Resistencias N° 1, Vol 1, Jun./ 2023- Nov./2023
Sebastián Reynaldo Giménez
El populismo bajo la signatura de la tragedia. Reflexiones sobre
autoridad e irrupción popular en las interpretaciones del peronismo y
el yrigoyenismo
Artículo recibido: 16 de agosto de 2023
Publicado: 27 de octubre de 2023
Sebastián R. Giménez
Escuela Interdisciplinaria de Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín /
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas / Universidad Nacional de
La Plata, Argentina.
sebasgim82@gmail.com
Resumen
El artículo se propone analizar diferentes interpretaciones sobre las dos experiencias
populistas consideradas clásicas de Argentina en el siglo XX, el yrigoyenismo y el
peronismo. Se trata de tres intervenciones señeras de nuestras ciencias sociales,
elaboradas en los años 1980 y 1990 por Juan Carlos Torre, Emilio de Ípola y Tulio
Halperín Donghi. En el artículo, nos interesa explorar la hipótesis de que en estas
intervenciones actúa un patrón de razonamiento análogo, al que caracterizamos como
trágico, en tanto expone un conflicto entre acción, intenciones y resultado de la acción.
Cuando estos autores reconstruyen las experiencias populistas trazan un arco narrativo a
resultas del cual habría primero una instancia de movilización popular motivada por la
voluntad de participación, seguida de un momento en que esa emancipación parece
alcanzarse, y un final en el que el proceso se resuelve en la instauración de una nueva
dominación, más gravosa que la vigente en el pasado. El artículo reconstruye
específicamente cómo esta secuencia narrativa es presentada en cada uno de los autores
mencionados. Y luego, en las conclusiones, explora cuáles son las consecuencias teóricas
que subyacen a este modo de abordar las experiencias populistas.
Palabras clave: Identidades políticas, populismo, Argentina, Yrigoyenismo, Peronismo
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Sebastián Reynaldo Giménez
Abstract
Populism under the signature of tragedy. Reflections on authority and popular
emergence in the interpretations of Peronism and Yrigoyenism.
This article sets out to analyse different interpretations of the two populist experiences
considered classic in Argentina in the twentieth century, Yrigoyenism and Peronism.
These are three landmark interventions of our social sciences, elaborated in the 1980s and
1990s by Juan Carlos Torre, Emilio de Ípola and Tulio Halperín Donghi. We are
interested in exploring the hypothesis that an analogous pattern of reasoning is at work in
them, which we characterise as tragic, insofar as it exposes a conflict between action,
intentions and the result of the action. When these authors reconstruct populist
experiences, they trace a narrative arc in which there is first an instance of popular
mobilisation motivated by the will to participate, followed by a moment in which this
emancipation seems to be achieved, and an end in which the process is resolved in the
establishment of a new domination, more burdensome than the one in force in the past.
The article specifically reconstructs how this narrative sequence is presented in each of
the authors mentioned. And then, in the conclusions, it explores the theoretical
consequences that underlie this way of approaching populist experiences.
Keywords: Political Identities, Populism, Argentina, Yrigoyenism, Peronism
1. INTRODUCCIÓN
El surgimiento de las experiencias populistas suele vincularse a una ruptura. Esto
es, al fin de un determinado orden (político, económico y/o social), y al posterior
establecimiento de uno nuevo. Siempre, sin embargo, existe la propensión a debatir hasta
qué punto esa ruptura constituye una verdadera ruptura. Sobre los populismos tiende
perpetuamente a recaer la sospecha de que ellos todo lo modifican sin en rigor algo
modificar. El famoso dictum lampedusiano (“cambiar todo para que nada cambie”)
acecha así a los populismos desde sus mismos orígenes. Puede incluso pensarse, desde
esta perspectiva, que la idea gramsciana de transformismo, tantas veces aplicada a ellos,
no es sino una traducción teórica de aquélla sospecha ancestral.
Guiados por esa desconfianza, los críticos de los populismos se solazarán
descubriendo, en cada dimensión de la vida social que las experiencias populistas dicen
haber modificado hasta la raíz, una simple adecuación posibilista a las circunstancias o
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una mera continuidad de tendencias preexistentes. Del peronismo clásico, por caso, se
dirá que modificó progresivamente la distribución del ingreso, pero que no modificó la
estructura de la propiedad. Se señalará que el accionar de Eva supuso una redefinición
del papel de la mujer en la vida pública, pero que esa modificación fue limitada en tanto
no rompió con los estereotipos de género tradicionales. En lo referido a lo político, se
advertirá que, si bien posibilitó la integración de los trabajadores a la vida pública, esa
experiencia constituyó sólo un “Ersatz” de participación.
Es sobre esta última dimensión que en este trabajo queremos reflexionar. La idea
de Ersatz de participación, como es sabido, fue propuesta por Gino Germani en su
emblemático artículo titulado de 1956.
1
Germani introdujo este concepto en el marco de
una contraposición entre democracia y totalitarismo. Mientras que la primera, afirmaba,
se funda en “una participación genuina”, el segundo “crea la ilusión en las masas de que
ahora son ellas el elemento decisivo, el sujeto activo, en la dirección de la cosa pública”
(1965, p. 335). El Ersatz de participación constituiría así un mecanismo de “engaño y
neutralización” (1965, p. 335). Germani, ciertamente, no dejaba de reconocer que la
integración de las masas llevada a cabo por el peronismo había sido diferente a las del
fascismo y el nazismo. Mientras en estos últimos dos casos no hubo “una defensa realista
de los intereses” de los sectores por ellos movilizados (las clases medias), el peronismo
había asegurado para los trabajadores ciertos derechos en el ámbito inmediato del
trabajo”, lo cual significó una “liberación parcial de sus sentimientos de inferioridad”
(1965, p. 342). El peronismo propició, en esta medida, una “experiencia de liberación”,
la cual estuvo estrechamente asociada a una experiencia de igualación -los trabajadores,
señalaba Germani, vivenciaron con el peronismo por primera vez “una afirmación de
mismo como un ser igual a todos los demás” (1965, p. 345). Esta igualación fue sin
embargo para Germani acotada: quedó confinada al ámbito del trabajo, y, en tanto no se
canalizó por los mecanismos democráticos, no propició una participación genuina, sino
sólo un sustituto de ella.
En el razonamiento de Germani actúa, creemos, una arraigada idea de los
mecanismos de igualación y desigualación que las experiencias nacional-populares ponen
1
El trabajo al que nos referimos, “La integración de las masas a la vida política y el totalitarismo”,
fue originalmente publicado en la revista Cursos y Conferencias. Más tarde, Germani incluyó el
trabajo en su libro Política y sociedad en una época de transición (1965). De aquí extraemos las
citas que siguen.
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en movimiento. En la medida en que integran -igualando- a las masas, los populismos
producen una democratización. Sin embargo, el hecho de que esa integración se resuelva
en un sustituto de participación, habla de la paralela creación, junto con la igualación de
las masas, de un polo de autoridad nuevo, que introduce, en el seno del orden igualitario
creado por la irrupción popular, un efecto desigualitario, el cual terminaría por
prevalecer, haciendo del populismo una experiencia de dominación y subordinación de
las masas.
La categoría de Ersatz de participación condensa estos múltiples sentidos.
Portadora de una fuerte carga polémica, la categoría no fue recuperada, ni por el mismo
Germani en sus reflexiones posteriores a 1956, ni por quienes luego reflexionaron en su
estela sobre los populismos. Pero (y esta es la hipótesis principal del presente trabajo) si
el concepto de Ersatz de participación fue abandonado, junto con él no se arrojaron por
la borda los presupuestos que lo sustentaban. En particular, nos interesa destacar la larga
persistencia de la idea de que los populismos traen consigo una igualdad política que es
creadora de una nueva desigualdad política; esta última terminaría por prevalecer, al
punto de ensombrecer, desvirtuar y ocluir aquella igualdad. La nueva autoridad sería pues,
siempre que de populismos se habla, autoritaria.
En este artículo nos interesa mostrar cómo diferentes interpretaciones sobre los
procesos populistas iteran este modo de argumentación. Tomaremos en cuenta tres
intervenciones señeras: las de Juan Carlos Torre y Emilio de Ípola sobre el peronismo, y
la de Tulio Halperín Donghi sobre el yrigoyenismo. Veremos cómo en todas ellas actúa
un patrón de razonamiento análogo, al que caracterizamos como trágico, en tanto expone
un conflicto entre acción, intenciones y resultado de la acción.
2
Cuando estos autores
reconstruyen las experiencias populistas trazan un arco narrativo a resultas del cual habría
primero una instancia de movilización popular motivada por la voluntad de participación,
seguida de un momento en que esa emancipación parece alcanzarse, y un final en el que
el proceso se resuelve en la instauración de una nueva dominación, más gravosa que la
vigente en el pasado. El punto problemático está situado entonces, en todos los casos, en
la autoridad nueva que emerge cuando se produce la irrupción popular. Ciertamente, el
proceso de ruptura y erección de una autoridad nueva no se conceptualiza del mismo
modo en los distintos autores aquí tomados como objeto de nuestro análisis. Abordaremos
2
Tomamos esta caracterización de lo trágico de Eduardo Rinesi (2003) y de Ramón Ramos Torre
(2018).
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en este artículo, entonces, las especificidades y particularidades con las que Torre, de
Ípola y Halperín Donghi, respectivamente, exploraron los procesos populistas, pero
también queremos interrogarnos si, más allá de esas diferencias, no existe algo común en
la explicación que ellos ofrecieron de dichos fenómenos. Finalmente, en las conclusiones,
exploraremos cuáles son las consecuencias teóricas que subyacen a este modo de abordar
las experiencias populistas.
2. Quiebra de la deferencia, restauración de la deferencia: Torre y el peronismo
Como ya adelantamos, nuestro punto de partida está dado por la historización y
teorización que Juan Carlos Torre esbozó sobre el peronismo. El concepto de deferencia,
y, más precisamente, de quiebra de la deferencia, resultará clave para nuestra
argumentación. Dicha categoría fue sobre todo trabajada por Torre en su artículo titulado
“Interpretando (una vez más) los orígenes del peronismo”.
3
Con plena justicia, este
trabajo se ganó tempranamente un lugar entre los estudios clásicos del peronismo. El
artículo se publicó originalmente en 1989, en la revista Desarrollo Económico. Como el
mismo autor ha contado (Torre, 1994, p. 206), esta intervención fue elaborada en conjunto
con su libro sobre la vieja guardia sindical y Perón (1989). Mientras en este trabajo de
más vasto alcance Torre expuso con mayor detalle la narración histórica de los
acontecimientos que dieron origen al peronismo, en su artículo de Desarrollo Económico
el autor buscó alejarse de la crónica histórica para privilegiar la argumentación analítica.
Esta se estructura, en “Interpretando…”, a partir de la referencia a distintos autores, entre
quienes sobresalen Gino Germani, Alain Touraine, Max Weber, E.P. Thompson y
Antonio Gramsci. Cuando Torre piensa la cuestión de la deferencia, lo hace entonces, por
un lado, dialogando con estos teóricos de la dominación y el poder, y, por otro lado,
teniendo en cuenta el proceso histórico argentino.
Respecto a esta última cuestión, es menester comenzar precisando cuándo es que
para Torre comenzó el proceso de resquebrajamiento de la deferencia en nuestro país. A
menudo se ha tendido a creer que, en su argumentación, fue el peronismo el que produjo
la quiebra de la deferencia. Sebastián Barros, por caso, en su excelente artículo sobre el
tema, entiende que para Torre la quiebra de la deferencia es “la transformación de la
3
Diversos comentarios se han realizado sobre la intervención de Torre. Si bien la mayoría de ellos
son elogiosos, existen también quienes han sugerido observaciones, críticas y objeciones a su
argumentación; entre estos últimos merecen destacarse las contribuciones de Julián Melo (2009),
Nicolás Azzolini (2018), Gerardo Aboy Carlés (2022) y Sebastián Barros (2016). De diferentes
modos, dialogaremos con estos trabajos en lo que sigue de nuestra exposición.
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distribución de los lugares sociales que provocó la aparición del peronismo en el orden
hegemónico vigente” (2016, p. 16, subr. nuestro).
Debe observarse, sin embargo, que Torre introdujo el concepto de quiebra de la
deferencia en el segundo apartado de su artículo, cuando hablaba de “la modernización
conservadora de los años treinta”. Torre vinculaba allí dicha quiebra al “aumento de las
expectativas que acompañan la marcha de la modernización” (1989, p. 531). Para Torre,
por lo tanto, la quiebra de la deferencia en Argentina no fue el resultado de la aparición
del peronismo. Antes bien, ella fue el efecto necesario de la modernización económica y
social. Esta comenzó a desplegarse, en su argumento, en los años 30, bajo el signo de los
gobiernos conservadores.
Creemos que esta precisión temporal es clave para captar de modo preciso la
teorización de Torre. En una de las escasas notas al pie que contiene el trabajo, Torre
define a la deferencia como
“[e]l acatamiento/subordinación/integración a un orden social y político
determinados. Este término es la contrapartida en el nivel de la conciencia de
los actores de los conceptos de autoridad tradicional en Max Weber y
hegemonía en A. Gramsci. E. P. Thompson ha examinado este aspecto de las
relaciones de dominación en ‘Patrician society, plebeian culture’. El primer
momento del proceso de movilización social en el esquema de Germani es,
precisamente, la quiebra de la deferencia, esto es, el fin de la aceptación del
lugar que en un sistema normativo o en un orden hegemónico tienen los
actores socialmente involucrados” (1989, p. 531).
Aquí queda claro, creemos, que la quiebra de la deferencia no constituye para
Torre tanto un punto de llegada como un punto de partida. Ella es, en efecto afirma
, el “primer momento del proceso de movilización social”. Resulta sumamente sugerente
que, cuando Torre realiza esta afirmación, sea a Germani a quien haga directa referencia.
Es a Germani, pues, a quien Torre sigue en este punto (y no a Thompson, como,
entre otros, ha sugerido Barros).
4
A la quiebra de la deferencia Torre la entiende
4
Quizá lo más apropiado sea decir que Torre toma la definición de deferencia de Thompson pero
la sitúa en el marco teórico germaniano, modificando así el sentido originario del concepto. Por
lo demás, merece señalarse que Germani utilizó el concepto de deferencia (y, más
específicamente, el de patrón deferencial), en su libro de 1978, Authoritarianism, Fascism, and
National Populism. Allí, Germani se servía de dicha categoría para dar cuenta de las
características distintivas de la clase media argentina, en comparación sobre todo con la italiana.
Decía Germani: in Argentina “the middle urban sectors (…) lacked the elitist cultural tradition
and the deference pattern always associated with subordinate classes” (1978, p. 230).
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primordialmente en el marco de la teoría de la modernización: se trataría para él de un
proceso primeramente social, objetivo, que tiene lugar siempre que se produce la
transición de la sociedad tradicional a la sociedad moderna. Cuando la sociedad
tradicional se diluye, se resquebrajan con ella los mecanismos de agregación social que
le son específicos. Entre ellos se encuentra la deferencia, a la cual Torre vincula con la
autoridad tradicional weberiana.
5
En Argentina, como mencionamos, el proceso de quiebra de la deferencia se inició
para Torre en los años treinta, cuando se produjo el fenómeno demográfico conocido
como “migraciones internas”, es decir, cuando los trabajadores abandonaron sus trabajos
(y sus moradas) rurales y se movilizaron hacia las ciudades y las industrias. Se insertaron
aquí en los modernos procesos de producción y de vida. La exposición a ámbitos regidos
por la autoridad moderna supuso el inevitable resquebrajamiento de los dispositivos de
la autoridad tradicional.
El peronismo, luego, aceleró la crisis de la deferencia y generalizó la movilización
social, llevándola más allá del terreno de la producción.
6
El movimiento liderado por
Perón se asocia así, en el argumento de Torre, a un cambio que trascurre más allá del
ámbito de la producción. Pero: ¿Qué es aquello que está más allá de la fábrica? En el
marco del pensamiento de Torre, aquello que trasciende la producción no puede ser sino:
la plaza. En un trabajo escrito previamente por Torre en colaboración con Silvia Sigal,
ambos señalaban:
“Mientras que en la tradición clásica, la fábrica operó como eje de agregación
social de la clase obrera, en América Latina fue la plaza pública, el lugar de
5
Torre, como se puede ver en la cita, liga la deferencia no sólo con la autoridad tradicional de
Weber sino también con el concepto gramsciano de hegemonía. Pero, nos podemos preguntar:
¿por qué analogar estos conceptos? ¿Resulta legítima la asimilación directa y automática de la
hegemonía con la autoridad tradicional? ¿Hasta qué punto, al proceder de este modo, Torre no
está pensando que la hegemonía es un vínculo de dominación que, por su carácter tradicional,
necesariamente debe ser dejado atrás por nuevos lazos libres y racionales? ¿No es este un modo
estrecho de entender la hegemonía? Lejos de ser algo secundario, creemos que esta simplificada
comprensión del concepto de hegemonía surte efectos decisivos en la argumentación de Torre.
Ella lo impele a buscar, fuera del marco gramsciano, la respuesta a la pregunta por la unificación
política. Torre insiste en que es Germani quien ha sabido pensar lo político en el peronismo. Se
priva así, de antemano, de explorar las potencialidades de la hegemonía para analizar lazos de
agregación social.
6
Afirma Torre: “Por los derechos que reconoce, por la influencia que otorga a quienes han estado
hasta entonces excluidos, el proyecto del estado trasciende el terreno de la producción para acelerar la
crisis de la deferencia que la vieja sociedad jerárquica acostumbraba a esperar de sus estratos más bajos”
(1989, p. 540). El peronismo, desde esta perspectiva, puede caracterizarse como un acelerador y un
generalizador de un proceso previo.
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la movilización por la integración política a través del Estado, la que unificó
a unas clases trabajadoras económicamente fragmentadas. Esta temprana
experiencia de unificación política terminó en los hechos siendo indisociable
de su identidad como clase; de allí que hablar de clase obrera sea, en rigor,
una abstracción frente al significado concreto, en términos políticos, que tiene
hablar de clase trabajadora liberal en Colombia o de clase trabajadora
peronista en Argentina, conceptos en los que la afirmación de la condición
obrera y la referencia a las condiciones heterónomas de su integración política
se encuentran estrechamente unidas.
La coyuntura populista por la que pasaron los diversos países de América
Latina entre los años treinta y cincuenta también marcó las características del
sindicalismo de masa en ese período. La activación política de las masas por
el Estado (…) fue paralela a la voluntad de prevenir la emergencia de bases
organizacionales, liderazgos y metas autónomas que, en el contexto de las
divisiones existentes a nivel de las clases dominantes, hubieran agudizado la
crisis política (Sigal y Torre, 1979, p. 145).
El argumento de los autores, como es visible, se estructura a partir de la
contraposición entre dos tradiciones o modelos, cada uno de ellos asociados a un lugar
de constitución de subjetividades. Por un lado, se encontraría la “tradición clásica-la
cual, se puede colegir, es la que corresponde a Inglaterra y los países más avanzados de
Europa continental-. En ella, la fábrica operó como locus exclusivo de unificación social
y política de los trabajadores. Allí la clase se formó enteramente en el terreno de la
producción (en el taller). El hecho de que fuera la industria la que, por sola, hubiera
actuado en el proceso de formación de la clase obrera, aseguró que no hubiera
interferencias en ese proceso. La clase trabajadora permaneció así, en Inglaterra y Europa
continental, libre autónoma de influencias provenientes del exterior.
En América Latina, en cambio, encontramos un modelo diferente, el cual sólo se
explica, para los autores, remitiendo a la “coyuntura populista” experimentada por los
países de la región entre las décadas del treinta y del cincuenta. La clase obrera no se
constituyó aquí en la fábrica (la cual careció de la suficiente fuerza como para posibilitar
que los sectores que en ella participaban devinieran en verdaderas clases sociales), sino
en la plaza pública.
Resulta clave, a este respecto, prestar atención al modo en que Torre y Sigal
conciben el espacio público de la plaza. Porque esta no es entendida como la polis en la
que los ciudadanos convergen en pie de igualdad. Ella es, por el contrario, para los
autores, “el lugar de la movilización por la integración política a través del Estado”. En
la plaza se materializa una igualdad que está desde sus cimientos sobredeterminada por
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una verticalidad que se le impone y la doblega. Dicho de otro modo: la plaza, en el
argumento de Torre y Sigal, incluye también, y sobre todo, a aquello que está frente a
ella: la Casa de Gobierno. Esta inevitablemente proyecta sus sombras sobre la plaza,
introduciendo una dimensión de verticalidad en la constitución del actor social que allí se
reúne.
Subrayar la importancia de la plaza pública implica entonces subrayar la presencia
del Estado en el proceso de formación de la clase obrera en América Latina. Y el Estado
interviene para “prevenir la emergencia de bases organizacionales, liderazgos y metas
autónomas”. Los populismos, en definitiva, producen, sí, una integración política, pero
es una integración heterónoma, vertical y asimétrica. La plaza sobredetermina a la fábrica,
y ello equivale a decir que el estado se impone, subordinando, a la sociedad. Los
populismos se caracterizan entonces, siguiendo este razonamiento, por un exceso de
plaza, de Estado y de política. Ese exceso se produce porque en América Latina existe un
déficit de fábrica, de sociedad y de clase.
Cuando Torre piensa en la plaza como el lugar de constitución de las clases
trabajadoras en América Latina, tiene presente, sobre todo, al peronismo, y, en particular,
al acontecimiento que marcó con su impronta todo el devenir de esta experiencia política:
la movilización de los trabajadores a la Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1945, en
reclamo por la libertad de Perón. Es imposible subestimar la extrema relevancia que tiene
este hecho en la conceptualización del autor. Ese día, en esa movilización, se formó para
él la clase obrera en Argentina.
Esto no quiere decir, desde luego, que Torre niegue los antecedentes. Él de hecho
subraya, como ya mencionamos, la importancia de la industrialización de los años 30, al
calor de la cual los trabajadores se formaron económica y socialmente. Políticamente, sin
embargo, los obreros se constituyeron recién el 17 de octubre
7
. Allí se produjo el pasaje
de la clase en a la clase para
8
. La quiebra de la deferencia, ya ocurrida en lo
7
Al separar la realidad en diferentes dimensiones (económica, social y política) y al subrayar la
primacía temporal pero también analítica de las dos primeras por sobre la tercera, Torre muestra
cuánto su planteo permanece apegado al marxismo economicista que considera que la base
(económica) determina la superestructura (política).
8
Aunque Torre no usa estas categorías (clase en sí, clase para sí), creemos que son ellas las que
estructuran su argumento. En las primeras secciones de su artículo, Torre afirma que en los años
30 tuvo lugar la formación objetiva de la clase obrera en la Argentina (la industrialización
produjo, señala, “la integración estructural y el ascenso objetivo del mundo del trabajo”). En 1945
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económico y lo social, ahora tuvo lugar en lo político, posibilitando la emergencia de una
nueva subjetividad. En sus palabras:
“Aquello que emerge en primer lugar de la movilización de masas del 17 de
octubre es una suerte de exorcismo colectivo, el acto de liberación por el cual
los trabajadores rompen con los antiguos lazos partidarios que caucionaban
sus lealtades (…) Si es verdad que el 17 de octubre se asiste al surgimiento
de una fuerza social políticamente nueva, por sobre las ruinas de la hegemonía
de los partidos tradicionales, no es menos cierto que esa fuerza nueva da sus
primeros pasos en defensa de Perón” (1989, p. 546).
El 17 de octubre los trabajadores rompen con los partidos tradicionales. En el
pasado, explica Torre, los sectores populares habían guardado estrechos vínculos con esos
partidos (en las zonas urbanas, el radicalismo había sabido fidelizar el electorado obrero
industrial, mientras que en las campañas tanto los radicales como los conservadores
supieron hacer lo propio con el proletariado rural). Había, pues, una fragmentación de las
lealtades subalternas, que impedía la conformación de una subjetividad trabajadora
unificada. El 17 de octubre esas antiguas lealtades se quiebran. Los trabajadores
convergen en la plaza y se reconocen como formando parte de un mismo colectivo,
diferente del resto de los actores sociales y políticos. Alcanzan así la unidad política. Se
completa, de este modo, el proceso de formación de la clase obrera en Argentina.
Ahora bien: hay algo, para Torre, estructuralmente fallido en este proceso de
formación clasista. El 17 de octubre es un acto de liberación, que se asemeja a un
exorcismo. Los trabajadores se sacuden el yugo de una pasada dominación. Adquieren
autoconsciencia. Pero la autoconsciencia es, en este caso, una alterconsciencia. Torre
deposita un especial énfasis en señalar que “la consigna que desencadena la movilización
de octubre [es] la libertad de Perón encarcelado” (1989, p. 546). Es, pues, “la referencia
a Perón [la que] actúa como un principio de unificación política de los trabajadores”
(1989, p. 528).
Es Perón, entonces, el nombre que aglutina a los trabajadores. Es su libertad las
que estos salen a reclamar. Y esto tiene, en la teorización de Torre, un efecto crucial:
cuando la clase obrera argentina alcanza el para , lo alcanza para otro. Estamos en
presencia de un para sí fallado (un sujeto barrado, podríamos decir con la jerga
(y, más precisamente, el 17 de octubre de ese año) la clase obrera se formó subjetivamente (se
unificó en torno a una misma identidad).
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lacaniana).
9
Estamos frente a un desgarramiento de la consciencia obrera, frente a una
escisión o un desdoblamiento: ella sólo se encuentra consigo misma a través de la
referencia a un otro (a un alter, o más bien, a un alter-ego). Es por estos motivos que, en
el argumento de Torre, el énfasis en la liberación experimentada por la clase obrera el 17
de octubre de 1945 es paralelo al énfasis en su opuesto: la dependencia a la que ella quedó
supeditada ese día.
Aquí se hace presente, en el argumento de Torre, una especie de sardineta. Los
trabajadores, cuando se movilizan en esa mítica jornada de octubre, se liberan del peso
de una pasada dominación. Sin embargo, esa emancipación (que es lo suficientemente
potente como para ser analogada a un exorcismo) se resuelve enseguida en una nueva
dependencia. Si, entonces, en octubre de 1945 se consuma el proceso de quiebra de la
deferencia, lo cierto es que ese proceso decanta enseguida en la formación de un nuevo
esquema de acatamiento/subordinación/integración. ¿Se trata dicho esquema de una
nueva deferencia? Aunque Torre no lo afirma, no es difícil pensar que es algo de ese
orden lo que para él tiene lugar. Los trabajadores salen de una dependencia para ingresar
a otra. Ahora quedan subordinados al líder populista y al Estado por él controlado.
10
Se
trata, por este motivo señala Torre siguiendo a Touraine , de una democratización
autoritaria.
Si hacemos abstracción de los elementos específicos que conforman la trama
histórica y prestamos atención exclusiva al esquema analítico que presenta Torre,
9
La analogía con la categoría lacaniana tiene sin embargo claras limitaciones. El sujeto barrado
de Lacan alude a una falla subjetiva que es considerada constitutiva, en tanto obedece a la
prioridad del significante y a la naturaleza del orden simbólico. Como ha señalado Zizek: “por
medio de la Palabra, el sujeto finalmente se encuentra a sí mismo, se postula a sí mismo como tal
(…) El precio de ello, sin embargo, es la irrecuperable pérdida de la autoidentidad del sujeto: el
signo verbal que representa al sujeto, esto es, aquel en el que el sujeto se postula a sí mismo como
autoidéntico, soporta la marca de una disonancia irreductible: nunca ‘le queda bien’ al sujeto”
(cit. en Stavrakakis, 2007, p. 54). La idea de sujeto que subyace al análisis de Torre es diferente.
La plenitud subjetiva no está aquí fuera de alcance. El “modelo clásico” representa precisamente
la constitución de una subjetividad popular autónoma, libre y autosuficiente. En Argentina, la
opción del Partido Laborista fue la más afín a dicho modelo, en tanto encarnaba una
representación interna (autosuficiente) de la clase obrera. El peronismo, en cambio, implicó la
intromisión de un agente externo, y, como tal, condujo a la heteronomía y la incompletitud
subjetiva.
10
Afirma Torre: “Protagonista de la coyuntura de los años 1943-1946, el sindicalismo no llega a
ser, empero, un actor independiente. En rigor, él no controla las condiciones que hacen posible
su intervención en la escena política, las que dependen, ampliamente, de la apertura estatal. Y es
ese mismo estado el que, investido ahora de la legitimidad popular, se le impone, subordinándolo
a las necesidades de la gestión del nuevo régimen” (1989, p. 548).
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podemos percibir que es una secuencia trágica la que él expone: el pueblo trabajador,
antes de la ruptura populista, no era partícipe de pleno derecho de la política (no
intervenía, en tanto clase, en la discusión pública). Su subjetividad se encontraba
caucionada por el peso de los partidos tradicionales y por las interdicciones institucionales
que le bloqueaban el acceso a lo político. La ruptura populista sobreviene en gran medida
cuando (y porque) el pueblo se moviliza y cobra consciencia de su identidad compartida.
Pero sucede que el pueblo trabajador rompe con el peso de una pasada dominación sólo
para insertarse en un nuevo esquema de subordinación. Como si soltara una liana para
aferrarse a otra, la quiebra de la deferencia sólo se da a expensas de la instauración,
inmediata, de una nueva deferencia, más sólida que cualquier otra vigente en el pasado.
Porque ahora no sólo acontece que es el Estado el que subordina a los trabajadores. Luego
de la “liberación”, estos quedan constituidos por una subjetividad (peronista) que lleva la
huella de una intrusión indebida (la de Perón). La dominación no descansa en una
instancia externa a los trabajadores (como los partidos tradicionales o el sistema
institucional), sino que ahora es interna a ellos: los trabajadores sólo pueden reconocerse
a sí mismos como trabajadores a través de la mediación de Perón. Es su identidad lo que
constituye en sí mismo un problema.
Si, en definitiva, el punto de partida del planteo de Torre era una situación de
dominación, y si lo que movilizó la acción obrera fue una vocación de liberación, el punto
de llegada es una nueva dominación, más gravosa que la anterior. En el medio, se ha
operado una integración de los trabajadores. Pero esa integración heterónoma no es sino
un sustituto de una integración genuina (autónoma), representada por el “modelo clásico”.
¿Podemos encontrar una secuencia análoga en la interpretación que Emilio de Ípola
realizó sobre el peronismo? Veamos.
3. La palabra tomada, la palabra cedida: de Ípola y el peronismo
A principios de los años ochenta Emilio de Ípola publicó un breve, pero potente
ensayo titulado “‘Desde estos mismos balcones…’ Nota sobre el discurso de Perón del
17 de octubre de 1945”.
11
Ya el título del trabajo nos indica aquello que a de Ípola le
11
Emilio de Ípola escribió en los años 1980 distintos trabajos sobre el peronismo y el discurso
populista. En cada uno de ellos fue iluminando diferentes aristas de los procesos en cuestión. Si
bien el trabajo que aquí tomamos en consideración no pretende ser “representativo” de una
perspectiva en misma muy amplia y compleja, creemos que los elementos centrales que están
presentes en este trabajo también estructuran una argumentación sobre el populismo que
trasciende este artículo específico. Volveremos sobre este punto más adelante.
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Sebastián Reynaldo Giménez
interesa problematizar, que no es otra cosa que el lugar de habla del der populista (Perón,
en este caso) ¿Cómo figura este el lugar desde el que emite la palabra? ¿Qué relación
existe entre esa palabra y el lugar privilegiado de poder en Argentina? ¿De dónde extrae
el líder la palabra? ¿Cómo se relaciona esta con el público al cual se dirige?
Como resulta visible, son interrogantes de primer orden de relevancia los que de
Ípola se formula. Para dar cuenta de ellos, el autor toma como objeto de su indagación el
breve discurso que Perón pronunció desde los balcones de la Casa de Gobierno el 17 de
octubre de 1945. De Ípola comienza su trabajo reconstruyendo con minuciosidad lo
sucedido ese día. Recuerda que los trabajadores se movilizaron a la Plaza de Mayo para
pedir la liberación de Perón, quien ocho días antes había sido arrestado y destituido de
los tres altos cargos que ocupaba en el gobierno militar (Vicepresidente de la Nación,
Ministro de Guerra y Secretario de Trabajo y Previsión Social). La movilización popular
tuvo éxito: el presidente Farrell convocó a Perón a la Casa de Gobierno. En su encuentro,
ambos acordaron los términos en que se comunicaría la liberación a la ciudadanía: Perón
debía omitir cualquier referencia a su estadía en prisión y debía ordenar la disolución
pacífica de la concentración. Hacerlo no fue sencillo. Cuando, cerca de la medianoche,
Perón salió a los balcones de la Casa de Gobierno para hacer uso de la palabra, los
trabajadores no tardaron en preguntar “¿Dónde estuvo?; ¿dónde estuvo?”. Perón realizó
grandes esfuerzos para escatimar la respuesta. Superado ese trance, Perón exhortó a los
trabajadores a cumplir “por esta única vez” con el día de huelga que la central sindical
había convocado para el día posterior. Los conminó, sin embargo, a hacer de esa huelga
no una protesta sino un evento festivo. De este modo, señala de Ípola en los dos párrafos
más afamados de su reflexión,
“Perón, con admirable sutileza, señala de un modo indirecto pero claro el
nuevo lugar institucional que otorga a esa exhortación su autoridad y su
legitimidad. Ese lugar no es ya, y no podría nunca haber sido, el
correspondiente a un puesto gubernamental -para el caso, la Secretaría de
Trabajo y Previsión. Es un lugar rigurosamente nuevo, cuya positividad ha
supuesto y sancionado una ruptura del espacio político hasta entonces vigente
y el comienzo de su reestructuración con arreglo a otras coordinadas.
Reestructuración inducida por la emergencia masiva y abrupta, en el interior
de la sociedad y de la escena política argentina, de dos nuevos personajes
(Perón, los trabajadores) y de una coyuntura literalmente incalificable en los
términos de la política tradicional.
“Perón está ya instalado en ese nuevo espacio y ha asumido ya el sitial que le
ha sido asignado (…) Perón, en efecto, recomienda, pide, ordena, hace valer
su autoridad con respecto a sus liderados, con tanto mayor derecho cuanto
que ha sido ungido por ellos como su caudillo y jefe. Más precisamente, le ha
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tomado la palabra al pueblo, en los dos sentidos de esta expresión. Lo que
significa, por una parte, que su palabra habrá de ser la palabra del pueblo,
pero también, según la inevitable lógica de las relaciones de poder, que esa
palabra pertenece ahora a Perón…” (1995, p. 146).
La irrupción del pueblo en la escena pública tuvo, pues, como principal efecto, la
creación de un lugar nuevo para la autoridad política. Es cierto: el 17 de octubre los
trabajadores se movilizaron y ocuparon un lugar que antes tenían vedado en la vida
pública argentina. Pero esa no fue la principal novedad de ese día (ni tampoco del nuevo
orden que ese día emergió). Lo radicalmente disruptivo del 17 de octubre —“lo
incalificable en los términos de la política tradicional”— fue la emergencia de un nuevo
locus de poder. El “caudillo” hizo su reaparición en la política argentina.
De Ípola no se extiende en los motivos por los cuales recupera la categoría de
“caudillo”, la cual está, desde luego, muy cargada de sentido. Podemos conjeturar, sin
embargo, que la referencia a esta noción guarda estrecha relación con el problema
principal que de Ípola aborda en su trabajo, el cual, como mencionamos, no es otro que
el del complejo lugar de habla del líder populista.
¿Desde dónde habla Perón? A este respecto, el texto de de Ípola deja ver algo tan
clave como curioso. Ese lugar no se corresponde, señala de Ípola, con ningún puesto
gubernamental Perón, nos había recordado el autor, había sido despojado de los tres
altos cargos que ocupaba en el gobierno, y en su discurso del 17 de octubre empezó
informando a sus oyentes que había decidido también retirarse voluntariamente del
Ejército. El lugar desde el que Perón habla es, en esa medida, completamente
independiente de la estructura institucional del Estado. Esa independencia es sin embargo
muy relativa, desde el momento en que quien habla (Perón) lo hace desde los balcones de
la Casa de Gobierno (es decir, desde el lugar privilegiado de poder institucional en
Argentina).
Perón ocupa entonces, respecto al Estado, un lugar peculiar: está adentro y afuera
de él, abajo y arriba de él (“¿hombre de estado? ¿hombre de pueblo?, se pregunta
retóricamente de Ípola). El liderazgo popular de Perón tensiona la estructura institucional
del Estado desde sus mismos orígenes. Se vale del Estado y lo refuerza al mismo tiempo
que lo erosiona. La legitimidad de la que es portador el líder populista (el redivivo
“caudillo”) depende del Estado (Perón no habría podido llegar a ser líder de los
trabajadores si no hubiese estado al frente de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social)
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al mismo tiempo que es autónomo de él: Perón puede renunciar a todos los cargos
gubernamentales y aun así lograr obediencia de parte de sus seguidores. Él “recomienda,
pide, ordena”, y sus recomendaciones, pedidos y órdenes son acatados por sus liderados.
El 17 de octubre se instituye pues un nuevo lugar de mando, que es a la vez intra
y extra institucional. Es ese nuevo lugar, ese nuevo locus de poder, el que para de Ípola
resulta toda una novedad en la política argentina. Volviendo a Weber (1993[1922]: 172),
podría decirse que la dominación que ese día se consagra es más carismática que legal
racional, en tanto la fuente de la que emana la orden es el líder y no el derecho codificado
por el Estado. Pero el Estado -he aquí lo curioso del caso- no está ausente. Por el contrario,
está presente, pero no bajo la forma del derecho, sino actuando como soporte no sólo
simbólico sino también material de la palabra (de la autoridad) del líder.
El poder del líder está dotado así de cierta excepcionalidad. Perón, dice de Ípola,
hace valer su autoridad “con tanto mayor derecho cuanto que ha sido ungido por ellos
[sus seguidores] como su caudillo y jefe” (1995, p. 147). El derecho de la autoridad del
líder es la unción directa por parte de sus seguidores. Estos, por fuera de cualquier
dispositivo institucional, lo consagraron en la cúspide, y aceptaron quedar fijados en la
base. Entonces, si bien son dos los “nuevos personajes” que con su irrupción provocaron
“la ruptura del espacio político vigente”, hay uno de ellos que enseguida prevaleció y
subordinó al otro.
La secuencia que narra de Ípola es por lo tanto la siguiente: en el inicio de la
jornada los trabajadores se movilizaron y tomaron la palabra. Por un momento, fueron
protagonistas. Su presencia disruptiva concluyó sin embargo una vez que el líder hizo su
aparición en el escenario (en los balcones, más precisamente). Este le tomó la palabra a
los trabajadores. A partir de allí fue él quien decidió de qué se podía hablar y de qué no.
Perón, subraya de Ípola, no respondió el único interrogante que formularon los
trabajadores; llamó luego a la desmovilización;
12
y finalmente, les pidió que
permanecieran un breve momento en la plaza “para llevar en mi retina este espectáculo
grandioso que ofrece el pueblo desde aquí”, lo cual fue para de Ípola un intento de fijar
“el hecho político del 17 de octubre bajo la forma cristalizada de una escenificación en la
12
Aunque la desconcentración pacífica (esto es, la desactivación de la movilización obrera) había
sido inicialmente un pedido de Farrell, Perón, afirma de Ípola, probablemente “lo habría hecho
por su propia iniciativa y sin necesidad de promesa alguna” (1995, p. 142).
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cual cada uno ha de permanecer en su lugar propio (1995, p. 149)”, donde esos lugares
son el abajo del pueblo y el arriba del líder.
Si es cierto entonces que con su movilización el pueblo logró arrancarle a quienes
detentaban la dominación el uso legítimo de la palabra, también lo es que, una vez en
manos suyas, el pueblo lo único que hizo es cederle esa palabra al der populista. La
subordinación de la que los trabajadores habían logrado salir volvió así a hacerse presente.
La liberación tuvo lugar, pero ella no duró sino un instante. Lo que ha quedado como
saldo luego de esa fugaz incursión en las aguas de la libertad es el reforzamiento de una
autoridad nueva, la cual, investida del poder ulterior que le otorga el hecho de haber
tomado directamente su palabra del pueblo, refuerza una dominación más severa que
cualquier otra conocida en el pasado. Al igual que en Torre, aquí también estamos en
presencia de un arco narrativo trágico, que parte de una situación de dominación, atisba
un momento de liberación, y concluye con una nueva dominación, más gravosa que la
vigente antes de la irrupción populista.
4. Igualitarismo aristocrático y autoritarismo democrático: Halperín Donghi y el
yrigoyenismo
No deja de resultar llamativo el hecho de que los términos a partir de los cuales
nuestra más destacada historiografía interpretó el yrigoyenismo hayan sido en gran
medida análogos a los utilizados por nuestra más reflexiva sociología a la hora de
aprehender analíticamente el peronismo. Nos gustaría, en este aspecto, referirnos
brevemente a aquéllos incisivos pasajes en los que Tulio Halperín Donghi analizó al
radicalismo de las primeras décadas del siglo XX.
A contramano de una tendencia historiográfica que largo tiempo tendió (y todavía
en parte tiende) a minimizar los cambios introducidos por la Ley Sáenz Peña, Halperín
Donghi no ha dudado en establecer un quiebre radical en la segunda década del siglo XX,
quiebre producido tanto por la ley de sufragio universal masculino secreto y obligatorio
impulsada por la elite reformista a partir de 1910, como por el accionar que, al calor de
ella, desplegó el radicalismo conducido por Hipólito Yrigoyen.
Halperín Donghi sostiene que en esos años se asistió al inicio de una nueva era en
Argentina. Tuvo lugar allí un cambio político, entendida esta última palabra en su sentido
más amplio y comprensivo: una vieja república murió (la “república posible”) y una
nueva república nació (la “república verdadera”). En el pasaje de una república a otra, lo
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que fundamentalmente se dislocó es el lugar ocupado por el pueblo. En la república
posible, el pueblo era el fundamento sólo hipotético de la soberanía. En la república
verdadera, el pueblo devino en su fundamento real.
La presencia efectiva del pueblo en la vida pública argentina trastocó por completo
las coordinadas que estructuraban el régimen político. Asir analíticamente esa
transformación resulta sumamente complejo (al punto que, como señalamos, buena parte
de nuestra historiografía, o bien pasó por alto, o bien subestimó los alcances de dicho
cambio). Para aprehender esa metamorfosis, Halperín Donghi acude, en el artículo
titulado “El enigma Yrigoyen”, a un expediente ingenioso.
13
Compara dos textos. Más
precisamente, dos biografías. El autor nos recuerda que en la Argentina de principios del
siglo XX, antes de cada elección presidencial, se tenía la costumbre de presentar a los
candidatos a través de la publicación de biografías destinadas a destacar, de cara a la
opinión pública, aquellos caracteres que volvían a los candidatos merecedores de recibir
el voto de sus conciudadanos. Halperín Donghi compara entonces la última biografía
escrita en la república posible (dedicada a Roque Sáenz Peña) con la primera de la
república verdadera (dedicada a Hipólito Yrigoyen).
Quien en 1909 escribió la biografía de Sáenz Peña fue ni más ni menos que Paul
Groussac. Intelectual de primera fila del orden conservador, director desde 1885 de la
Biblioteca Nacional, Groussac escribió sobre Sáenz Peña un texto caracterizado por no
guardar ninguna reverencia hacia el el biografiado, llegando incluso a señalar que Sáenz
Peña “es un hombre más respetado por sus virtudes, por su entusiasmo, que por la agudeza
de su inteligencia” (1998, p. 14), y que “no hay ley que él obedezca con más placer que
la ‘ley del menor esfuerzo’”. Según Halperín Donghi, este modo de narrar la biografía de
13
“El enigma Yrigoyen” se publicó en 1998 en la revista de historia intelectual Prismas.
Previamente, en octubre de 1997, Halperín Donghi había presentado este trabajo como
conferencia en la Universidad Nacional de Quilmes. Esta conferencia-artículo es, a su vez, una
versión previa del capítulo que en Vida y muerte de la república verdadera Halperín Donghi le
dedicó al líder radical (capítulo intitulado: “Yrigoyen: escándalo y enigma”). Ambos trabajos, si
bien reconocen muchos puntos en común, tienen también algunas diferencias. La principal de
ellas se encuentra ligada al punto que nos interesa abordar aquí (y que justifica el hecho de que
en este trabajo nos centremos en la conferencia-artículo y no en el capítulo del libro): si en la
conferencia del 97 Halperín dejaba un amplio espacio para entender al yrigoyenismo en clave de
ruptura, en el capítulo de Vida y muerte… dicho espacio se estrechaba, primando una interpretación del
fenómeno en clave de continuidad. Hemos abordado más ampliamente la interpretación que Halperín
Donghi brindó sobre el radicalismo de las primeras décadas del siglo XX en: Giménez, 2020.
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quien se promueve como candidato a la primera magistratura del país deja ver “la
presencia de todo un sistema político muy curioso” (1998, p. 15).
¿Cuál era la característica saliente de ese sistema político? ¿Dónde residía la
curiosidad de este régimen régimen que no era otro, recordemos, que el de la república
posible? Señala el autor:
“Hay una frase de Montesquieu en donde él dice que la única igualdad
verdadera existe en las aristocracias y entre los aristócratas. Yo que creo eso
es lo que se refleja también en este texto de Groussac. Groussac es el igual de
Sáenz Peña. Pero no sólo eso, escribe para un público de iguales con los
cuales no se trata de ocultar nada, todos son tan partícipes de los secretos del
príncipe como él” (1998, p. 15).
Lo curioso de este sistema político, es, pues, la radical igualdad (la verdadera
igualdad) que existe entre quienes lo conforman. El líder político no se sitúa arriba del
hombre de letras. Y el público al que ambos se dirigen (sea a través de sus escritos
literarios o de sus proclamas políticas) no se sitúa tampoco en ningún lugar inferior. El
intelectual, el político y el público son, pues, equivalentes entre sí. Pueden diferir, desde
ya, en la orientación de sus ideas o en sus preferencias estilísticas. Pero todos tienen igual
calificación para hablar, y todos tienen el mismo derecho a exigir ser escuchados.
Esos todos, no son, desde luego, todos los habitantes argentinos, ni siquiera todos
los ciudadanos de la nación. Es un todos restringido a quienes están ubicados en la cúspide
del mundo cultural, social y político (los aristócratas, dice Halperín Donghi, desde ya
que en sentido figurado). Esos todos son, pues, pocos. Tan pocos que se conocen entre sí
lo suficiente como para que no haya entre ellos engaño posible. Quienes forman parte de
la aristocracia participan, así, de los secretos del príncipe. Lo cual equivale a decir que
en dicho régimen no hay secretos.
El régimen político de la república posible es, en este sentido, intrínsecamente
transparente. En él, la autoridad política no tiene reservado ningún lugar especial. El
soberano es allí, a lo sumo, un primus inter pares. Las intrigas de palacio son las que
definen quién ocupará qué puesto de responsabilidad institucional. Esas intrigas son
conocidas por quienes participan de ellas, y la esfera pública, en términos estrictos, se
reduce a quienes las tejen y destejen. Para ellos no hay entonces, en sentido fuerte,
secreto. No hay arcano, ni misterio, ni, por consiguiente, enigma.
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El enigma de la autoridad
14
recién irrumpirá con el advenimiento de la
democracia. En la república posible, la radical igualdad que pautaba los vínculos entre
los aristócratas no era sino la contracara de la radical desigualdad que existía entre ellos
y quienes no formaban parte del círculo de notables. La esfera pública de la república
posible estaba así estructurada por lazos igualitarios (en la cúspide) y lazos desigualitarios
(entre la cúspide y la base). Es esta estructuración la que en la segunda década del siglo
XX se quiebra por el efecto combinado de, por un lado, la ley de sufragio universal
masculino secreto y obligatorio y, por otro lado, el accionar de la UCR. La quiebra del
igualitarismo aristocrático (así denomina Halperín Donghi al sistema político de la
república posible) produce el establecimiento de nuevos lazos de igualdad y desigualdad.
Halperín Donghi expone la quiebra del sistema político de la república posible a
través del análisis de la biografía que sobre Yrigoyen escribió Horacio Oyhanarte en las
vísperas de las elecciones de 1916 (biografía que se tituló pomposamente El Hombre y
que alcanzó, nos recuerda el autor, una sexta edición antes de la elección). Halperín
Donghi cita algunos párrafos de esa biografía,
15
y constata que la irreverencia del
intelectual frente al candidato presidencial fue reemplazada por la prosternación de aquel
frente a este. Señala en esta dirección:
“como ustedes ven aquí, esto es un texto que establece una relación totalmente
diferente, en primer lugar, entre Oyhanarte e Yrigoyen, y, por otra parte, entre
Oyhanarte y sus lectores. Aquí, el igualitarismo aristocrático ha desaparecido
por completo. Por una parte, Oyhanarte se prosterna ante Yrigoyen, pero, por
la otra, se envuelve en algo del prestigio de Yrigoyen cuando se vuelve a los
lectores” (1998, p. 16).
La relación entre el político, el letrado y el público se ha modificado por completo.
Lo que antes estaba estructurado por lazos de equivalencia fue reemplazado por lazos de
autoridad. El hombre de letras se inclina ante el líder político. Y aquél se dirige a un
público al que se le exige una actitud similar.
Ha surgido pues, con la democracia, una situación para recuperar los términos
de Emilio de Ípola “literalmente incalificable en los términos de la política tradicional”.
14
Recordemos que Halperín Donghi titula su texto, precisamente, “El enigma Yrigoyen”.
15
“Si fuéramos a definir en una fórmula al Dr. Hipólito Yrigoyen diríamos que es el máximum
del talento dentro del máximo del equilibrio mental. Ya sabemos lo difícil, lo providencial que
importa que se realice este dualismo, esta verdadera entelequia. Cuando ella aparece concretada
en la frente de un hombre, ese hombre es un iluminado que lleva en el fuego que caldea y el
freno que contiene” (1998, p.15).
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Sebastián Reynaldo Giménez
Ha tenido lugar una democratización: se ha ampliado la esfera pública, y se ha
incrementado la participación política y electoral. La ciudadanía, que antes miraba a
distancia el quehacer cívico, salió de su retraimiento y se volcó (atendiendo al llamado de
los diferentes partidos políticos, pero fundamentalmente al de la Unión Cívica Radical)
con entusiasmo a las urnas. Es una nueva igualdad la que irrumpe. La esfera pública
restringida a unos pocos se quiebra con el ingreso de los muchos que antes estaban, o bien
excluidos de la participación, o bien incluidos pero en calidad de subordinados.
La democratización, sin embargo, no agota sus efectos en esta igualación. La
irrupción del pueblo fue paralela a la emergencia de un liderazgo de características
inéditas. Ya no estamos frente al líder político accesible, carente de secretos. Ha hecho
ahora su aparición “El Hombre” capaz de reunir en su sola persona todas las cualidades
de un semidios, y que, como tal, aparece siempre envuelto en una nube de misterio. El
nuevo líder irradia una mística ante la cual se impone la debida reverencia y la
condescendiente prosternación. Él no tiene, hablando estrictamente, equivalentes. Es el
pueblo, ampliado y transparentado, el que lo eligió. Eso dota al liderazgo de una seguridad
nueva, ante la cual deben inclinarse todos, incluidos los intelectuales.
Halperín Donghi explora a través de diferentes vías el nuevo vínculo que entre
autoridad política y autoridad intelectual se establece con la democratización. Haciendo,
por ejemplo, específica referencia al modo en que Leopoldo Lugones reaccionó ante la
Ley Sáenz Peña, Halperín afirma:
El sufragio universal no sólo amenazaba transferir el control del Estado a los
amos elegidos por la ‘triste chusma de la ciudad’; acaso aún más grave era
que, al otorgarles por primera vez el poder por la vía que desde el comienzo
mismo de la experiencia constitucional había sido reconocida como la única
plenamente legítima, les confería una autoridad más segura de misma -y
por eso mismo menos dispuesta a inclinarse ante aquélla a la que aspira el
intelectual- que la de los dirigentes de la República posible” (1999, p. 58).
Para Lugones, lo grave de la Ley Sáenz Peña no era que habilitara a “la chusma”
a elegir a sus gobernantes, sino el carácter que adquirían “los amos” de esa chusma
cuando esta efectivamente participaba de la elección de sus gobernantes. Esos amos eran
a partir de entonces seguros de mismos. Al tener una sólida legitimidad de origen, no
sólo no se inclinaban ante nadie, sino que exigían a los demás que se inclinaran ante ellos.
El problema, entonces, era la verticalidad nueva (la autoridad nueva) surgida como
consecuencia de la nueva horizontalidad (de la democratización).
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De modo análogo a Torre y de Ípola, Halperín Donghi no se privará de calificar
de autoritaria a esa nueva autoridad. Luego de analizar el conocido intercambio epistolar
que tuvo lugar entre Yrigoyen y Alvear a fines de 1920,
16
Halperín señala que lo que allí
se entabla es “una relación totalmente autoritaria de patrón del barco a uno de sus
seguidores” (1998, p. 18). Y concluye que era entendible el desconcierto que frente a este
fenómeno manifestaba la clase política tradicional “porque ningún otro movimiento
político se organizaba a través de estas definiciones de la relación entre su único dirigente
y sus seguidores” (1998, p. 18).
La conclusión a la que Halperín arriba es, en consecuencia, la de que aunque el
radicalismo fue el vehículo de un proceso de democratización, en su seno llevaba la huella
de una nueva relación de dominación, más potente que la de cualquier otro movimiento
político existente hasta el momento. En este contexto, la palabra “caudillo” no va a tardar
en hacer su aparición. Recuperando la interpretación que en 1927 Sánchez Viamonte
había realizado sobre Yrigoyen, Halperín Donghi coincide con el político socialista en
que con el líder radical se estaría frente al último caudillo”. Sanchez Viamonte había
afirmado que “Yrigoyen era cronológicamente un hombre de la generación del 80, pero
un hombre para el cual la generación del 80 no había existido”, en tanto hasta casi el fin
de sus días vivió “espiritualmente en 1870” (1998, p. 20). Halperín Donghi recupera esta
reflexión para destacar el carácter anacrónico de Yrigoyen. Se trataría de un personaje del
siglo XIX enclavado misteriosamente en un lugar central de la política argentina del siglo
XX. Lo que adquiere un carácter problemático a sus ojos es que en el marco de una
sociedad moderna, plural y compleja como lo era esa Argentina de los años diez y
veinte que ya había sido radicalmente transformada por la impronta del progreso
lograra primacía un liderazgo de tipo tradicional. Si, en definitiva, la Ley Sáenz Peña
había atisbado la posibilidad de una democratización, ese proceso quedó trunco por la
reactualización que, a través de Yrigoyen, se operó del tradicionalismo, el autoritarismo
y el unanimismo.
16
El intercambio de telegramas se generó a raíz de las desavenencias generadas por la política a
adoptar frente a la Sociedad de las Naciones. Yrigoyen había otorgado a la delegación argentina
en París (de la cual Alvear era representante) el mandato de aceptar la incorporación argentina a
dicho organismo sólo si se suprimía la diferencia entre países beligerantes y neutrales, y si se
reconocía la igualdad jurídica de todos los estados (lo cual implicaba habilitar el ingreso de
Alemania). Dado que la propuesta fue desestimada, Yrigoyen ordenó que la delegación argentina
se retirara de la Asamblea. Esto motivó la protesta de Alvear, frente a la cual Yrigoyen permaneció
inflexible.
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5. CONCLUSIONES
En este trabajo analizamos tres estudios sobre experiencias consideradas clásicas
de populismo en Argentina. Todas ellas parten de la afirmación de una ruptura, a la que
se asigna un carácter radical. En un movimiento posterior, sin embargo, dicha ruptura se
desdibuja en función de la postulación de un nuevo orden que replicaría los parámetros
vigentes antes de la irrupción populista: Torre afirma la quiebra de la deferencia pero
luego corrobora la erección de una nueva deferencia; de Ípola da cuenta de la toma de la
palabra por parte del pueblo, seguida de una cesión de esa palabra al líder; y Halperín
Donghi muestra el quiebre del igualitarismo aristocrático, seguido de un nuevo
aristocratismo igualitario.
Es la cuestión de la igualdad, del estatuto que esta adquiere de la mano de las
experiencias populistas, lo que de ese modo se pone en cuestión. Los autores aquí
analizados no dudan que los populismos integraron a las masas y que, en tanto lo hicieron,
dieron lugar a un proceso de democratización. Pero señalan que esta constituyó sólo una
faceta de su accionar. Al mismo tiempo que pusieron en acto una igualdad, los populismos
instituyeron una desigualdad. Un nuevo vértice del poder se erigió, y fue este el que
terminó por prevalecer.
La estructura argumental trágica que subyace a estas narraciones conduce a la
denuncia de esa autoridad por su carácter autoritario. Resulta sintomático el hecho de
que esta categoría, siempre usada para dar cuenta de los nuevos lazos verticales que
resultan de la irrupción popular, sea recurrentemente mentada, pero nunca definida. No
sabemos por lo tanto q elementos la caracterizarían ni cuáles serían sus rasgos
diferenciales, sin embargo, podemos por ejemplo, preguntarnos: si antes de los
populismos se encontraba vigente un esquema de dominación y subordinación de las
masas populares, y luego de esas experiencias es un esquema similar el que se configura,
¿qué diferencias existirían entre la “dominación populista” y la que no lo es? ¿ambas son
autoritarias? ¿todas lo son?
Ciertamente, las teorizaciones e historizaciones que aquí hemos reconstruido son
también lo suficientemente ricas y complejas como para no quedar reducidas a la mera
denuncia de las experiencias nacional-populares por su carácter autoritario. Podemos
encontrar en ellas reflexiones que permitan caracterizar positivamente esa autoridad. Los
elementos que podrían recuperarse en esa dirección son múltiples: el papel que juega el
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nombre del líder en la conformación de una nueva subjetividad popular, la relación
problemática con el Estado (al mismo tiempo interna y externa a él) que el populismo
entabla, el carácter enigmático que asume el liderazgo en tanto se encuentra investido de
una nueva legitimidad. Y, por sobre todas estas cuestiones, merece destacarse el hecho
de que las contribuciones que aquí analizamos piensan la vigorosa autoridad de los
populismos en relación directa a la democratización que ellos producen. Esto es: los
vínculos de verticalidad que se instauran con los populismos son más potentes porque
están sobredeterminados por la fuerza de la igualación que ellos promueven. Por lo tanto,
si es cierto que hay una autoridad más fuerte, también lo es que la contrapartida de ella
(el “pueblo”, la “sociedad”, o como quiera llamarse a aquello que está del otro lado del
polo del “poder”) también lo es.
Pero quizá sea precisamente en este punto donde una ulterior reflexión teórica
deba concentrar con mayor ahínco su mirada. A la hora de pensar los populismos, es fácil
percibir que es muy frecuente hacerlo a partir de dicotomías: pueblo y bloque de poder,
lo nacional popular y lo nacional estatal, resistencia e integración, ruptura y
recomposición comunitaria, autonomía y heteronomía, liberación y dominación, etc.
Habrá quienes se inclinen por los primeros términos de estas polarizaciones (y tendrán
una visión positiva de las experiencias nacional-populares), quienes se inclinen por los
segundos términos (y tendrán una visión crítica), y quienes propongan un ida y vuelta u
oscilación entre unos y otros (y tendrán una valoración ambivalente). Todos ellos
comparten el hecho de pensar que hay dos polos, y que la verdad del populismo se
encuentra en algún lugar (intermedio o extremo) de ellos. ¿Pero no es esta dicotomía, en
sí misma, una forma estrecha de pensar los populismos? ¿No plantea ella, desde el inicio,
un criterio normativo (bueno/malo) en función del cual se distinguen dimensiones
siempre duales (pueblo/estado; ruptura/recomposición; libertad/dominación, etc) que
llevan a dicotomizaciones y polarizaciones simplistas y maniqueas? ¿No queda de ese
modo el ejercicio analítico capturado desde el comienzo por una valoración moral que
actúa como principio rector de todo el ejercicio reflexivo? ¿Hasta qué punto las
definiciones del populismo que se erigen sobre esta base escapan a los términos con los
cuales los propios actores pensaron su intervención en la escena pública? El esfuerzo
reflexivo que hicimos en las páginas precedentes puede entenderse, en algún sentido,
como un justificativo para formular estos interrogantes. Cómo escapar del arco narrativo
trágico sin caer en su opuesto ni en algún intermedio erigido sobre la base de los mismos
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supuestos constituye, creemos, todavía un desafío para la reflexión teórica sobre el
populismo y sobre los procesos históricos que usualmente quedan comprendidos en esa
categoría.
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