista de la política, y más en particular
del populismo peronista de las cadas del 40 y 50, el que, como bien sugiere de Ípola en
la cita, recae en la decisión del líder, en una suerte de decisionismo que obtura la apertura
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de un espacio político plural de deliberación pública
8
. Ahora bien: esta especie de
decisionismo no sólo revela, en buena medida, y por un lado, la características central del
líder en la experiencia argentina o peronista clásico del populismo y, por el otro, un
obstáculo al despliegue plural del espacio en donde esa experiencia tiene lugar y donde
la propia configuración de la carne de la carne de la sociedad argentina de la época tomaba
su forma, o estilo, específico (lo que bien podríamos llamar como los estilos de sociedad,
sobre todo en América Latina, fundados sobre regímenes populistas, en el estricto sentido
en el que lo estamos entendiendo aquí), sino que, además, este especie de decisionismo,
decía, expresa el estilo de anudamiento entre el derecho y el poder, entre el cuerpo del
líder y los derechos que, al menos la experiencia argentina del populismo peronista
clásico, insisto, involucró: la de la semiencarnación del derecho y del poder en el cuerpo
del líder
9
. Un estilo de encarnación que, sin dudas, nada tiene de deudora de la que
ensayaron tanto la tradición liberal-autoritaria como la revolucionaria en el período previo
a 1983.
Varios puntos son centrales, en efecto, para delimitar con precisión, y evitar
confusiones y malos entendidos sobre este estilo de encarnación, la de la
semiencarnación, que tuvo una centralidad decisiva en el peronismo clásico y, más
ampliamente, en la restricción de libertades y en el socavamiento de la apertura de un
espacio público deliberativo o, incluso, de un espacio deliberación a secas (de allí, de
hecho, las limitaciones democráticas que la expansión de derechos, la nesis de estos
últimos, tuvo durante la experiencia peronista y, va de suyo, la tensión casi permanente
que esta tuvo, por ende, con el “despliegue pluralista”, para recuperar las palabras de
Emilio de Ípola, del régimen político de las décadas del 40 y 50). En primer lugar, insisto,
este estilo de encarnación nada tiene que ver con el estilo de encarnación del poder que
tanto el golpismo de la tradición liberal autoritaria como el guerrillerismo de la tradición
jacobina del peronismo pusieron en práctica antes de la ruptura democrática que produjo
8
De ningún modo, sin embargo, sostengo aquí, en línea con los trabajos de Aboy Carlés y
Sebastián Giménez, que el liderazgo sea un elemento intrínseco a los populismos, sino que, en
todo caso, en la experiencia argentina del peronismo clásico dicho liderazgo, el de Perón, tuvo,
como veremos en las páginas siguientes, un rol decisivo en la génesis de la expansión de derechos
sociales lo que socavó fuertemente el despliegue, insisto, pluralista de un espacio público
deliberativo.
9
Como resulta evidente, relaboro el concepto de Lefort (2001) de encarnación del poder (o
incorporación del poder) en el cuerpo del soberano, típico de los regímenes autoritarios, para
desarrollar, como veremos enseguida en el próximo párrafo, un estilo de encarnación o de
anudamiento entre poder y derecho, más laxo: el de la semiencarnación del poder.
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al ascenso del gobierno de Alfonsín y la mal llamada transición argentina. Y esto muy a
pesar de que el propio Perón, y algunas de sus primeras medidas decisivas en relación
con la expansión de derechos, sobre todo laborales, surgen de sus funciones en la
Secretaría de Trabajo y Previsión del gobierno militar de Edelmiro Farrell (lo que le costó,
de hecho, su eyección del cargo). Como resulta evidente, su ascenso al poder nada tiene
que ver con la puesta en práctica del universo expresivo que aquella tradición supo, una
y otra vez, desplegar para nombrarse a misma como la encarnación (y por ende como
la instancia de legitimación última) de la República y la democracia en Argentina: en
1946 el líder peronista fue elegido presidente con más del 50 por ciento de los votos. En
este punto, el particular anudamiento que la expresión populista de la política argentina,
el peronismo clásico, puso en juego empujado por el liderazgo de Perón no se produce a
partir del anudamiento entre el poder y el cuerpo del líder, como todo estilo autoritario de
encarnación del poder involucra o pone en juego. Y esto, insisto, porque el propio Perón
siempre fue sensible a la legitimación de su poder vía el voto o el sufragio (voto o sufragio
que, en efecto, fue ampliado y extendido a las mujeres por iniciativa de Evita a partir de
la reforma constitucional del ‘49). Dicho anudamiento, que produce desde mi punto de
vista un estilo de encarnación, la semiencarnación, del poder, que caracterizó a la
expresión populista de la política en Argentina estuvo anclado, en cambio, en el singular
anudamiento entre los derechos, o el derecho, y el cuerpo del der. La génesis de los
nuevos derechos que el peronismo desplegó durante sus dos primeras presidencias, dicho
de otro modo, encontraron siempre su fuente en el líder, esto es en Perón o eventualmente
en Evita, o más ampliamente en el Estado. No se trata, aquí, de comprender este
anudamiento bajo la gica tutelar de un líder que les da, en virtud de algún tipo de
paternalismo demagógico o manipulador, a sus adherentes un conjunto de beneficios
(estos nuevos derechos) a cambio de su apoyo o ampliación de la legitimación de su
poder, vía la movilización de “las masas”. Como en buena medida lo muestran los trabajos
de Sebastián Barros (2011), la irrupción de los sectores populares en la vida política
argentina a partir del 17 de octubre, hito fundacional del peronismo, está sin dudas
marcada por un tipo de subjetivación política que escapa y no puede reducirse, de ningún
modo, a la simple movilización demagógica del líder y el pueblo, puesto que esa
irrupción, en el caso del 17 de octubre, por ejemplo, involucra la inclusión de estos
últimos como actores estrictamente políticos, con logos y palabra (Rancière, 1995) para
intervenir en el destino común de la comunidad, vía la demanda para liberar al
recientemente encarcelado Perón. De hecho, la movilización de los trabajadores en apoyo
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a las medidas de este último y por ende su irrupción en el espacio público como actores
políticos fue una constante durante el período. Sin embargo, esta novedosa e inédita
articulación entre Estado y sociedad civil, para decirlo en términos clásicos, que estas
movilizaciones supusieron no estuvo acompañada, justamente, del momento deliberativo
que supone la ampliación plural del espacio-público político. Y ello porque, insisto, esos
nuevos derechos ciudadanos que motivaron, sin dudas, la participación de los sectores
populares como actores políticos, esto es su emergencia como actores que tienen parte en
la división de partes de la comunidad, para recuperar los términos de Rancière (1995) que
retoma Barros, estuvo a su vez marcada siempre por la percepción de que la fuente de
esos derechos se encontraba en el líder, Perón, o más ampliamente en el Estado. Los
nuevos derechos laborales, sociales y económicos que el peronismo instituye se producen,
así, a partir del anudamiento constante de estos derechos al cuerpo del líder, a la
percepción, insisto, de la emanación de estos derechos, dicho de otro modo, por obra y
gracia de la gracia o el carisma de este último
10
.
Es por ende, y en primer término, contra esta percepción que se levanta la ruptura
decisiva que el régimen inaugurado en 1983 produce en relación con la expresión
peronista (clásica) de la política argentina: la que anuda, en forma final y decisiva, los
derechos, o el Derecho más ampliamente, y el cuerpo del líder. Y esta ruptura tiene, desde
luego y al mismo tiempo, una expresión política singular e inédita en la historia de nuestro
país, una expresión que, desde luego, es la que permite esa ruptura: la que inauguran los
movimientos de los Derechos Humanos y, más generalmente, la emergencia misma de
los derechos humanos como tradición política (tradición, en efecto, apropiada y vuelta a
apropiar por los sucesivos gobiernos democráticos: desde el propio gobierno inaugural de
Alfonsín hasta el kirchnerismo, en sus diferentes versiones y etapas históricas). Está claro,
no obstante, que el universo expresivo que instituyen los derechos humanos, que como
hemos señalado en otro trabajo (Martínez Olguín; En prensa) son el que inauguran la
Stifung propiamente democrática de la política, son muy anteriores a su emergencia como
tradición en la Argentina. Su origen, como bien sabemos, se remonta a la Revolución
Francesa e, incluso, a la ambigua relación que los diferentes movimientos políticos que
los proclamaron, como el jacobinismo francés, tuvo con sus propios principios
10
Me permito nuevamente remitir a mi libro Los pliegues de la democracia. Derechos humanos,
populismos y polarización política (Martínez Olguín. En prensa) para una mejor comprensión de
esto último.
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declarativos (vale recordar, en este sentido, que a los pocos años de declarados estos
últimos en la Asamblea Nacional Constituyente de agosto de 1789, se instauró en Francia
el denominado período de “El Terror”, una sangrienta dictadura en contra de los resabios
del realismo absolutista). En efecto, a su reinterpretación y ampliación acaecida a fines
de la década del 40 por las Naciones Unidas, por medio de la extensión de su horizonte
hacia las esferas civiles, sociales y económicas de la vida colectiva, le siguió su particular
ascenso en la vida política de los países de Europa del Este, justamente en la década del
80, contra el régimen soviético. Ahora bien: justamente este último contexto de ascenso
de los derechos humanos en los ochenta en los países satélites de la Unión Soviética, que
se solapa con su emergencia en América Latina, y en particular en Argentina, muestra su
rasgo distintivo, las condiciones inéditas e históricamente singulares en las que estos
últimos son reapropiados en nuestro país y, por ende, su expresión como tradición
democrática estrictamente local o argentina. Estas condiciones, las condiciones de su
emergencia pero también el contexto de su reapropiación por el marco histórico que rodea
al caso argentino, tiene dos aspectos que resultan centrales para comprender la
profundidad de la ruptura democrática que ellos producen, en relación con la tradición
populista (y no solo, desde luego), y la relación, incluso, de esta emergencia con esta
ruptura. En primer lugar, porque esta expresión política absolutamente inédita en nuestro
país, la de los derechos humanos, que surge de la mano de los organismos de DDHH, de
las víctimas de la última dictadura militar y es acompañada por algunos actores políticos
claves (como el propio Alfonsín), adviene bajo la economía perceptiva propia de su
“principioeminentemente democrático: el del descentramiento del sujeto político que
los vendría a “encarnar(en este caso, los desparecidos o las víctimas del terrorismo de
Estado). Los derechos que, puesto de otro modo, vienen a reivindicar dichos actores y
organismos en contra de la represión ilegal y clandestina se producen a partir del pliegue
o la torsión entre el universalismo humanista de dicha tradición y la particularidad
histórica del daño (Rancière, 1995) que esa represión hizo posible (los desaparecidos).
Si, por un lado, su emergencia remite a la singularidad histórica de la reivindicación de
los derechos de las víctimas del terrorismo de Estado, insisto, estas últimas expresan, al
mismo tiempo, el daño a la humanidad que esa singularidad histórica de la represión
estatal permitió en Argentina (de allí, en efecto, su tratamiento penal como delitos a los
derechos humanos, justamente, o de Lesa Humanidad en su tratamiento posterior a la
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reapertura de los Juicio a los militares, unas décadas más tarde
11
). Esto último es, en
efecto, decisivo en términos de la ruptura antes mencionada, la democrática, puesto que,
a diferencia de la expresión populista clásica o peronista de nuestra política, la institución
de esos derechos no encuentra su referencia última, su centro, ni en el Estado (aunque
este tenga que, desde luego, garantizarlos una vez desplegados en la esfera pública), ni en
el cuerpo de un líder (como Perón en este último caso), pero tampoco en un sujeto
portador de la verdad o de la episteme de lo social: como el Pueblo o los Trabajadores (en
el caso de la expresión jacobina o revolucionaria del peronismo de los 60 y 70). Es decir:
lo que esta última inaugura es, así, una génesis (en el sentido merleaupontyano del
concepto) y una economía de despliegue de los derechos, esto es de su expansión y
apertura, que contrasta fuertemente con la nesis y la economía de derechos que
despliega el populismo del peronismo clásico: sin referencia ni centro cerrado sobre
mismo, aunque, como dije, plegado de todos modos a la particularidad del caso de los
desaparecidos, los derechos de estos últimos se gestan en la sociedad civil, en su
interpelación al Estado (y no a la inversa), y se despliegan en nombre de un universal que
traspasa y desborda a los desaparecidos o las víctimas del terrorismo de Estado: la
comunidad política, o la humanidad toda, que es la sufre también ese daño.
En segundo lugar, pero íntimamente relacionado con esto último, esta economía
de despliegue y génesis de los derechos, cuya ruptura con el anudamiento entre el Derecho
y el cuerpo del der que realiza el populismo clásico en Argentina, esto es con el estilo
de liderazgo semiencarnado que este último moviliza, posee, decía, una segunda arista
que es a todas luces central para comprender su innovación política, en términos de
Cheresky (1999), es decir su ruptura con las tradiciones y el régimen político anterior a
la década del ochenta: la que conforma la institución de un espacio público-político plural
y deliberativo, esto es la institución de la instancia propiamente deliberativa de la
democracia o, más específicamente, del proceso de expansión y reinvención de nuevos
derechos que esta hace posible. Como señalé en otro trabajo (Martínez Olguín, inédito),
y en buena medida anticipé en el párrafo precedente, esta institución del momento
estrictamente deliberativo en la expansión y reinvención de nuevos derechos y de nuestra
democracia contemporánea tiene en la figura de los desaparecidos, esto es en la tragedia
política a la que nos empujó la experiencia de la última dictadura militar, su anclaje
11
Me permito remitir, para un desarrollo más acabado sobre este último tema, sobre la Reapertura
de los Juicios, a la excelente tesis de doctorado de Lucía Quaretti (2023).
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espectral y, al mismo tiempo, carnal (volveremos enseguida sobre esto). En primer lugar,
porque, como dije, la irrupción o el advenimiento de la expresión o de la tradición de los
derechos humanos en nuestra vida política contemporánea, su enunciación y la
emergencia de su discurso, insisto, inédito o innovador, como sostiene Cheresky, en
relación con nuestras tradiciones o expresiones políticas pasadas, involucró la
deliberación a propósito del restablecimiento del daño, esto es de los derechos (humanos,
desde luego) de los desaparecidos, a la luz del pasado reciente y de la condena a quienes
fueron los responsables de la represión ilegal y clandestina. Ahora bien, esta deliberación,
que estrictamente hablando no fue un momento sino un proceso de largo aliento que duró
varios años y con diferentes momentos e intensidades, pulsos y ritmos, instancias y
lugares (desde los estrictamente institucionales hasta aquellos que tuvieron lugar en la
sociedad civil), no sólo supuso la revisión del pasado y de los crímenes perpetrados contra
los derechos humanos sino que, en rigor, esto último sólo pudo realizarse en la medida en
que los propios derechos a instituir se volvían ellos mismos objetos de la discusión y de
la institución del propio régimen que los acogía. Es decir: aquello que performativamente,
vía la deliberación pública, se convertiría en el universo expresivo que se volverá carne
del nuevo régimen, ubicaba al propio régimen como objeto de esa misma deliberación
pública vía la interpretación de los derechos que lo estaban “fundando”. Esto último, de
hecho, resulta decisivo en un triple sentido: en primer lugar porque da cuenta de la
reversibilidad (Merleau-Ponty, 1964) del régimen nacido en 1983, esto es de su
plasticidad y su condición eminentemente democrática, capaz de asumir en su seno la
sobrerreflexión (Merleau-Ponty, 1974) de su propia carne, de los elementos (el marco
jurídico, o más ampliamente el Derecho) de los que está hecho, lo que será, de allí en
adelante, una constante del propio régimen (como lo ilustran muy bien las leyes de
obediencia debida y punto final sancionadas durante el mismísimo gobierno de Alfonsín,
el decreto sobre los indultos a los máximas autoridades de las Juntas durante el gobierno
de Menem, o la derogación de estos últimos y de aquellas leyes junto con la reapertura
de los Juicios durante el kirchnerismo). Por otro lado, y en segundo lugar, porque esta
sobrerreflexión y reversibilidad del régimen es lo que habilitó la deliberación sobre la
incorporación y reinterpretación a partir de dicho universo expresivo, y desde 1983, de
nuevos derechos (civiles, económicos y sociales, algunos de los cuales tuvieron lugar
durante el primer gobierno radical, como la Ley de divorcio o el intento de sanción de la
Ley sobre el derecho a la libertad sindical) y, por último y en tercer lugar, porque a partir
de la comprensión de la profundidad y los límites de esa sobrerreflexión y reversibilidad,
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es posible a su vez comprender la distinción a todas luces elemental entre, decía más
arriba, el período de fundación del régimen, la carne de su primer momento, el de su
fundación (lo que se podría denominar el momento de articulación entre justicia social y
democracia política que intentó desplegar el “alfonsinismocomo identidad política o
identidad constitucional del régimen, para seguir la terminología y la argumentación de
Martín Plot (2019), y la carne de la carne del régimen como tal, sus limitaciones y
posibilidades, su plasticidad, a la luz de génesis, en el sentido fenomenológico del
término, histórica de su momento fundacional).
II. 1983. La ruptura democrática y la apertura de un espacio público deliberativo
Retomemos entonces, y en primer término, esta triple importancia que, como dije,
reviste la incorporación de la dimensión deliberativa, y eminentemente plural, que el
régimen nacido en 1983 hace posible y, sobre todo, su centralidad para pensar la
profundidad de la ruptura democrática que con ella, al mismo tiempo, se produce. Como
bien sabemos, a partir de la restitución de la Constitución Nacional y del fin de la última
dictadura militar se recuperan al menos dos aristas decisivas de las libertades públicas
que, por diferentes motivos, la recuperación parcial de la democracia vía la recuperación
de la constitucionalidad de los gobiernos anteriores a la década del ochenta (los del propio
Perón, Frondizi, Illia, etc.) no pudieron desplegar en todas sus aristas: la libertad de
expresión en el propio espacio público-político, institucional (cercenada y lesionada
sensiblemente durante los primeros dos gobiernos peronistas, sobre todo, vía la censura
y la persecución de los dirigentes opositores a estos últimos) y la libertad política, va de
suyo, a través del levantamiento de la proscripción y la prohibición de participar en las
elecciones que pesó para el peronismo durante casi dos décadas. Está claro, no obstante,
que ni el restablecimiento pleno de la competencia electoral, por un lado, y de la libertad
de expresión, por el otro, agotan, desde mi punto de vista, el clivaje o la ruptura
democrática, su profundidad y su densidad específica que en 1983, insisto, se realiza. En
efecto, y como mencionaba más arriba, la institución de la dimensión estrictamente
deliberativa y plural del régimen, lo que siguiendo a Merleau-Ponty es posible llamar su
reversibilidad, la reversibilidad de su materia eminentemente amorfa y plástica, esto es
reversible, se expresa en la apertura de este último para ser capaz de deliberar a propósito
del universo expresivo que lo funda, o que lo funda en el mismo momento en que se lo
está discutiendo, en el que este se vuelve objeto, en síntesis, de la deliberación pública en
los diferentes espacios, ya sea institucionales o políticos, de la sociedad civil o del espacio
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público. Como anticipaba, este universo expresivo es el que emerge con la tradición, su
reapropiación y reinterpretación singular e histórica, de los derechos humanos en la
Argentina contemporánea, es decir, y en primer nivel, con la denuncia a las violaciones
de los derechos humanos acaecidas durante el terrorismo de Estado, bajo la forma de la
tortura y la represión ilegal y clandestina. En este sentido, ya desde el inicio mismo de la
campaña electoral de las elecciones del 83, y algunos años antes de la institución
propiamente dicha del régimen, esta emergencia ya se palpaba nítidamente en el discurso
público y político de la época. No sólo a través del posicionamiento de los propios
candidatos con respecto a la penalidad de dichas violaciones, posicionamiento que adopta
una centralidad inédita en la campaña, sino fundamental y principalmente a partir de la
mayor visibilidad, con el deterioro paulatino pero consistente de la última dictadura
militar, cuyo punto cumbre se encuentra en la derrota de la Argentina en la guerra de
Malvinas. En efecto, y como destaca y desarrolla largamente Marina Franco (X) en su
trabajo reciente El final del silencio, la gestación del discurso de los derechos humanos
como expresión política en las tradiciones políticas argentinas se extiende no sólo durante
los años anteriores a la caída del gobierno militar sino, principalmente, en los años
sucesivos a la asunción de Alfonsín como presidente en un contexto, asimismo, para nada
exento de conflictos, de tensiones y de marchas y contramarchas (lo que en buena medida,
por otro lado, desarma la visión generalizada en los estudios de la transición argentina
sobre el carácter meramente transicional y de acuerdos que marcaron el proceso de
fundación de nuestra democracia contemporánea). Esta última consideración histórica
que, insisto, Marina Franco desarrolla lúcidamente en su reciente investigación, histórica
justamente, es la mejor ilustración de esta reversibilidad de la carne de la carne de la
nueva sociedad, la democrática, que se inaugura por aquellos años en nuestro país: la
expresión política que con esta última nacía, la tradición político-democrática de los
derechos humanos, veía dibujarse, se veía dibujar y se dibujaba, se trazaba y se inscribía
como pliegue histórico de una Stifung mucho más amplia que la que hace lugar, la que
surge, en torno a los desaparecidos aunque al mismo tiempo anclada en estos últimos,
como universo expresivo, como la torsión singular y particular, en consecuencia, del
régimen político en vías de instituirse. En vías de instituirse, en este sentido, porque es la
economía de su propia apertura la que marca el pulso y el ritmo, el contenido y la forma,
de esa institución y de su maleabilidad y plasticidad intrínseca. Para decirlo en términos
estrictamente fenomenológicos: al mismo tiempo que la emergencia y la irrupción de los
derechos humanos trazaba el universo expresivo que contorneará los horizontes y los
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puntos de fuga del nuevo régimen, ese universo expresivo se inscribía reflexivamente en
aquello que le daba su contenido y su forma, su carne o su carnalidad específica.
Distintas escenas deliberativas son, en efecto, las que condensan esta reflexividad,
este carácter reversible que acoge el régimen naciente. Como decía más arriba, ella se
pone de relieve, en primer lugar, en la emergencia de los derechos humanos como
expresión política inédita en Argentina y en la consiguiente revisión del pasado reciente,
esto es en la deliberación, justamente, a propósito de las violaciones a aquellos derechos
y de su estatuto penal y jurídico. La campaña electoral, insisto, es en este sentido, y sin
dudas, una de las primeras de estas escenas que pliegan al régimen sobre mismo, o
quizás la primera de ellas, en la medida en que reviste particular relevancia en lo relativo
a la puesta en escena, en palabras de Lefort (2001), en el discurso público de aquellas
violaciones y de su lugar penal, jurídico, insisto, pero también político. Sobre todo y
particularmente a partir de la sanción del decreto / Ley de Pacificación Nacional
impulsado por la dictadura, en septiembre de 1983, que “obligó a los diferentes
candidatos a adoptar o asumir un posicionamiento público frente a la autoamnistía que,
vía aquella Ley, el gobierno militar se daba a sí mismo para los crímenes cometidos en el
marco del terrorismo de Estado. No obstante, está claro que esta última no fue, de ningún
modo, la escena deliberativa que mejor expresa esta reversibilidad de la democracia
emergente. Sin dudas, el laborioso y complejo proceso jurídico, político e institucional
que deriva en el Juicio a las Juntas, incluido, desde luego, el propio Juicio, constituye su
expresión más acabada y directa. Este proceso que, de hecho, conlleva la reforma del
código militar y, sobre todo y fundamentalmente, la derogación de la Ley mencionada, a
través de amplias mayorías en el Congreso y por medio de la declaración de la misma
como “insanablemente nula”, una fundamentación jurídica que, como se desprende de la
reflexión de su autor intelectual, Carlos Nino (2017), trasciende ampliamente el ámbito
jurídico y toca y hace a la condición reversible de la democracia argentina contemporánea
en la medida en que, insisto, despeja el camino para la revisión del pasado criminal de la
dictadura, la reinterpretación de los derechos de las víctimas de la represión ilegal y
clandestina a la luz de los derechos humanos y, al mismo tiempo, pone fin a la denominada
doctrina de facto inaugurada por la Corte Suprema de Justicia en septiembre de 1930 con
la acordada que, de allí en adelante, legitima los golpes de Estado que marcaron la vida
política de Argentina durante casi todo el siglo XX (incluyendo, desde luego, el que la
precipita, el primero de ellos: el golpe de Uriburu, y el último: el de la Junta militar
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integrada por Videla, Agosti y Massera). El Juicio llevado adelante durante el transcurso
de 1985, a sólo dos años de la elección de Alfonsín como Presidente, cuya promesa de
campaña había sido, precisamente, su concreción una vez electo, actúa o tiene
resonancias, por ende, muchos más allá del ámbito estrictamente institucional y jurídico.
La clave de este proceso, que como señalaré enseguida aún no se termina ya que la
interpretación o reinterpretación de los delitos de lesa humanidad, por su condición penal
excepcional, y desde el 94 con rango constitucional e incluidos en el derecho
internacional, como delitos a los derechos humanos (y por lo tanto imprescriptibles), está,
como decía, en el movimiento reflexivo que el mismo involucra: la revisión de los
crímenes del terrorismo de Estado, es decir del pasado reciente para la reparación del
daño que este último produce, todavía, en el presente (y cuyas víctimas no sólo son,
insisto, los desaparecidos sino al mismo tiempo la comunidad política y el cuerpo social
en su conjunto), se realiza a la luz de un universo expresivo y jurídico-político, el de los
derechos humanos, que al mismo tiempo que toma forma, que está naciendo y adopta un
relieve histórico específico (“los derechos de los desaparecidos, justamente), se vuelve
carne, horizonte de posibilidades e imposibilidades (discusivas, institucionales, etc.) del
propio régimen. No sólo porque, evidentemente, el pliegue de este último sobre mismo,
su reflexividad, es posible en virtud de la apertura a la revisión de los crímenes del pasado
por medio de la instancia jurídica, lo que, en efecto, pone a dicho régimen “frente a
mismo actuando al mismo tiempo como “interpretación del pasado y como
“fundamento jurídico-político “a futuro”, sino porque, en rigor, este fundamento es
mucho menos un fundamento, en la medida que permanece abierto a su reinterpretación
constante, y mucho más un universo capaz de delimitar un conjunto de decibles e
indecibles, siempre pasible de redibujarse y reinscribirse como expresión del régimen. En
este sentido, los diferentes momentos que, durante los últimos 40 años, involucraron la
puesta en deliberación (ya sea vía el poder legislativo, como la sanción de las leyes de
obediencia debida y punto final en el gobierno de Alfonsín, luego derogadas durante el
gobierno de Néstor Kirchner, así como los debates legislativos en torno a la derogación
de los indultos, la reapertura de los juicios vía el poder judicial, a partir del 2006, como
así también las marchas de la sociedad civil en torno a la aplicación del 2x1 para los
condenados por delitos de Lesa Humanidad, y la sanción, posteriormente, de las leyes
que impidieron su puesta en práctica luego de dichas marchas, etc.) dan cuenta de esta
reflexividad o reversibilidad de la democracia argentina contemporánea, y por ende de la
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plasticidad, la maleabilidad, del ordenamiento jurídico político que le da su volumen o
densidad específica.
En segundo lugar, decía, aquella dimensión deliberativa y plural que la ruptura
democrática del régimen nacido en 1983 hace posible está estrictamente relacionada con
lo que antes describía como la economía, la génesis, que explica la proliferación de
nuevos derechos ciudadanos, surgidos “del señodel propio universo que inauguran los
derechos humanos y que no están, estrictamente hablando, vinculados al reconocimiento
de los derechos que resultan de los crímenes cometidos por el terrorismo de Estado. Esta
economía o génesis que, insisto, hace posible el horizonte de los derechos humanos se
contrapone, particular y especialmente, a la economía o génesis de institución de nuevos
derechos de la expresión populista, el peronismo clásico, de la política argentina. En este
sentido, y como adelanté en buena medida más arriba, los derechos humanos expresan, al
mismo tiempo que los derechos de las víctimas de la represión clandestina, los
desaparecidos, la nueva generación de derechos que a partir de estos surgen desde la
propia sociedad civil, o de la articulación de esta con los mecanismos institucionales de
la democracia naciente. Desde la Ley de divorcio vincular impulsada por el propio
gobierno de Alfonsín, pasando por la fallida sanción de la Ley sobre la libertad sindical
(conocida como “la Ley Mucci”), hasta la última generación de leyes surgidas en las
últimas décadas (la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, la Ley de matrimonio
igualitario, etc.). Está claro, no obstante, que no todas estas leyes fueron movilizadas por
los actores de la sociedad civil, que en muchos casos, en efecto, se trata de normativas
presentadas por el Ejecutivo, pero todas ellas, y esto es lo que resulta decisivo en este
punto, son producto de la nueva articulación entre Estado y sociedad civil que los
derechos humanos como universo expresivo que le da su carnalidad específica al nuevo
régimen, permite. Esta nueva articulación entre Estado y sociedad civil no sólo está
vinculada, como decía anteriormente, a la expansión de las libertades públicas (el
levantamiento de la proscripción del peronismo, el fin de la violencia y declive final de
la persecución política y la represión ilegal y clandestina), sino justamente a la
inauguración de espacios, tanto institucionales como político-públicos, plurales, capaces
de acoger, por ende, el conflicto político en el marco de la convivencia democrática.
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III. 1983. Un dique en aguas turbulentas
12
Quisiera, por último, referirme a la distinción, a todas luces fundamental, entre el
momento de fundación del gimen político nacido en 1983, su carnalidad temporal o
transitoria, digamos, y la carnalidad del régimen en mismo, los pliegues o torsiones
que lo constituyen como un régimen político singular, como un estilo de democracia
específica, esto es el estilo, la torsión o el pliegue contemporáneo propio de la democracia
argentina. Varios puntos resultan, en este punto, decisivos. En primer lugar, dicho
momento de fundación, al que muy esquemáticamente podríamos denominar como el
período fundacional o, mejor aún, como la génesis de la democracia contemporánea
argentina, remite, de hecho, a algunos años antes de la asunción del propio gobierno de
Alfonsín, e incluso se extiende un poco más allá de este. Si bien es cierto que el traspaso
institucional entre la dictadura militar y el gobierno constitucional, en diciembre de 1983,
es el clivaje, institucional, justamente, fundamental entre el régimen de facto y el régimen
democrático que con la crisis y ocaso final de aquel emerge, es precisamente a partir de
esta crisis y ocaso final de la dictadura que es posible identificar el inicio de ese momento
o período fundacional. En este sentido, el comienzo y la fallida incursión bélica en 1982
por parte de la Junta Militar para recuperar las Islas Malvinas precipita ese comienzo o
inicio. Ya a partir de los primeros años de la década del 80 la dictadura militar comenzaba
a mostrar rasgos de debilidad y fragilidad de todo tipo (desde conflictos internos entre los
diferentes sectores del gobierno, hasta una creciente visibilización de las violaciones a los
Derechos Humanos). En efecto, esta mayor visibilidad en la esfera pública de los
crímenes cometidos por la represión militar, que tuvo desde luego como principales
impulsores a los organismos y organizaciones de Derechos Humanos, junto con las
agrupaciones de los familiares de las ctimas del terrorismo de Estado, estuvo vinculada
al lento pero persistente desplazamiento que el discurso sobre estos fue adoptando,
logrando una mayor adherencia en distintos sectores de la sociedad civil no estrictamente
relacionados con los crímenes de Estado. Desde los medios de comunicación hasta su
extensión algo más generalizada hacia las distintas esferas de la esfera pública. Esto
último es, sin ir más lejos, lo que lúcidamente señalan, en sus ensayos clásicos, Isidoro
Cheresky (1999) y, más recientemente, las investigaciones de Marina Franco (2018): la
irrupción del discurso, o en nuestras palabras, de la expresión político-democrática de los
12
Como haré notar en breve, tomo prestada la expresión que encabeza este apartado, y reelaboro
su sentido para el caso argentino, del brillante libro de Cristian Acosta Olaya (2022) sobre el
gaitanismo.
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derechos humanos en Argentina no se produce, ni mucho menos, de forma abrupta o
acontecimental (en el sentido badiousiano del término). Muy por el contrario, su génesis
se encuentra, desde luego, en las organizaciones de Derechos Humanos y de las víctimas
del terrorismo de Estado y luego, lentamente, comienza a impregnar la atención del debate
público hasta incidir sobre él de modo gravitante. En efecto, ambos destacan que su
emergencia y, en nuestros términos, su carácter carnal (esto es el proceso por el cual dicha
expresión se hace carne de lo social, o de la sociedad argentina de la época, es decir su
estilo o torsión singular o contemporánea) se extiende hasta el propio Juicio a las Juntas
13
.
Asimismo, este momento fundacional o período de fundación se caracteriza, tal
como lo deja expuesto el propio Alfonsín en varios pasajes de su discurso de asunción en
la Asamblea Legislativa, por la reactivación de dos de los grandes principios de los
horizontes expresivos que alimentaron dos de las grandes tradiciones o expresiones
políticas del siglo XX en Argentina: el de la justicia social, cuyas raíces se encuentran en
la tradición populista del peronismo clásico, y el de la libertad política, cuyos
antecedentes se remontan a varias décadas antes de este último: el radicalismo de
principios del siglo XX y, desde luego, la tradición liberal de la generación de 1938
(Alberdi y Sarmiento, fundamentalmente). En este sentido, los pliegues o torsiones de los
que está hecha la carne de la carne de lo social del período o momento fundacional del
régimen político contemporáneo en Argentina son aquellos que, como bien describe y
desarrolla Martín Plot (2019) en varios de sus trabajos, es posible sintetizar bajo el
universo expresivo que evocan los conceptos de democracia política (cuyo origen, insisto,
se encuentra en el valor de la libertad política que enarbola el radicalismo de principios
del siglo XX, con la Revolución del Parque como bandera histórica) y de democracia
social (fuertemente identificado con el proceso histórico de expansión de derechos que
encarnó el peronismo clásico). De allí, justamente, que la frase célebre que el expresidente
radical pronuncia en diciembre de 1983, y que evocamos al inicio del texto, esté
conformada por dos partes igualmente decisivas: con la democracia no sólo se vota, sino
que se come, se cura y se educa. Esta última parte, en efecto, resume, o mejor aún expresa,
lúcidamente esta convergencia entre democracia social y democracia política que el
13
Por ende, y como es posible deducir de lo que acabamos de decir, de ningún modo el período
fundacional, e incluso lo que en breve distinguiré como los momentos sucesivos a dicho período
o momento, se reducen necesariamente a los períodos constitucionales de los presidentes de turno.
En el caso del momento fundacional, este extiende un poco más atrás del gobierno de Alfonsín y,
desde nuestro punto de vista, hasta los primeros años del gobierno de Menem.
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universo expresivo del momento fundacional del régimen, de su período de fundación,
convoca. Desde luego que, en ambos casos, se trata de un estilo de convergencia, de una
fisonomía carnal que sólo, y únicamente, pudo haber tenido lugar, y tuvo su relieve
específico, a partir de su contraste con el horizonte que trazó la expresión de la política
argentina estrictamente contemporánea, emergente del propio período de fundación: la de
los derechos humanos. Es por ello, y como anticipamos anteriormente, que esta
convergencia o reactivación de la democracia social y política como carne de la carne del
momento de fundación de la democracia contemporánea en nuestro país no puede sino
entenderse en su estricta novedad y carácter acontecimental, a pesar de las evidentes
continuidades que mencionamos con las expresiones políticas anteriores, es decir, y al
mismo tiempo pero fundamentalmente, en su carácter rupturista con ellas: tanto en lo
relativo a la génesis de la institución o expansión de derechos (esto es en su carácter
rupturista en relación con la tradición populista que encarna el peronismo clásico) y, por
otro lado, en lo relativo a los estilos de encarnación violentos que los universos expresivos
de la libertad y de la propia justicia social reactivaron: la tradición liberal autoritaria del
golpismo, en el primer caso, y la tradición revolucionaria del peronismo, en el segundo
caso. En efecto, y como resulta evidente, los momentos o períodos que describen o, mejor
aún, con(figuran) nuestra democracia nacida en el 83 no se reducen, de ningún modo, a
su período o momento fundacional. A este primer momento, por ende, de fundación u de
génesis del régimen, cuya carnalidad específica, pliegue o torsión singular está dado por
la confluencia que el impulso alfonsinista le da a nuestra democracia de principios de la
década del 80, la confluencia entre democracia política y social, justicia social y libertad
política, le siguen distintos períodos que pliegan o torsionan al régimen político argentino
dándole un estilo o una expresión distinta. En este sentido, y sólo para mencionarlo a
título ilustrativo, es posible señalar el período que va desde los indultos de Menem a hasta
el fin de la convertibilidad como el momento más liberal-económico, mas
mercadocentradista de nuestra democracia, con un fuerte énfasis en la consolidación de
la democracia política en menosprecio, si se quiere, de la democracia social, por caso, el
primer período del kirchnerismo (2003-2008) como aquel cuya vocación es,
precisamente, la de reactivar la expresión carnal del momento fundacional, etc.
Un último punto resulta, no obstante, decisivo: la diferenciación o distinción,
decía más arriba, entre los momentos o períodos que hacen al proceso sincrónico,
sucesivo, de composición, cambios y de transformación de la carne de la carne de la
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sociedad democrática argentina de los últimos 40 años, entre los que se encuentra, desde
luego, el propio momento fundacional, el período de su génesis, y, por otro lado, el
universo expresivo, el proceso diacrónico a través del cual aquellos diferentes momentos,
torsiones o pliegues de la democracia contemporánea en Argentina contrastan con
aquellos que emergen como nuevos y que le dan vida a los diferentes períodos o
momentos al interior de la temporalidad de esta última. Varias cuestiones se presentan,
para comprender cabalmente esta distinción y, sobre todo, sus efectos, centrales. En
primer lugar, ella nos habla, describe, el fondo, como diría Merleau-Ponty, sobre el cual
toda figura estilística nueva de la democracia (en este caso argentina, va de suyo), esto es
todo momento o pliegue nuevo de esta no puede, no pudo, sino ser posible en virtud de
ese contraste. En este sentido, el universo expresivo que organiza y dibuja la apropiación
singular e histórica de la tradición de los derechos humanos en nuestro país, que es,
asimismo, la figura, la expresión que toma su relieve, sus contornos específicos e
históricos en Argentina a partir del fondo de la expresión o tradición francesa de los
Derechos Humanos, actúa, para recuperar esa bella frase de Cristian Olaya (2022) sobre
el gaitanismo en Colombia, cada vez y en cada período o momento, también como su
dique, como nuestro dique en aguas turbulentas. Como fondo, por ende, le da el relieve,
la textura y la carnalidad singular del nuevo momento o período que se está constituyendo,
pero, a su vez, en tiempos de aguas turbulentas, insisto, (como es el caso, en efecto, de la
coyuntura actual con la emergencia del “libertarianismo liberal de Milei”), permite un
mínimo de equilibrio democrático entre los universos expresivo en pugna, conteniéndolos
en las fronteras perceptivas y expresivas de la democracia. Esto último, decía también
más arriba, es la segunda cuestión central ya que permite comprender en toda su
dimensión la profundidad, pero también los límites, de la reversibilidad del régimen
político nacido en 1983. Si, como sostuve, en buena medida la ruptura democrática que
significó el advenimiento de este último en relación con los regímenes de las décadas
anteriores, y sobre todo con las tradiciones y expresiones políticas previas,
fundamentalmente el populismo del peronismo clásico, el golpismo de la expresión
liberal autoritaria de la política argentina, y la expresión revolucionaria del peronismo,
produjo la emergencia de un régimen reversible, sobrerreflexivo, capaz de interpretar y
reinterpretar sus principios organizadores, el universo que lo hizo posible, en virtud, desde
luego, de la potencia expresiva, de la apertura radical que le da su estilo general
específico, al mismo tiempo esa reversibilidad, esa sobrerreflexión, nunca es completa,
totalmente reversible. Nada, en rigor, es completa o totalmente reversible. La carne de la
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que estamos hechos como individuos, el mundo que es carne de esa carne, y la carnalidad,
el estilo, que adopta esa carne bajo la forma de las sociedades democráticas
contemporáneas, como regímenes políticos, nunca son, porque nunca podrían serlo sino
a costa de romperse, de quebrarse, o de dejar de ser carne para convertirse en cuerpo, en
encarnación de un individuo o colectivo, o en simple unidad indivisible.
De allí, decía más arriba, la importancia y la centralidad de la distinción entre
momentos o períodos, estilos o pliegues que conforman el novedoso pero consistente
proceso que se abre con la institución del régimen político de 1983, esto es sus estilos de
ser carne en los últimos 40 años, y el universo, digamos para decirlo ahora con Derrida
(1997), espectral que actúa como fondo, como huella o como espectro, justamente, que si
bien está siempre y permanece siempre abierto a su reinterpretación, a su disputa y a su
reinvención, esa apertura o capacidad de reinterpretación, su potencia expresiva, su
reflexividad, y por ende su reversibilidad, poseen límites o fronteras que, desde este punto
de vista, no pueden pasarse sino a costa de, justamente, quebrar o poner en crisis el
régimen como tal. En este sentido resulta decisivo comprender, una vez más, la génesis
estrictamente histórica, la singularidad y la especificidad de la economía expresiva que
hace a la ruptura democrática de la década del ochenta. En primer lugar, y como vimos,
esa economía, y esa ruptura, está íntimamente ligada al desanudamiento entre el derecho
y el poder que, tanto bajo el estilo de la encarnación liberal autoritaria del golpismo o de
la subjetividad revolucionaria del peronismo, o con menor intensidad al estilo
semiencarnador del poder del populismo peronista clásico, hicieron posible. La
gravitación de los derechos humanos, y de su universo expresivo, como también vimos,
es en esa ruptura también decisiva: puesto que ella misma tuvo lugar a partir de un
contexto histórico y específico, o mejor aún de un hecho o acontecimiento histórico
situado y preciso: la tragedia política que fue el terrorismo de Estado de la última
dictadura, es decir a partir de la figura de las víctimas de la represión ilegal y clandestina:
los desaparecidos. La plasticidad, la reversibilidad, para decirlo de otro modo, de la
democracia contemporánea argentina encuentra allí, por ende, “su límite”. Si el fondo
espectral del universo expresivo de los derechos humanos, dicho de otro modo, sigue
actuando hasta nuestros días como el horizonte que delinea las nuevas figuras de los
momentos o períodos, estilos o pliegues, de nuestra democracia, es justamente a partir de
ese otro contraste que delinea la tradición de los derechos humanos en general, aquella
que emerge de los albores de la Revolución Francesa, en contraste, nuevamente, con la
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nuestra, con nuestra tragedia política, con la violación de los derechos humanos de los
desaparecidos. Dos ejemplos ilustran, en este sentido, muy bien esto: a pesar de la radical
discontinuidad jurídica que los indultos de Menem, de diversa índole y para diferentes
actores de la cada del 70 (desde lo propios militares integrantes de la Junta, enjuiciados
y condenados en el Juicio a las Juntas, hasta los líderes de las organizaciones armadas,
como es el caso de Firmenich), parecían tener con respecto al propio régimen, el universo
expresivo de los derechos humanos siguió ejerciendo sus efectos como fondo espectral:
el perdón de la pena por las violaciones a dichos derechos no negaba la existencia de
estas violaciones, sino que las reinterpretaba a la luz de una mirada distinta del pasado
(más o menos justa, más o menos proclive a la impunidad. etc.). Lo mismo sucede, aunque
de modo inverso, con el último intento por parte de la Corte Suprema de Justicia, en 2017,
de beneficiar a los represores con la denominada Ley del 2x1: ese intento suponía, más
que reinterpretar, simplemente borrar o comenzar a deshacer ese fondo a partir de la
igualación entre los delitos comunes y los delitos de Lesa Humanidad. Lo que llevó, en
efecto, a diferentes actores de la sociedad civil a realizar sucesivas marchas en su contra,
y al rechazo unánime del arco político vía la sanción de dos leyes en ambas Cámaras que
impidieron esa equiparación, apoyándose, de hecho, en los avances y la ampliación que
el universo de los derechos humanos había logrado en los últimos años, es decir ya en
democracia (con la incorporación, por ejemplo, a la Constitución Nacional, en la reforma
del 94, de los tratados internacionales sobre los derechos humanos, otorgándoles así su
mayor rango jurídico: el rango de derechos constitucionales).
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