Julián Alberto Melo y Cristian Acosta Olaya
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RESISTENCIAS vol. 2, Nov./ 2023- Nov./2024
Las ciencias sociales en la comprensión del orden sociopolítico
Noviembre de 2024. Son días duros para la Argentina. El contexto viaja a
velocidades extraordinarias. La violencia trepa por las paredes del tejido social e
institucional de manera impensada, molesta, denigrante. El registro retórico que avanza
sobre el debate público casi no deja resquicio para no sentirnos obligados a replicar esa
condición (in)justamente violenta que conduce, casi de la nada, a la descalificación y la
deslegitimación, sin más, del oponente o el adversario. Por momentos, pareciera que se
trata simplemente de subirse a una ola creada por otro, con el destino de atacar a
mansalva cualquier cosa que no esté de acuerdo, usando cualquier palabra, cualquier
argumento. El objetivo es explícito: destruir, demoler, desmantelar, desmotivar; en
definitiva: hacerle mal al resto. Así está el juego.
De esta manera, la violencia a la que está sometido el debate público parece
obligarnos a tomar partido con rapidez, so riesgo de caer en una ya muy
despavimentada avenida del medio. El punto es que quienes azuzan con rigor ese fuego
(el de tomar partido), a veces, soliviantan el chisperío en la solicitud de un apoyo
personal, cuando y de más está decir de lo que se trata ahora, al revés, es de lo que
cada argumento simboliza para el sostenimiento de la vida en comunidad, de arreglos
gregarios de convivencia, precarios y contingentes, pero concebidos con pretensión del
beneficio del dañado”. A veces, reiteramos, “tomar partido” no es tan difícil (en este
caso es obvio). El punto, sin embargo, es la forma que elegimos para hacerlo.
Pensar algo en común y no exterminar eso colectivo ya es una forma de tomar
partido. Si todo se mide en cotizaciones, préstamos y canjes, la vida tendrá una forma,
la que sea, pero, creemos, lo que hay que discutir es si (es deseable que) todo en nuestra
vida se mida en esos términos. Para poner en cuestión esta forma de entender la vida en
común es que justamente, entre otras cosas, existe la ciencia social. Un aporte quizás no
dinerario, es cierto, pero que implica muchísimo trabajo de lectura, de reflexión, de
escritura, de discusión.
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El bienestar económico es una preocupación central en la Argentina. Estaba
incluso en el corazón del mensaje transicional de Alfonsín. Aquella democracia
restablecida, con la que como rezaba la multitud de aquellos años “se come, se
educa y se cura”, suponía condiciones materiales básicas justamente para poder comer,
educarse y curarse. No obstante ello, y no se trata de una insuflación a aquel discurso ni
de aquel líder, el económico no es el único tipo de bienestar al que podemos o
podríamos apuntar. Bienestar, en todo caso, es hoy una palabra que parece molestar,
rayando los bordes de la psicosis, a quienes la confunden con colectivismo, para el que
ya le dio un sentido malo a esa palabra (a la palabra colectivismo y a sus supuestos
sinónimos). Aquí, por nuestra parte, no buscamos afirmar que el sentido del bienestar es
uno solo. Se trata, antes bien, de ponerlo en debate, más aún cuando se trata de un
concepto que alude fundamentalmente a un “común” (a un colectivo) y no a individuos.
Incluso, en el discurso más difundido en la actualidad argentina, ese “individuos”
recorta sobre un “colectivo”: los “argentinos de bien”; colectivo del que nadie sabe bien
si forma parte o no pero que, al fin y al cabo, es inevitable para construir políticamente
lo social. Lo colectivo, en definitiva, y pese a las formas que adquiera, es ineludible.
Si esto suena coherente, el paso lógico aquí es deconstruir incluso nuestras
propias ideas de base. La política nacional está demoliendo el sistema universitario (el
sistema educativo en general) y el sistema científico y tecnológico. Tácticas de
expulsión de trabajadores, aun de manera molecular, son diarias. Tácticas de
desfinanciación de circuitos de becas, de ingresos a la carrera de investigador (en el
CONICET fundamentalmente), de activación de proyectos de investigación aprobados
(incluso de proyectos que no financia el Estado nacional), son parte del juego diario.
Eso es moneda literalmente corriente.
Ahora bien, ¿qué sentido tiene salir a explicar que el sistema científico y
tecnológico nacional (mismo las universidades nacionales) es uno de los más reputados
en el mundo? ¿Qué sentido tiene explicar que, quienes somos parte y quienes a aspiran a
serlo, nos sometemos a mecanismos hasta cuádruples de evaluación para continuar o ser
parte de ese sistema? ¿Por qué deberíamos discutir, desde el tono utilitario actual,
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cuánto ganamos los docentes universitarios y los investigadores, porque se paga “con la
nuestra”? Justamente ahí está la deconstrucción: la idea de nuestra”. Aplicando la
misma lógica, los docentes y los investigadores aportamos la parte que corresponde de
tasas e impuestos para que, entre otras cosas, cobre el salario como debe ser el jefe
de gabinete o el presidente de la cámara de diputados.
Pero, a tono con lo que venimos diciendo, no se trata de cancelar argumentos
fáciles del rival con frases más o menos determinantes; tampoco se trata de replicar la
lógica básica de los argumentos (utilidad, impuestos, equilibrio, etc.). Antes bien, lo que
se trata es de poner en el centro de la discusión pública que lo que está en juego hoy no
es simplemente el salario de un grupo, sino la forma de “vivir en común” de una
totalidad. Y eso que se pone en juego es un modo de legitimar o deslegitimar la palabra
del otro.
De este modo, el proceso de deconstrucción puede arribar a lugares de
aportación. Tal vez no es cuestión de aborrecer que alguien se jacte de hacer el ajuste
más importante de la historia, ni de explicarle que ese ajuste supone (más) pobres y cada
vez más desnutrición. Tampoco será cuestión de sufrir con las reivindicaciones al
terrorismo de Estado y la apología al uso de gas pimienta contra menores de edad,
exponiendo razones para recuperar una vida en común que, con mil defectos, tenía un
sentido. En principio, quizás y para nosotros, se trata primordialmente de estudiar e
investigar de dónde emerge, cómo se configura y reconfigura a diario, hacia dónde
apunta una nueva forma de entender el mundo, de la cual el nuevo credo oficial es tan
lo una parte. Y puede que las conclusiones y consecuencias de este primer paso
pongan en evidencia el rol primordial de las ciencia sociales, cuando esta apunta a rever
(y no a prever) los presupuestos y valores mismos que organizan lo común de la
comunidad. De allí que se pueda discutir, por ejemplo, si aquel consenso democrático
que suponíamos inquebrantable desde 1983, aun con los vaivenes obvios, no fuese tan
indestructible como creíamos; o que, frente a la tentación de responder a la destrucción
actual con mera violencia, establezcamos un momento de reflexión de los procesos
legados por nuestro pasado reciente, para así evaluar no tanto las potencialidades sino
las limitaciones de combatir lo ilegitimo, incluso, lo insoportable, por mano propia.
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Por supuesto, es posible que el contexto de pobreza y destrucción como el que
vivimos nos ofrezca poco espacio para el debate, para la tarea de pensar y discutir.
Quizás, por lo pronto, nos (re)signamos a sobrevivir, atomizados, escuchando día a día
que alguien tuvo que despedir a alguien o que fue despedido (y no solamente en el
Estado). De cualquier manera, dudamos que nuestra tarea sea la de auparse en una
vorágine editorial que reitera desde distintas perspectivas de quién es culpa
“Milei”. No es cuestión de avisar que “yo lo vi venir antes y ustedes no se dieron cuenta
de nada”. En suma, la ciencia social no puede pretender explicar todo en base a
encuestas ni, mucho menos, arrogarse capacidad de predicción. Hacer ciencias sociales,
denostadas y vilipendiadas a niveles insólitos en la actualidad, supone, para nosotros,
poner en debate los argumentos (o diatribas, lo que sea) sin dejar de ser como afirmó
Javier Franzé, quien ha publicado en el número inicial de nuestra revista rigurosos en
su lectura.
Ser rigurosos sugiere, de suyo, que hacer ciencia social no puede significar
revelar una verdad que nadie vio. El “hecho” (estrictamente entre comillas) de que no
podamos afirmar verdades propone, hacia el final de nuestra deconstrucción, que esos
propios conceptos (el de verdad y el de hecho) son discutibles. La cuestión, sin
embargo, radica en la textura y los límites de lo realmente discutible. Ocurre que en este
contexto el ataque diario, la provocación (sea o no calculada), generan literalmente una
regurgitación casi constante. No obstante ello, la tarea que aquí invocamos la
rigurosidad en las ciencias sociales no remite a un reclamo sectorial, corporativo, o
como gustan decir, de “privilegios”. No se trata de una cuestión auto-protectiva para
poder seguir viviendo bien”. Se trata de cómo vivimos entre todos. Eso común que
tanto se vilipendia tiene miles de años de reflexión encima. Sócrates, Platón,
Aristóteles, Maquiavelo por sumar. Marx, Weber, Durkheim y Gramsci por agregar
algunos más. El propio Hayek, para que quede clara la postura. Todos pensaron modos
de vivir en común y se podrá estar de acuerdo o no, claramente.
Pero lo que está en juego hoy es exactamente eso: quién puede hablar por “un”
nosotros y quién define ese nosotros. No es cuestión de sólo aceptar errores del pasado
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como si eso arreglase algo. Tampoco de afirmar bondades propias para cancelar la
bestialidad del que “no ve diciendo que el resto no ve”. Ahí está en juego algo más que
una verdad o una razón personal o particular. Se trata de una razón común construida y,
por ende, luchable. Desde distintos espacios y frente a la debacle generalizada que
estamos presenciando, resistir las Resistencias es la tarea del ahora. Como se
pueda.
Julián Alberto Melo y Cristian Acosta Olaya
Revista Resistencias
Buenos Aires, noviembre de 2024