Resistencias N° 1, Vol 1, Jun./ 2023- Nov./2023
Javier Franzé
SI NO ES TODO, NO ES NADA. EMPATE HEGEMÓNICO E IMPOTENCIA
POLÍTICA EN LA ARGENTINA (2010-2023)
Artículo recibido: 24 de agosto de 2023
Publicado: 27 de octubre de 2023
Javier Franzé
(Universidad Complutense de Madrid)
INTRODUCCIÓN: PROBOLEMA Y PERSPECTIVA
Para comprender la actual situación política argentina es necesario evitar el
hipercoyunturalismo que la domina e intentar ponerla en perspectiva histórica.
Lo que caracteriza a la actual situación argentina y que no puede resolverse a
través de una elección presidencial es lo que algunos autores como Portantiero, Di Tella,
O’Donnell o Diamand han denominado “empate hegemónico o catastrófico”,
“estancamientoo “péndulo argentino”, respectivamente.
En efecto, en la reflexión sobre el derrotero de la política argentina, sobre todo
desde el derrocamiento del peronismo en 1955 en adelante, estos conceptos intentaron
dar cuenta de una situación de repetido estancamiento y bloqueo por obra de la mutua
obstrucción entre los principales actores políticos, que generaba una crisis de
hegemonía. En su artículo sobre el tema, Torcuato Di Tella comienza afirmando que “la
Argentina, uno de los países latinoamericanos más altamente desarrollados, se encuentra
estancada desde los últimos treinta años, más o menos, como resultado de la
inmovilización política. Los distintos contendientes por el poder (…) no logran
liquidarse unos a otros (…) [pero] cada uno de los grupos tiene suficiente energía como
para vetar los proyectos elaborados por los otros” (1970: 205). Del mismo modo, Juan
Carlos Portantiero sostenía al inicio de su escrito que “una imagen de sentido común
preside este trabajo: la convicción generalizada acerca de la carencia, desde hace
tiempo, de un verdadero Orden Político en la Argentina” (1977: 531). Algo similar dice
otro de los teóricos del “empate catastrófico”, Guillermo O’Donnell: “en las últimas
décadas han fracasado una y otra vez los intentos de establecer cualquier tipo de
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dominación política (o, lo que es lo mismo, cualquier tipo de Estado) en la Argentina
(1977: 523). Finalmente, en otro artículo también clásico, Marcelo Diamand no iba a
hablar de “empatesino de “péndulo”, pues el problema para este autor radicaba no en
el apoyo político que un actor pudiera lograr, sino en la “viabilidad intrínsecade las
políticas económicas implementadas. Para Diamand, los actores en pugna en la
Argentina estaban “condenados al fracaso por motivos puramente económicos”, dado
que los dos principales proyectos económicos son inviables ya que se basan en modelos
intelectuales inadecuados a la realidad del país y del mundo (1983: 3). En nuestra
interpretación, lo que describe Diamand guarda similitud en términos de resultado con
el del empate descrito por los demás autores.
Sin desdeñar sus diferencias conceptuales, de periodización y enfoques, estos
textos nos resultan útiles y sugerentes porque permiten pensar una situación de
prolongado bloqueo mutuo entre voluntades políticas relativamente igualadas, sobre
todo en cuanto a la capacidad de vetar a su contrincante. Esto, a su vez, estaría
impidiendo la realización de un orden político relativamente estabilizado —más allá de
su constitutiva contingencia con la consecuente frustración de demandas, valores,
objetivos y programas políticos. Otra consecuencia relevante del empate —quizá la más
“catastrófica”, y la que más nos interesa aquí— es que invita a intentos de desempate
como lo fuera la dictadura de Onganía (1966-1969) para O’Donnell— basados en un
profundo desconocimiento de la propia capacidad del actor en cuestión para lograrlo y,
lo que tal vez sea más grave aún, de las exigencias que lo político coloca a todo
proyecto de superación del desbloqueo. Dicho de otro modo, se trata de tentativas
destinadas al fracaso en el largo plazo por una incomprensión de la lógica de la
hegemonía, en tanto no saben o no quieren atraer a su campo aquello que se les opone,
sino más bien removerlo como si de un obstáculo físico se tratara. Por ello mismo, tales
intentos acaban teniendo una gran capacidad de dañar la comunidad, especialmente la
convivencia democrática.
Desde nuestra perspectiva, los artículos de Di Tella, Portantiero, ODonnell y
Diamand tienden a explicar el empate en términos fundamentalmente económicos. Es
decir, basado en la pugna entre dos bloques de poder (Portantiero, Di Tella, O’Donnell)
o entre dos modelos de acumulación, sostenidos a su vez en clases y/o fracciones de
clase (Diamand). Más allá de estos diferentes acentos, ninguno se fundamenta en un
economicismo mecánico y, a la vez, todos entienden que esa pugna se da entre una
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fuerza más bien popular y otra más bien conservadora. Por nuestra parte, nos inclinamos
a pensar el problema en términos de voluntades no preconstituidas en lo económico ni
preexistentes a la lucha política, sino como aquellas que se han ido conformando a
través de ella. Rescatamos sí la idea de que esa pugna se da entre una voluntad más bien
popular-progresista, igualitaria, que entiende lo común como requisito de lo individual y
que se inclina hacia la intervención estatal en lo económico-social, y otra de tipo
conservador-liberal, partidaria de las “diferencias de mérito”, que entiende lo común
como resultado de los fines individuales-privados y se muestra favorable al mercado.
Estas voluntades no son reductibles a partidos, si bien en ellas son reconocibles
tradiciones políticas a su vez arraigadas principalmente en ciertas formaciones políticas
como el peronismo y el radicalismo, por una parte, y los que se han inscrito en la
orientación liberal-republicana, por otra.
Este modo de entender lo político en términos de voluntades contingentes y no
preconstituidas creemos que contribuye a mostrar toda la complejidad del empate y las
dificultades de su posible superación, pues ya no hay elementos externos (típicamente,
la economía) que operen como facilitadores o trabas de la dinámica de la lucha política.
El empate no deriva de nada anterior a su constitución, es la forma misma de
conformación de lo político, sus actores, el modo en que estos se autoperciben y las
relaciones entre ellos.
El “empate hegemónico del que hablaban estas reflexiones tenía como
protagonistas principalmente a peronistas y antiperonistas en los años posteriores a
1955. Este no es exactamente el problema actual, porque desde 1983 existe un orden
común, el de la democracia que, por otra parte, ha contribuido y es efecto de la creciente
disolución del conflicto antagonista otrora dominante entre peronistas y antiperonistas.
Sin embargo, el concepto de empate hegemónico conserva hoy alguna relación con ese
significado original. Porque lo que se ha ido erosionando en los últimos años es el
reconocimiento mutuo entre las principales fuerzas políticas —macrismo y
kirchnerismo— como legítimos adversarios democráticos, que es la condición de la
lucha por la hegemonía. Cabría decir que el anti-kirchnerismo o el anti-populismo ha
tomado el lugar del anti-peronismo, aunque sin abarcarlo. Por su parte, el kirchnerismo
ortodoxo sigue viendo en el macrismo a las fuerzas de la oligarquía, el imperialismo y,
ahora, la dictadura y el neoliberalismo. A esto se le ha venido a sumar, en especial desde
su triunfo en las PASO, el discurso de Milei, que niega la legitimidad a esas dos fuerzas
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al incluirlas en “la casta política, culpable de todos los males del país por ser
“socialistas”, que es como llama esta formación a cualquier inclinación a la mínima
participación del Estado en lo económico-social.
Así, lo que tenemos desde hace tiempo —quizá desde el segundo mandato de
CFK (2011-2015)— es la imposibilidad de construir bases comunes a partir de las
cuales se pueda dar la disputa política por la hegemonía, que no es otra cosa que el
intento constante por persuadir al otro y, así, universalizar sin imponer la propia
perspectiva, aunque al precio de transformarla. Por el contrario, lo que ha habido es un
péndulo entre dos proyectos autopercibidos de la siguiente manera: uno —el
kirchnerismo— entiende a la democracia como la voz de un pueblo en lucha contra la
oligarquía, y económicamente se centra en el mercado interno, la redistribución y la
política pro-latinoamericana. El otro —el macrismo— se apoya en la democracia como
división de poderes y gobierno limitado (lo que llama República), en la liberalización de
los mercados, el derrame económico y una política exterior proamericana.
Ambos han tenido más capacidad para vetar al otro que de atraerlo para construir
un proyecto perdurable de país. Ninguno de los dos ha mostrado, sobre todo, capacidad
para quebrar el empate aunque hayan tenido éxito social y, por tanto, lleven más de diez
años en el gobierno. Es lo que ocurrió con el kirchnerismo, que por eso se
autodenominó "gobierno post-neoliberal". En efecto, no logró desarmar la lógica
neoliberal implementada en los 90, aunque la alivió con políticas de redistribución e
inclusión social. El gobierno macrista tampoco fue capaz de construir su propio suelo, al
punto que fracasó en su reelección en 2019.
El problema no es el empate hegemónico en mismo, ni la disputa, sino la
forma en que los actores en conflicto creen que pueden resolverlo: actuando como si el
otro no existiera o esperando su derrota total y definitiva. Esta falta de reconocimiento
del otro como actor democrático legítimo y la convicción de que es un obstáculo
insalvable ya no para el propio proyecto sino para la democracia —si para el
kirchnerismo ortodoxo el macrismo es la dictadura, para este el kirchnerismo es la
disolución populista— contribuye a que disolver el empate se convierta en una misión
imposible, ya que impide ampliar la propia base de apoyo. Es decir, hegemonizar el
campo político.
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Por una parte, este empate hegemónico argentino ha puesto en juego algo no
ajeno a las luchas propias de las democracias contemporáneas: la disputa entre la
democracia entendida como régimen puramente electoral y la democracia concebida
como régimen social. Es decir, la democracia como mercado político de competencia
inter-partidaria, donde los ciudadanos obran como consumidores, o la democracia como
responsabilidad comunitaria respecto de un mínimo de dignidad de la vida de sus
miembros. Pero, por otra parte, lo grave para la democracia argentina es que la forma en
que los actores viven este empate e intentan resolverlo niega la ética política de la lucha,
que presupone el reconocimiento del adversario y de su politicidad, sin el cual la propia
democracia se deteriora.
Empate hegemónico interno y externo
El empate hegemónico se ha venido desplegando en dos niveles: externamente,
es decir, en la arena política nacional, entre las voluntades políticas que lo protagonizan,
e internamente, en cada una de las principales fuerzas políticas, como una lucha entre
tendencias moderadas y duras.
La expresión más clara de este empate interno y externo es la situación de la
principal figura política nacional, Cristina Fernández de Kirchner. Es la principal
personalidad no sólo porque ha sido presidenta durante dos mandatos y vicepresidenta
durante uno, el actual, sino también porque es la más popular entre los suyos y en torno
a la cual ha venido girando en los últimos quince años toda la política nacional. Se dice
que electoralmente “sin ella es imposible ganar, pero con ella no basta para ganar”.
Si este es el caso de la principal figura política, no es muy difícil imaginar la
situación del resto. De hecho, el expresidente Macri, fundador y principal figura de su
espacio político, no ha formalizado su presencia en estas elecciones de 2023 debido a
sus escasas posibilidades de ganarlas, dado el recuerdo de los resultados de su gobierno.
Si la política es hegemonía, es decir, persuasión, intentar borrar al otro del
escenario es su negación. Es un enorme síntoma de impotencia política. El mayor rasgo
de impotencia política del macrismo es la judicialización de la política y la sustitución
de la persuasión por la guerra mediática sistemática contra Cristina Fernández y lo que
representa. Pensar que el kirchnerismo —o cualquier otra voluntad política— puede
“terminarseencarcelando o proscribiendo a sus líderes es volver al antiperonismo de
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1955, a su idea de que “muerto el perro, se acabó la rabia”. Demuestra un notable
desconocimiento del país, de su historia y de la lógica de lo político.
En el fondo, es la idea de que el otro sector es el problema de Argentina, como si
no formara parte de la comunidad política. Es tratar al 30% del país como una
exterioridad, una anomalía, un virus, una contaminación. Recuerda la ilusión de los
antiperonistas acerca de “cómo sería este país sin el peronismo”, pero también la del
peronismo clásico cuando llamaba “anti-patria a la oposición. Reducir el apoyo al
kirchnerismo a una especie de tolerancia o aceptación de la corrupción es no entender la
identificación con sus demandas de al menos un tercio del país. Otro tanto ocurre
cuando se liga al macrismo con la dictadura y el neoliberalismo, como si este,
justamente por ser hegemónico, no canalizara también demandas que al menos desde la
perspectiva de sus adherentes no significan exclusivamente un clasismo indiferente. Se
trata de comprenderlas, no de compartirlas tal como se presentan hoy, para captar lo que
pueden estar expresando y que sea de algún modo reintegrable en otro discurso. La
hegemonía es un ejercicio de imaginación y sensibilidad políticas.
Otro rasgo de impotencia política del macrismo ha sido su recurso al
endeudamiento externo del país como forma de condicionar su política en el futuro. Es
una suerte de confesión de que no puede construir apoyo para esta política a través de
los canales políticos democráticos.
Por su parte, Cristina Fernández pareció entender la imposibilidad de deshacer el
empate removiendo al adversario cuando decidió postular a Sergio Massa como
candidato a presidente. Tal como hiciera en 2019 al designar al ahora presidente Alberto
Fernández e incluso en 2015 al decidirse por Scioli, se inclina nuevamente por un
candidato moderado”, para ganar la elección “por el centro”. Parece rehuir a el
escenario de polarización que le plantea la oposición, en la que Macri ha apostado
claramente por la candidata más dura, Patricia Bullrich, cuyo lemas de campañas son
“Si no es todo, es nada” y “Terminar con el kirchnerismo para siempre”.
La elección de esos candidatos por parte de Cristina Fernández significó un
reconocimiento de que “sin ella no es posible, pero con ella no es suficiente”. En otras
palabras, la aceptación realista de que lo que ella representa, una política más
transformadora, no contaría con el apoyo de la mayoría, al menos en ese momento. Sin
embargo, esta idea, que abre paso a un reconocimiento de la legitimidad del otro, no fue
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consecuentemente seguida por la propia Cristina Fernández en estos últimos cuatro
años, en los que ha minado expresa y públicamente la autoridad de su presidente,
Alberto Fernández. Su argumento —nunca del todo explicitado— fue que este no
respetó el programa electoral. Pero aun cuando así fuera, su crítica pública y sus
directrices políticas a ministros y altos cargos afines para que renuncien o no apoyen
ciertas decisiones presidenciales, no sólo ha perjudicado a Alberto Fernández, sino
también las posibilidades de triunfo de la fuerza que ella misma lidera. No parece
consistente elegir a un candidato a presidente moderado y autocolocarse como
vicepresidenta como reconocimiento de que la situación no daba para un gobierno más
transformador y luego pedirle que haga lo que lo que ella misma sabía, en clave
posibilista, que no se podía hacer. Además, el actual candidato a presidente, Sergio
Massa, tampoco puede prometer una política más audaz, sino apenas bajar la inflación y
pagar la deuda externa sin dañar demasiado a los sectores populares. Todo esto, ante una
oposición que propone un programa de ajuste ortodoxo. No le hubiera venido mal a
Massa un escenario con un gobierno menos desgastado. Sobre todo porque él mismo es
el ministro de economía de ese gobierno, puesto por Cristina Fernández.
En suma, toda esta situación es también una muestra de impotencia política, en
la que parece preferirse mantener las banderas en alto que realizar algo de lo que
representan. Un ejemplo más de veto interno, propio del modo de abordar el empate
hegemónico que venimos comentando.
Otro rasgo de impotencia política del kirchnerismo es intentar recrear un
escenario similar al de la proscripción del peronismo (1955-1972) a partir de la condena
a Cristina Fernández en el “caso Vialidad”. Es un discurso sólo para los previamente
convencidos, que no trasciende su núcleo duro. Y si bien hay serios indicios de lawfare
en las causas contra Cristina Fernández como la de los “Cuadernos”, también lo es que
la expresidenta ha reconocido la existencia de corruptos en su gobierno —como el
notorio caso de José Francisco López, secretario de Obras Públicas de la Nación entre
2003 y 2015, en los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner
sin asumir ninguna responsabilidad política por ello. La ha eludido reduciendo la
política a lo legal, despolitizando la responsabilidad política, que está atada no
necesariamente al delito y, por tanto, a la presunción de inocencia, sino con asumir la
responsabilidad por lo hecho y por lo no hecho en relación al cuidado de lo público que
la soberanía popular ha encomendado en las urnas. Este modo de entender la
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responsabilidad política, no circunscripto a lo jurídico, es más exigente respecto del
cuidado de lo común y, por ello, más coherente con una fuerza política igualitaria.
Finalmente, ese modo de encarar el problema por parte de Cristina Fernández
abrió un hueco para la táctica perversa en que se apoya el Lawfare, consistente en una
operación conjunta entre medios, jueces y oposición política para construir un caso que
de entrada se sabe falso, pero que pueda resultar verosímil a buena parte de la
ciudadanía. Por eso la acción paralela de difusión por parte de los medios y de reclamo
en las instituciones por parte de la oposición resulta clave. De ahí que no resulte un
contratiempo la disolución jurídica del “caso”, muchas veces con pruebas obtenidas por
parte de las propias instituciones estatales —como la pericia caligráfica de los
cuadernos por parte de la Policía nacional— porque el objetivo de desprestigio ya ha
sido alcanzado.
Esta impotencia política de los líderes de los, hasta las PASO de 2023, dos
principales espacios políticos abrió la lucha dentro de sus respectivas formaciones por la
candidatura a presidente. En ambos casos, entre dos posiciones: un sector más proclive
al “acuerdo” y otro más inclinado a la “ortodoxia”, y por tanto a intentar romper por
mismo el empate.
En Juntos por el Cambio esa disputa se dio, de cara a las PASO, entre Horacio
Rodríguez Larreta, más moderado, y Patricia Bullrich, más radicalizada. Siendo el
“centrista”, Larreta sostuvo sin embargo que si llegara a la presidencia “dialogaría con
todos, menos con Cristina Fernández”. En el campo kirchnerista, la figura moderada
sería el actual candidato a presidente, Massa, acusado no obstante de kirchnerista por la
oposición, y que hasta antes del escenario arrojado por las PASO con el triunfo de Milei
no convencía a buena parte del kirchnerismo, que bus que la propia Cristina
Fernández fuera la candidata. Ella misma dijo que no lo iba a ser para “no hacer el
juegoa la oposición política y mediática, en previsión de una futura inhabilitación por
condena judicial. La propia Cristina Fernández se inclinó entonces inicialmente por
Wado de Pedro, un ministro afín, pero finalmente tuvo que aceptar la presión de los
gobernadores peronistas para que el candidato fuera Massa. De paso, esta vez no
quedaba como la que había elegido al candidato, como ocurriera con Alberto Fernández.
Este movimiento defensivo parecía más inclinado a preservar el propio prestigio
político-ideológico dentro del espacio político que a encontrar un beneficio hacia
afuera, para el conjunto.
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La máxima expresión de este clima de desconocimiento democrático de la
legitimidad del otro fue el intento de asesinato contra Cristina Fernández, el 1 de
septiembre de 2022. Si cabe, la reacción de algunos dirigentes de primera línea —como
la propia Patricia Bullrich— ahondó la gravedad de la situación, pues se negaron a
condenar el intento de magnicidio, cuyas consecuencias son todavía hoy difíciles de
imaginar en toda su dimensión. El tratamiento del atentado por los principales medios
es también un síntoma de la degradación de la ética pública democrática en la
Argentina. Primero sembraron dudas sobre la autoría sugiriendo que se trataba de un
autoatentado, luego procedieron a un apagón informativo y en ningún momento
criticaron el lento proceder de la justicia, que conspira contra su esclarecimiento. Este
atrincheramiento de la oposición política y mediática se vuelve más notorio en tanto ha
hecho del republicanismo —entendido como gobierno de la ley y separación de
poderes— su principal argumento contra el kirchnerismo.
Este modo de tramitar el empate hegemónico hace que tanto el kirchnerismo
como el macrismo acaben renegando de los rasgos novedosos que un día encarnaron.
El kirchnerismo representó la renovación ideológica de un peronismo maltrecho
y desorientado tras la experiencia menemista de los 90, la más claramente neoliberal de
la historia argentina. El kirchnerismo dio lugar a una etapa de redistribución de la
riqueza sólo comparable al yrigoyenismo y al primer peronismo, apoyándose
pragmáticamente en la renta de la soja y en el pago de la deuda con el FMI para ganar
independencia política. Supo comprender y movilizar a sectores sociales nuevos,
algunos de los cuales incluso amenazaban la hegemonía clásica del peronismo en el
mundo del trabajo, como los piqueteros y los nuevos movimientos sociales. Pero no los
miró a la defensiva, sino con ánimo hegemónico de ampliación para transformarse.
Repolitizó a la juventud en particular y a la sociedad en general, después de la
experiencia privatizadora de los años noventa. E incorporó a su agenda temas no
siempre presentes en el peronismo clásico ni en el de los 70, como los derechos
humanos y los derechos LGTBI+, entre otros.
El macrismo organizó formalmente un partido de derecha, capaz de disputar sin
complejos lo popular desde su propia perspectiva, lo cual fue un síntoma de su vocación
por persuadir a nuevos actores. No se refugió en la interpelación a las clases medias
urbanas. Por eso es un partido anti-kirchnerista y antipopulista antes que antiperonista,
ya que incluso tiene justicialistas en sus filas como Miguel Ángel Pichetto, exjefe de la
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bancada parlamentaria kirchnerista y candidato a vicepresidente de Macri en 2019. Otro
mérito de este espacio fue no dispersarse tras su derrota en 2019, lo que dio cuenta de su
vocación de sostener un proyecto político a largo plazo. Su principal déficit fue, sin
embargo, no convertirse en un partido de derecha posdictadura. De hecho, en lugar de
dejar que los jueces siguieran haciendo su trabajo, cuestionó la cantidad de
desaparecidos, despreció a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo al hablar del “curro
de los derechos humanos e impulsó la reducción de penas para los responsables del
terrorismo de Estado.
Empate hegemónico y conflicto político
Como decíamos antes, el empate no es el principal problema, sino cómo se
interpreta. En lugar de mirarlo con lente hegemónica y reconocer con realismo que el
impasse de la situación requiere una nueva articulación, se produce un repliegue en las
respectivas posiciones y el estancamiento se atribuye enteramente a la presencia del
Otro, devenido culpable por no ser como uno quisiera. En lugar de salir del empate
hegemónico intentando construir algo nuevo, se cree poder sortearlo preservando la
pureza de la propia identidad, que incluye la moralización de la política al atribuir todo
el Mal al Otro.
Desde nuestra perspectiva, no se trata de promover una democracia
consensuada, ni de criticar la llamada polarización, sino de que la ausencia de una
actitud hegemónica, de ir en busca del otro, impide una base mínima común donde
disputar el sentido mismo de la democracia. El problema no es que no haya un terreno
de acuerdo que “gobernabilidad”, según premian los ránquines de calidad de las
democracias contemporáneas, sino que no hay una arena de disputa, es decir, un terreno
neutralizado, con reglas compartidas, donde se pueda procesar la diferencia y construir
algo nuevo. No se desempata negando o sumando al otro in toto, pues eso supone en
ambos casos que permanecerá tal como es. Se trata más bien de construir algo nuevo. Es
la diferencia entre luchar por la hegemonía y buscar el hegemonismo (Aboy Carlés:
2005: 136); entre universalizar una parte y pretender representar el Todo a costa de la
supresión del Otro. Justo lo contrario del lema de Bullrich: no es a todo o nada, pues no
hay todo ni hay nada, sino vetas, fibras, tejidos con los que la imaginación y la
persuasión políticas deben construir voluntades renovadas, cuya fuerza vital radica
precisamente en su incompletud. Inconcluso no es defectuoso.
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A pesar de que el empate es fruto de la vitalidad de los sectores populares,
paradójicamente lo más dañado en los últimos años por el impasse que genera el modo
de tramitar ese empate es precisamente la igualdad y la democracia. Porque el desarrollo
de una política —igualitaria, en este caso depende de la capacidad hegemónica de la
voluntad que la encarna. Su ausencia no resulta en la inexistencia de orden o de
dominación —un imposible en política—, sino en la agudización inercial de las
relaciones de poder existentes. En este caso, ha traído la oligarquización del país,
incluso a pesar de la democracia. “Empateno significa equilibrio ni neutralidad, y ni
siquiera un bloqueo o veto a todos los efectos, sino el éxito relativo de la fuerza más
poderosa. Empate hegemónico significa, en definitiva, que la lucha por la hegemonía
está en punto muerto, no una crisis orgánica —concepto cada vez más difícil de
precisar en sociedades complejas y multifacéticas, como varios puntos de hegemonía—.
En ese sentido, el empate no es tal porque no tiene el mismo efecto en toda la sociedad.
Argentina ha sufrido una notable erosión de la igualdad: si en los años 70 la brecha
entre el 10% más rico y el 10% más pobre era de 6 veces, hoy es de más de 15 veces.
Paradójicamente, en aquel entonces la democracia argentina no se había consolidado,
pero esa cohesión social y “la pasión por la igualdaderan resultado de una voluntad
democratizadora, que había sorteado incluso la proscripción de las fuerzas mayoritarias
e históricas que le habían dado impulso (radicalismo y peronismo). Esa cohesión social
se ha terminado, el contrato social está roto. Esto parece clave para comprender la
situación actual.
Siguiendo con la paradoja, a partir de la recuperación de la democracia en 1983,
Argentina pudo deshacer parcialmente el empate hegemónico, ya que fue capaz de
construir lo que antes era imposible por el antagonismo peronismo-antiperonismo. El
alfonsinismo y la renovación peronista tuvieron vocación de ampliación de sus bases y
no temieron las transformaciones que la misma conllevaba. Ello permitió construir un
espacio político común vivido como tal por sus actores. En este caso, una democracia
basada en el pilar ético-político de los derechos humanos. En este sentido, se podría
hablar de diferentes hegemonías. De hecho, podría decirse que ha habido en estos
cuarenta años una hegemonía relativamente más sólida, aunque ahora amenazada, en
términos de valores políticos —en el sentido estrecho del rmino— que en términos
económico-sociales, en el que el péndulo que describió Diamand parece seguir vigente.
Su resultado es la tarea pendiente de construir una democracia social en el país.
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La irrupción de Milei
Si uno de los problemas del empate hegemónico era que invitaba a deshacerlo
mediante el choque frontal y la negación de las voluntades políticas en disputa, la
emergencia de la figura de Javier Milei parece condensar ese rasgo y llevarlo a su
máxima expresión.
Su triunfo en las PASO implica novedades pero también reiteraciones. Por una
parte, es la primera vez que en la Argentina triunfa en las urnas un discurso
abiertamente neoliberal en lo económico. Ni siquiera Macri, siendo pro-mercado, fue
tan explícito: “mantendremos lo que [el kirchnerismo] hizo bien y cambiaremos lo que
está mal”, dijo en 2015. En su día, Menem ganó su primera elección en 1989 con un
discurso peronista clásico, basado en la suba de salarios y en la reactivación de la
industria nacional. Luego, cambió abruptamente hacia el ajuste neoliberal; su reelección
en 1995 se apoyó en la promesa de continuidad de la estabilidad del uno a uno que
había cortado la hiperinflación y que auguraba el aumento del poder adquisitivo. En
cambio, Milei ha prometido un ajuste del gasto público más duro que el del FMI, que ha
bautizado “Plan motosierra”. Para Milei, el problema de la Argentina es que el Estado
funciona sobre la base del principio de la justicia social, expresado en su día por Eva
Perón con la frase “donde hay una necesidad nace un derecho”. Milei afirma que tal
idea es aberrante, porque no se pregunta quién financia ese derecho y da pie así a un
gasto social indiscriminado e incesante. Como se ha dicho, Milei no propone una
economía de mercado, sino una sociedad de mercado. De ahí que llegara a mostrarse
favorable a la venta de órganos, al comercio de recién nacidos y al sistema de vouchers
para la escuela pública.
No obstante esta novedad, varios rasgos del discurso de Milei son clásicos en la
política argentina: el personalismo, el voluntarismo, la anti-política (el propio Perón la
practicó), el regeneracionismo y el señalamiento de una minoría parasitaria como
culpable de los males del país. En el discurso de Milei, esa minoría es la clase política, a
la que llama “la casta”, término que en sus orígenes utilizara Podemos en España. Esto
es muy representativo de las posiciones de Milei, en el sentido de que ha resignificado
expresiones y símbolos contrarios al statu-quo, más propios de la izquierda o del
peronismo, en favor de un discurso mercadolátrico y reaccionario en lo social y cultural.
La clase política, la justicia social y el Estado opresor, en la visión de Milei, estarían
obturando las energías creativas del país y, una vez removidos, dejarían a la nación en
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condiciones de “volver a ser grande otra vez”, como habría ocurrido —según el
imaginario histórico oficial—, pero no sólo entre 1880 y 1930, cuando Argentina era “el
granero del mundoy recibía a millones de inmigrantes de todo el mundo.
No obstante, contra lo que suele decirse desde su triunfo en las PASO, Milei no
quiere dinamitar el Estado por completo, sino el precario y episódico costado social del
Estado argentino. Milei busca un Estado mínimo, garante de la seguridad, de la
propiedad privada y de la vida de sus miembros, entendidos como individuos
poseedores. Un Estado que no interfiera y mucho menos intervenga en la “libre
iniciativade estos. Para Milei, un gramo de Estado social ya es “comunismo”. Pero
nunca renunciaría al monopolio de la violencia legítima estatal, pues garantiza la
propiedad privada. Cabría decir que cuestiona ese monopolio a través de la propuesta de
portación privada de armas, pero en tanto esta reforzaría la defensa irrestricta de la
propiedad privada individual, en verdad complementa aquella función estatal. Esto
queda patente en su asunción del discurso de la dictadura respecto del terrorismo estatal
entre 1976 y 1983 en términos de guerray “excesos”. Esto permite ver que su crítica
no se dirige al poder del Estado, sino al uso que se haga de ese poder en defensa
irrestricta o limitada de la propiedad privada de los sectores dominantes. Por eso puede
ceder parte del monopolio de la violencia legítima a los privados si esto sirve para un
mayor blindaje del poder social de los grupos hegemónicos y de la propiedad privada
como criterio del ideal de vida comunitario.
Cuando esto se escribe no se ha celebrado la primera vuelta de las
presidenciales. En nuestro análisis, lo más relevante no es si Milei llega a la presidencia,
lo cual no obstante tiene una importancia indudable en muchos otros aspectos. Lo clave
para nosotros es que el aproximadamente treinta por ciento de votos que obtuvo en las
PASO supone una voluntad política significativa. Cabe vincularla al empate
hegemónico no sólo como parte de la tendencia al desempate por la fuerza, sino también
porque complejiza ese impasse al sumarle un protagonista: ahora son tres las fuerzas
que lo integran.
¿Qué significa Milei? Parece el efecto de la creciente desigualdad y debilidad
del Estado ante el mercado que la Argentina viene sufriendo —salvo excepciones—
desde 1975-1976 (“Rodrigazo y plan económico de la dictadura). Pero es un efecto
paradójico, pues ha hecho converger en una misma voluntad política a excluyentes y
excluidos. En efecto, los sectores populares, que se sienten abandonados por el Estado,
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parecen haber reaccionado ya no recuperándolo, como tras la crisis del 2001, sino
rechazándolo. Si en el 2001 la protesta social hizo una separación entre clase política y
Estado en favor de este y contra aquella (“que se vayan todos”), hoy el niño cae en el
agua sucia. La impugnación ya no es a este Estado realmente existente, sino a cualquier
intervención estatal. Los desamparados han hecho de la necesidad virtud y se han
convertido en robinsones. Es el náufrago que desconfía del rescatista y prefiere nadar
solo hacia la orilla.
Caben dos atenuantes para comprender la situación. Uno es que, ante las
advertencias de que Milei significaría un “salto al vacío”, corresponde considerar que el
peligro de despeñarse puede no representar nada para quien siente que ya está en caída
libre hace años. La Argentina no crece económicamente desde hace más de diez años y
tampoco hay redistribución de la riqueza, que no depende necesariamente del nivel de
desarrollo, como sostienen el conservadurismo (Brasil es la decimoprimera economía
más potente del mundo y tiene un alto nivel de desigualdad). La ciudadanía tiene una
percepción negativa de los tres últimos gobiernos: el segundo mandato de Cristina
Fernández, el de Macri y el de Alberto Fernández, lo cual abarca —lo que no parece
casual a la luz del resultado de las PASOa las dos fuerzas políticas dominantes en los
últimos años. La desilusión con Macri fue especialmente importante, pues significó el
desencanto con la principal oposición liberal-conservadora al kirchnerismo, lo cual
generó un espacio abierto que Milei supo capitalizar. Pero también la decepción con el
gobierno de Alberto Fernández, que podía atraer al progresismo no kirchnerista. El otro
atenuante es que, como señala Pablo Semán (2023), que investiga sobre los votantes de
Milei, el voto no estaría significando necesariamente una coincidencia con los
contenidos programáticos, sino con la actitud de confrontación con lo dado y sus
responsables. En su última aparición pública, Cristina Fernández de Kirchner llevó más
lejos esta interpretación, al afirmar que había una demanda de bienestar detrás de ese
voto-protesta, y que eso no era ni de izquierda, ni de derecha, sino “casi peronista”. El
problema es que tal análisis valdría para evaluar cualquier apoyo a cualquier programa
político. Si bien tiene el mérito de no caer en la moralización de la posición del otro, lo
hace al precio de renunciar al estudio de la relación entre esos fines a los que se estaría
aspirando y los medios elegidos para alcanzarlos.
Si bien hay un desamparo, no es del todo justo hablar de “abandono de los
sectores populares por parte del Estado. Esa vulnerabilidad popular es resultado de
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distintos factores que conviene diferenciar. Quitando el importantísimo antecedente de
la dictadura (1976-1983) para centrarnos en el período abierto con la recuperación de la
democracia, cabría decir lo siguiente. Por un lado, ha habido gobiernos que quisieron y
no pudieron o no supieron, como el de Alfonsín (1983-1989), pero cuyo resultado (la
hiperinflación, fundamentalmente) golpeó la igualdad social. Por otro, hubo gobiernos
que quisieron y pudieron, como los primeros de stor Kirchner (2003-2007) y de
Cristina Fernández (2007-2011), aunque no lograron construir instituciones de bienestar
irreversibles o que transformaran la estructura social desigual y excluyente creada por
las políticas abiertamente neoliberales del menemismo. Tampoco, es justo decirlo,
sabemos si tal cosa era posible en un país periférico y sin peso en el mercado mundial
como la Argentina. Asimismo, es preciso señalar que aun en su época de decaimiento, el
segundo gobierno de Cristina Fernández (2011-2015) mantuvo una movilización social
en favor de la igualdad y la inclusión sociales. Y, finalmente, ha habido gobiernos que
llevaron adelante políticas que fracturaron la sociedad argentina: en primer término, el
gobierno de Menem (1989-1999), responsable de la gran transformación neoliberal, y
los de Macri (2015-2019) y De la Rúa (1999-2001), que ahondaron esa exclusión social.
Alrededor del menemismo y, sobre todo, del macrismo terminó formándose un
nuevo discurso, especialmente potente por su capacidad de aglutinar y constituir actores
políticos. Es la narrativa sobre ganadores y perdedores”, que por un lado señala a un
sector de la sociedad como un lastre parasitario —los “planeros”, es decir, aquellos que
reciben “planes socialesdel Estado— y, por otro, a un sector “productivo”, “moderno”,
“hecho a mismo”, al cual aspiracionalmente se vinculan amplios sectores de clases
medias y populares
1
. Este discurso denuncia el sobredimensionamiento del Estado, la
insoportable carga impositiva y la opresión de no poder ejercer su derecho humano a
comprar dólares. Cabe decir que Argentina, contra lo que sostiene este discurso y contra
lo que no dice el discurso progresista, tiene un sistema impositivo regresivo, basado en
los impuestos indirectos al consumo, síntoma de la debilidad estatal para recaudar
2
.
Asimismo, el habitualmente llamado gasto “de la políticano tiene un peso significativo
en el presupuesto, como lo pinta el discurso neoliberal, para el cual es la “clase política
y sus privilegios la que domina en el país. Para Milei, sería ese gasto de esa supuesta
1
Para un análisis de este discurso en el macrismo, véase Semán, 2021: cap. 10.
2
Desarrollo este argumento en Franzé, 2022.
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clase dominante lo que le falta al resto de ciudadanos para vivir como corresponde a un
país rico como sería la Argentina.
Es muy difícil captar lo nuevo en la política. Más, si cabe, en un país
políticamente tan vital como la Argentina, en el cual la noción evitista de que “donde
hay una necesidad surge un derecho se ha concretado históricamente más en la
construcción de sujetos con voluntad de lucha por el reconocimiento social de su
derecho a ser parte de la comunidad, que en la propia política pública y el bienestar
social. La Revolución del Parque de 1890, la Reforma Universitaria de 1918, el 17 de
octubre de 1945, el Cordobazo en 1969, el retorno de Perón en 1972, las madres de
Plaza de Mayo en 1977, los piqueteros en los ’90 y un extenso etcétera, así lo
atestiguan.
La política es sedimento: a la vez inédito, pero no original. ¿Qué hay de nuevo
en Milei, entonces? Su violencia, como bien apuntó Julián Melo. O mejor: esa violencia
incrustada en la democracia. Si bien la sociedad argentina se ha ido volviendo más
violenta en las últimas décadas —un buen signo de ello es la transformación del humor
y del lenguaje televisivo, por ejemplo—, el discurso de Milei sencillamente se basa en
la deslegitimación de todo aquel que no piense como él. Esta deslegitimación, además,
no se hace de modo indirecto o disimulado sino abierta y expresamente, a menudo a
través del insulto. Quien no piensa como Milei es tachado por este de ignorante,
malintencionado o corrupto. En cualquiera de los tres casos, siempre al servicio de “la
casta”, es decir, “los políticos”. Esto le permite, además, sublimar su dogmatismo
ideológico en un rechazo de la situación existente. El reduccionismo mecánico y
dogmático de cualquier problema al (supuesto no funcionamiento del) principio del
mercado libre simplifica la supuesta solución política y hace pasar su fanatismo por
indignación. En todo caso, cancela todo debate. En este sentido, Milei se presenta a la
vez como un académico y como un barrabrava.
El efecto del discurso de Milei es no permitir lo característico de la democracia
moderna, según Lefort (1990: 190-191): que el lugar del poder quede vacío. Lefort
alude a esta imagen para denotar que el principio de la democracia moderna es que
nadie encarna, como en el Antiguo Régimen, el poder, el saber y la ley, sino que se
basan en la contingencia y lo efímero de la ocupación del poder político, que no reside
en nadie sustancial, sino en la decisión soberana del pueblo. El pueblo soberano no
ocupa el lugar del rey, que incorporaba la ley, el saber y el poder, porque su voluntad es
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plural y contingente, de ahí que se renueve periódicamente a través de elecciones.
Incluso cuando se pueda criticar que esa noción lefortiana se plasme así en las
sociedades democráticas modernas, pues en ellas —según nuestra perspectivasigue
pesando la herencia epistemológica monista occidental, en virtud de la cual siempre al
fin hay una realidad a la que apelar como instancia que acabaría con las distintas
perspectivas y resolvería el debate existente. Aun así, esa pretensión de completar el
lugar vacío del poder se suele dar en las democracias contemporáneas más en términos
espaciales que temporales: esa invocación de la realidad no llega nunca a traducirse en
una pretensión de permanencia indeterminada en el poder. Resulta más una rémora del
monismo occidental que entra en colisión —desde nuestra perspectiva— con la
epistemología constructivista y pluralista de la democracia moderna, que una apuesta
por el autoritarismo legitimado por una supuesta posesión de la verdad.
El discurso de Milei sofoca ese lugar vacío. Por una parte, porque esgrime un
saber sobre cómo se debe organizar la sociedad con pretensión de ser una ley de lo
social —por eso decíamos que propone ya no una economía, sino una sociedad de
mercado—, no sujeta por tanto a elección. Por otra, porque no rechaza ese debate en
términos incluso de honesto error científico, sino que impugna a la persona que lo
esgrime, a la que recubre de insultos. Y, en cuanto a la ley, Milei parece dispuesto a
hacer honor a su apellido. Ante la ausencia de estructura política, dado que no cuenta
con gobernadores, ni senadores, ni intendentes, sino sólo con tres diputados nacionales,
uno de los cuales es el propio Milei, se le preguntó cómo pensaba llevar adelante “Plan
Motosierra”. Su respuesta fue que lo haría a través de Decretos presidenciales y/o
convocando a plebiscitos. En Argentina, el poder ejecutivo puede dictar decretos en
casos de excepción sólo cuando el Congreso no llega a tramitar la ley correspondiente.
No obstante, una vez promulgado, debe ser revisado por el Congreso, que
eventualmente puede cancelar su validez. Aunque más usado de lo correspondiente, en
cualquier caso hay asuntos (materia penal, tributaria, electoral y régimen de partidos)
para los que un decreto no vale. Por su parte, el plebiscito, para ser vinculante, también
debe ser convocado por la Cámara de Diputados. Encarnados dos de los tres elementos
que señalaba Lefort, el saber y la ley, a Milei sólo le quedaría pendiente personificar el
poder político formal, del cual lo separa el acto electoral.
De esto se derivan dos cuestiones. Por una parte, el discurso de Milei puede ser
caracterizado, siguiendo la conceptualización de Enzo Traverso (2018: 18), como post-
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fascista. No porque responda a la ideología específicamente fascista, sino porque su
lógica es la de un discurso dogmático y autoritario que busca alcanzar sus objetivos en
el seno de la democracia, y no explícitamente a costa de ella. También es cierto que una
característica del discurso de Milei es una declarada indiferencia por el pasado, que
forma parte de una visión eficientista mercantil de concentrarse en lo rentable, que sólo
puede estar en el presente y proyectarse en el futuro.
Aun así, cabe señalar que del pasado Milei rescata la Argentina liberal y
predemocrática del XIX; que reproduce el discurso de la dictadura acerca de los
desaparecidos al afirmar que “durante los 70 hubo una guerra, y en esa guerra las
fuerzas del Estado cometieron excesos (Milei, 2023); y que recupera como mejor
presidente a Menem. En esta dirección, en el primer debate entre candidatos a
presidente Milei fue el único que no nombró la palabra “democracia”. De hecho, en la
definición de su proyecto político, la democracia no ocupa ningún lugar, ni como
institución, ni como valor. Dice Milei (2022): “El liberalismo es el respeto irrestricto del
proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del
derecho a la vida, la libertad y la propiedad privada, cuyas instituciones fundamentales
son: 1. Propiedad privada; 2. Mercados libres de la intervención (siempre violenta) del
Estado; 3. Libre competencia, entendida como libre entrada y salida; 4. División del
trabajo; y 5. Cooperación social”.
Es notable, por otra parte, la contradicción —al menos formal— entre su
condena de la “siempre violenta intervención del Estado en economía y su
caracterización del sistemático accionar golpista y terrorista del Estado durante la
dictadura como una legítima intervención en una “guerra”, en la que sólo se habrían
cometido “excesos”. Esto termina de explicar que la portación privada de armas que
Milei impulsa no cuestiona el monopolio de la violencia del Estado, sino que lo
complementa, amplía y refuerza, dándole capilaridad. Lo único que pone en cuestión
Milei de ese monopolio es su la legitimidad como emanación del respeto del Estado de
Derecho.
El efecto clave del discurso de Milei es que desplaza la frontera política de la
democracia argentina, simbolizado en los derechos humanos y el repudio a la dictadura.
Su enemigo ya no es el autoritarismo, sino el “comunismo”, un significante vacío capaz
de incluir, como en la época del terrorismo estatal, a todo aquello que el que lo enuncia
considera opuesto a su proyecto. El discurso de Milei es una violencia que busca
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cancelar la legitimidad del conflicto en democracia. Busca sustituir la heterogénea
composición de los vínculos sociales por la sola ley del beneficio privado capitalista.
Por eso en su sociedad no cabe otro sujeto que el homo economicus y todo aquel que no
comparta ese criterio no merece el respeto como persona, pues parece no alcanzar
siquiera el estatuto humano mismo.
El discurso de Milei parece ser la consecuencia más profunda de la corrosión de
la vida social argentina, que paralelamente ha llevado al vaciamiento de contenido de la
democracia misma, su reducción a mero régimen electoral o, más precisamente, a puro
mercado de partidos en “competenciapor el voto del ciudadano, devenido consumidor
político. La pregunta que despierta este discurso es si sus efectos, tanto las
consecuencias previsibles de su aplicación como la violencia que esparce, no existen ya
en realidad para millones de argentinos y, en ese sentido, si una democracia puede ser
tal desnuda de su costado social, esto es, del principio civilizatorio que supuso el Estado
de Bienestar: que la comunidad se hace corresponsable de la vida de sus miembros. Este
principio entraña un respeto —ahora sí— del proyecto de vida del prójimo, porque no lo
hace depender de su éxito en el mercado y, así, permite que esos proyectos vitales se
guíen por otros criterios diferentes del que presuntamente mueve al homo economicus.
El discurso de Milei es profundamente monista y, por ello, dogmático, en tanto
concibe que hay un único modo de vivir humanamente la vida, movido por el principio
del beneficio privado capitalista. Este, además, haría armonizar todas las acciones
sociales de los ciudadanos-consumidores. Todo lo que no armoniza es fruto de una
perturbación externa a la lógica mercantil, que no puede sino provenir del Estado, que
“violenta ese mecanismo automático. Esta mercadolatría puede parecer el modo de
generar y acoger el pluralismo y la diversidad, pero al depender de ese principio y de
esa antropología únicos, revela su profundo autoritarismo e intolerancia a la diversidad
de modos de vivir. Por eso ve violencia en la apropiación legal del dinero privado por el
Estado (impuestos) pero no ve violencia en un sistemático plan terrorista de exterminio
de “comunistas subversivoscomo el de la última dictadura.
Estamos así ante un discurso epistemológicamente anti-democrático porque en
lugar de excluir al autoritarismo, no reconoce la pluralidad de valores en pugna y buscar
cancelarla a través del imperio de un único criterio que armonizaría todas las acciones
sociales, lo cual acaba expulsando la posibilidad de elegir qué valores guiarán nuestra
vida personal y colectiva. La libertad, así, no puede sino retroceder.
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CONCLUSIONES
El empate hegemónico descrito por nuestros autores comenzó a resolverse hacia
1983, después de la noche más trágica de la Argentina, no porque algún actor reafirmara
su identidad y la impusiera sobre los demás, sino porque fue capaz de construir algo
nuevo con las piezas existentes. Los organismos de derechos humanos, Alfonsín, la
renovación peronista y la ciudadanía fueron dando lugar a una nueva hegemonía,
democrática y basada en el Nunca Más a la dictadura. Si bien en términos económicos
el “péndulo argentino” continuó, y con él sus crisis recurrentes (1989; 1990; 1995;
2001; 2015, etc.), se atenuó por la existencia de este espacio común democrático, que
generó una nueva identidad colectiva.
Un camino similar siguió el país tras la grave crisis de 2001, cuando Néstor
Kirchner apeló a la transversalidad como forma de articular una nueva identidad a partir
de los fragmentos (o ruinas) que la crisis había dejado tras de sí. En ambos casos, 1983
y 2003, los contendientes ya no subían al ring con el objetivo de derribar a sus
oponentes y dominar el escenario a su antojo. Ahora los que luchan parecen hacerlo más
para anular que para articular al otro.
Hay dos crisis en Argentina, conectadas y superpuestas. Ambas son políticas y se
vinculan al empate hegemónico. Sólo podemos distinguirlas analíticamente.
Por un lado, una vez aceptada la democracia como terreno común sobre la base
del compromiso de 1983 de rechazar la muerte como recurso político, lo que está en
juego es si la democracia se entenderá como el Estado de derecho más un régimen
electoral o como un Estado social de derecho. En otras palabras, si la comunidad se
responsabilizará de la vida de los sujetos que produce o los abandonará a su suerte. Esto
es lo que ha dado lugar al empate hegemónico. Pero, como hemos dicho, ese empate ni
es el problema en sí, ni significa que el terreno social se haya vuelto neutro para quienes
lo habitan.
Por otro lado, la forma en que los actores están viviendo e interpretando la
posible salida de este impasse, anulando y no articulando al otro, está provocando una
degradación de la propia democracia al impedir cualquier horizonte de transformación.
El resultado de ambas crisis es menos democracia. Por supuesto entendida como
régimen social, pero también incluso como puro régimen electoral, porque la
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agresividad de la comunidad para con sus miembros tiende a negar el ejercicio de la
ciudadanía, incluso en un país tan movilizado como la Argentina. Y, también, porque el
debate público que lo electoral requiere se ha visto notablemente empobrecido en virtud
de la deslegitimación mutua entre actores. La convergencia de ambas crisis ilustra cómo
el desbalance que subyace en el empate se agudiza por la falta de vocación hegemónica
de las fuerzas igualitarias y profundiza la oligarquización.
El problema ahora es que la erosión de la igualdad y de la convivencia ya no es
un efecto de la incapacidad de lidiar con el empate hegemónico, sino el objetivo
explícito de discursos —como el de Javier Milei— que cuestionan no sólo el pilar ético-
político de la democracia argentina —los derechos humanos— sino que proponen un
programa neoliberal radical. En efecto, este discurso darwinista, radicalizado por los
liberal-libertarios, ha interpelado y movilizado a un importante sector popular, que ve en
el Estado ya no un estorbo, sino un opresor. Si triunfa, su resultado será un país todavía
más desigual, por no decir una guerra abierta contra los “perdedores”.
¿Debemos diagnosticar falsa conciencia por parte de las víctimas? No. Nadie es
algo antes de interpretar en qué condiciones vive y cómo quiere vivir su vida. No se
trata de ser paternalista ni de echar culpas: la política es una lucha por darle sentido a la
vida social e individual, sin instancia trascendente (sea una vanguardia, sea una ciencia
de la historia, sean las leyes del mercado) que la dirima. Por lo tanto, desde una
perspectiva preocupada por la igualdad, habrá que preguntarse por lo que no se ha
sabido, querido o podido hacer y volver a la dura tarea política cotidiana de tallar el
mundo por venir y convocar voluntades para ello. Se trata de un desafío sin precedentes
para la democracia argentina desde 1983, que obliga especialmente a los sectores
favorables a la igualdad a recuperar la vocación hegemónica que han perdido.
La agresividad hacia el otro, la asfixia del espacio común, la glorificación del
cazador es el medio ambiente en el que ya viven millones de argentinos. El choque del
discurso de Milei con la democracia pluralista no se reduce a una cuestión de formas o
modales. El escándalo no consiste en que Milei diga lo que no se puede decir. Decir es
hacer, y su palabra es violenta, pero la sensibilidad con esa agresividad no puede ser
mayor con nuestros oídos que con la deshumanización de tantos, que sobreviven en una
suerte de Estado de Naturaleza, abandonados, cuando no agredidos, por la comunidad
que debería cobijarlos. Es discurso de Milei en buena medida le coloca un espejo a la
comunidad política argentina. Milei, en definitiva, parece más consecuencia que causa.
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No parece casual que el discurso de Milei haga de la figura del león su insignia
3
.
“Los que sólo imitan al león no saben lo que llevan entre manos”, escribía Maquiavelo
(2001: 71). Con ello afirmaba que, justamente por tratarse de una lucha, la política es
legitimidad, no fuerza desnuda. Por eso para triunfar no basta siquiera ser el rey de la
selva. Y lo que falta tampoco es sólo la astucia y el ingenio de la zorra, porque la fuerza
debe ser guiada y subordinada a lo humano, simbolizada para Maquiavelo en la ley
como encarnación de los acuerdos colectivos. Sólo cuando el camino humano no
alcanza hay que recurrir a la fuerza, enseña el florentino, y en la dosis mínima necesaria
porque supone entrar en el mal. El político que entiende lo que lleva entre manos es,
entonces, un centauro. La democracia encarna bien esta lógica de lo político, al
consagrar la persuasión y sostener el acuerdo —materializado en la ley— con el
monopolio de la violencia legítima como último recurso excepcional ante aquellos que
no lo reconocen. Y no sólo por cuestiones ético-políticas, que también, sino porque al
trabajar con creencias y valores, la política sólo puede realizarse de ese modo. Dicho
más rápidamente, que la política es hegemonía. Algo de esto parece en juego en la
Argentina de hoy.
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3
Agradezco a Gastón Soroujón hacerme notar la importancia de esta imagen como
representativa de la concepción de la política de Milei.
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Javier Franzé
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