Germán Aguirre y Sabrina Morán
RESISTENCIAS vol. 2, Nov./ 2023- Nov./2024
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El concepto de populismo y el problema de la definición en las ciencias
sociales. Una aproximación desde la historia conceptual
Artículo recibido: 28 de junio de 2024
Artículo aceptado: 18 de julio de 2024
Publicado: 30 de noviembre de 2024
Germán Aguirre
(IIGG-UBA/CONICET)
Sabrina Morán
(IIGG-UBA/CONICET)
Resumen
El concepto de populismo ocupa un lugar protagónico en el debate público y académico
del siglo XXI. Tal centralidad se sostiene sobre la base de una fuerte polemicidad, que
impide todo consenso respecto de su significado y que lo encuentra utilizado como arma
retórica en la lucha por calificar ciertas experiencias políticas del pasado y del presente.
En este escenario, los intentos de delimitar y definir el populismo siguen apareciendo
por doquier, sin que ninguno de ellos tenga éxito en ordenar una discusión fuertemente
normativa. Partiendo de este diagnóstico, este artículo busca plantear que una
aproximación histórico-conceptual a la cuestión populista puede iluminar aspectos no
suficientemente tenidos en cuenta en el debate actual, orientando el estudio de este
concepto político hacia su interpretación y comprensión, antes que a la delimitación de
una definición. El texto presenta un recorrido en dos movimientos desde la historia
conceptual hasta las coordenadas de los debates de las ciencias sociales
latinoamericanas sobre este asunto. Primero, se recuperan las precauciones
metodológicas de Koselleck frente al anacronismo, el modo en que esta perspectiva
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entiende el “concepto”, la relación entre historia social y conceptual, la noción de
concepto histórico fundamental y la de conceptos contrario-asimétricos. Se arguye que
estos elementos pueden orientar un trabajo sobre el concepto de populismo que
trascienda la encerrona positivista de las ciencias sociales. Posteriormente, se traza la
centralidad latinoamericana a la hora de bosquejar el devenir del populismo en un
concepto histórico fundamental, poniéndose luego el foco en la preeminencia de las
definiciones mínimas al interior de las ciencias sociales.
Palabras clave: populismo, historia conceptual; ciencias sociales.
1. El populismo, entre la definición y la interpretación
El populismo expone, quizá como ningún otro concepto contemporáneo, las
tensiones que recorren el vínculo entre las ciencias sociales y la historia. Las polémicas
que rodean la cuestión populista
1
se declinan en disyuntivas específicas entre lo
descriptivo y lo prescriptivo, lo local y lo global, lo actual y lo inactual. Todos los años
se publican decenas, incluso cientos de artículos y libros que procuran, desde distintos
enfoques y aproximaciones, echar luz sobre este elusivo fenómeno. En efecto, al día de
hoy sigue siendo objeto de debate la pregunta sobre qué es el populismo y quiénes son
los populistas, y no son pocos los autores que sugieren desechar el término en virtud de
su carácter inasible, equívoco e impráctico (Roxborough, 1984; Ogien y Laugier, 2017;
Arditi, 2024).
Este artículo no pretende ofrecer una nueva respuesta a tales preguntas, sino
centrarse justamente en esas polémicas como un índice o síntoma de un problema
teórico y metodológico a desarrollar. Puntualmente, nos interesa sugerir la hipótesis de
que los incordios acerca de la cuestión populista reposan en la ausencia de un vínculo
más reflexivo y fluido entre las ciencias sociales y la historia. En este sentido, creemos
que la historia conceptual entendida como un enfoque amplio e interdisciplinario, que
se ha enriquecido desde múltiples disciplinas en los últimos años puede ofrecer
1
Proponemos pensar al populismo más como una cuestión que como un problema (Milner,
2007), es decir, no como algo a lo que se le puede dar una solución técnica que lo clausure
como tal, sino a lo que solamente puede dársele alguna respuesta en forma precaria y pasible de
ser disputada políticamente.
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algunas claves de inteligibilidad sobre ciertos puntos ciegos que rodean al debate sobre
el populismo y aportar a “la comprensión misma como eje transversal de la tradición de
pensamiento al que se adscriben la ciencia y la teoría políticas” (Acosta Olaya, 2023, p.
6).
Para ilustrar nuestro punto de vista planteamos a continuación un recorrido en
dos movimientos desde la historia conceptual hasta las coordenadas de los debates de
las ciencias sociales latinoamericanas en torno a la cuestión populista. En un primer
movimiento recuperamos las herramientas heurísticas que la historia conceptual ofrece
para abordar un concepto político que nos es contemporáneo. Entre ellas, la relación
entre historia social y conceptual, la delimitación de un concepto político fundamental y
la noción de conceptos contrario-asimétricos, son algunos elementos que pueden
orientar un trabajo sobre el concepto de populismo que trascienda la encerrona
positivista de las ciencias sociales. Desde allí nos permitimos esbozar las primeras
coordenadas de una crítica histórico-conceptual a dichas disciplinas. A continuación,
ofrecemos un diagnóstico sobre los límites que las ciencias sociales latinoamericanas
encuentran para abordar la cuestión populista, haciendo foco justamente en su
positivismo y su normativismo, por lo que proponemos una historización de las ciencias
sociales que permita poner en perspectiva el concepto de populismo y contribuir a su
comprensión.
2. “Sólo es definible aquello que no tiene historia”. R. Koselleck y la crítica a
las ciencias sociales
Quienes provenimos de las ciencias sociales somos testigos de un sesgo
epistemológico harto conocido: por mor de su carácter científico, las disciplinas
abocadas al estudio de lo social y lo político se rigen por una dinámica que pendula
entre la construcción de definiciones a partir de la inducción y la recolección de casos
que permitan confirmar definiciones construidas ad hoc. Definir, clasificar y comparar,
esa parece ser la cuestión. Este rasgo eminentemente positivista, lejos de alivianarse con
su profesionalización, se ha profundizado con la autonomización de cada una de las
disciplinas que hacen parte del conjunto de las ciencias sociales. Sin embargo, en lugar
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de resultar en un progreso del conocimiento científico, este modus operandi pone a los
cientistas sociales en una encerrona permanente pues ¿qué pasa cuando la complejidad
de lo que observamos no cabe en una definición? ¿Qué hacer cuando tenemos una
definición en la que no entran todos los casos? ¿Es una definición lo que necesitamos
para comprender los problemas del presente a cuyo estudio nos dedicamos?
En la estela nietzscheana, Koselleck nos da una advertencia clara: sólo es
definible aquello que no tiene historia” (2009, p. 102). Esa afirmación conlleva una
doble consecuencia: primero, sugiere que la definición como aspiración máxima del
proceder científico conduce a la deshistorización de los conceptos que usamos; segundo,
señala que los conceptos políticos portan una pluralidad de significados, provenientes
de sus usos polémicos a lo largo del tiempo. Por ello, la falta de reflexividad histórica
conduce a un abordaje impreciso de los lenguajes políticos y sociales contemporáneos,
al dotar a los conceptos de un halo de neutralidad, universalidad y transparencia que
impide una interpretación adecuada de los mismos (Aguirre y Morán, 2020, p. 61). Al
mismo tiempo, propicia los anacronismos y el recurso descontextualizado a conceptos
cuyo uso tiene mucho para decirnos acerca de las luchas por la puesta en sentido del
mundo común, las cuales siempre tienen lugar en un tiempo-espacio determinado, y de
las cuales el discurso científico no puede, aunque quiera, escapar (Foucault, 1970).
Historizar los conceptos, en cambio, permite “un control semántico de nuestro actual
uso lingüístico” (Koselleck, 2009, p. 99), lo que habilita el reconocimiento de su
singularidad epocal. Así, la historia conceptual koselleckiana brinda una batería de
herramientas heurísticas de gran utilidad para salir de la encerrona positivista de las
ciencias sociales.
De manera ostensible, un primer gran aporte de la historia conceptual de
Koselleck a las ciencias sociales reside en hacernos más conscientes de los
anacronismos y los teleologismos que operan a menudo subrepticiamente en nuestra
reflexión y en nuestras investigaciones. Gracias a ello erigimos ciertas precauciones de
método, a partir de la cuales pasamos a asumir, por ejemplo, que los conceptos no
pueden extrapolarse libremente de una época a otra, ni tampoco evaluarse en función de
metas o criterios surgidos de nuestro presente, que quizá no eran los avizorados por los
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agentes de otro tiempo y/o de otro lugar. Asimismo, al poner de relieve la historicidad
de los conceptos políticos, se deja en evidencia la ya sugerida tendencia de las ciencias
sociales al nominalismo. No es nuestra intención afirmar que las definiciones no sean
necesarias ni útiles en la construcción del conocimiento científico, pero creemos que en
todo caso esa operación debe efectuarse con mayor cuidado y rigurosidad, tomando en
cuenta la compleja profundidad histórica que los conceptos de nuestro léxico político
portan.
Un segundo elemento de la historia conceptual que ofrece un enriquecimiento
heurístico para las ciencias sociales reside en la propia noción de concepto que
Koselleck vehiculiza (Palti, 2011; Pinacchio, 2018). En el lenguaje de la historia
conceptual, los conceptos no aluden a lo que usualmente se piensa cuando nos hablan de
ellos. Pues el concepto no aparece aquí asociado ni a la definición ni a la univocidad,
sino a todo lo contrario: aloja lo plural y lo polémico, la proliferación de sentidos a
distintos niveles de profundidad histórica. El concepto es un concentrado de
experiencias históricas diversas que se abren a la interpretación tanto en el análisis
sincrónico como en el diacrónico. Siendo a la vez habitáculo y vector de la lucha
política, índice y factor de experiencias y expectativas, el concepto otorga una voz a la
política y a la alteridad. Desde el momento en que adoptamos una perspectiva histórico-
conceptual, este deja de ser un artilugio manipulable a voluntad: si somos consecuentes
con las enseñanzas de Koselleck, el concepto porta ya una materialidad que no podemos
desoír.
Ahora bien, el concepto debe poseer también ciertos atributos que permitan
singularizarlo. Es decir, para poder trazar la historia de un concepto es necesario dotarlo
de un mínimo de unidad e identidad. Pues, por ejemplo, ¿cómo comparar las
mutaciones diacrónicas de un concepto si no se presupone que se está hablando en el
fondo del mismo concepto, es decir, sin postular la unidad del mismo? De manera
análoga, ¿cómo singularizar momentos conceptuales sin presuponer que son momentos
de algo, esto es, de un todo mayor del cual son parte? (Capellán de Miguel, 2013). En
definitiva, ¿qué es lo que dota de unidad al concepto, y de qué tipo de unidad estaríamos
hablando? Aunque no lo parezca, decir esto supone reintroducir una serie de dilemas
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teóricos y metodológicos cruciales para la investigación histórico-conceptual. La
pregunta aquí podría ser: ¿cómo se conjugan la identidad y la alteridad a la hora de
reflexionar sobre un concepto y analizarlo históricamente? La historia de un concepto,
¿es tan sólo la suma de sus múltiples usos sociopolíticos en diferentes períodos
históricos? Podríamos decir que en cierta medida sí, porque la reconstrucción histórica
busca dar cuenta de los estratos de sentido operantes a distinto nivel de profundidad.
Con todo, el riesgo allí sería el de terminar por trazar la historia de la palabra antes que
la del concepto. Del otro lado puede aparecer, sin embargo, un riesgo paralelo toda vez
que pretendemos arribar a cierta síntesis o unidad de sentido necesariamente demandada
por la tarea teórico-política. El problema aquí sería el de declinar progresivamente
desde una historia del concepto hacia una historia de la idea, contra la que
efectivamente se erigió la historia conceptual en sus orígenes (Palti, 2005).
No obstante, este riesgo parece verse acotado por la relación explícita (y
controvertida) que Koselleck (1993) establece entre historia social e historia conceptual.
Mientras que la primera pone el acento en los eventos sociohistóricos así como en las
transformaciones de las condiciones sociales, la segunda se centra en la articulación
lingüística de ese entramado de experiencias y acciones sociopolíticas (Koselleck,
2012). Historia conceptual e historia social son hermanadas, pero nunca coinciden, sino
que la relación entre los acontecimientos sociales y su elaboración lingüística es la de un
desencuentro, la de una dislocación (Aguirre y Morán, 2020, p. 68, Pinto, 2015). Aun si
presuponemos el caso empíricamente irrealizable de que ambos ámbitos pudieran
tematizarse como una totalidad limitada, seguiría existiendo una diferencia insuperable
entre cada historia social y la historia de su concepción (2012, p. 12). Desde la
perspectiva koselleckiana, los conceptos no agotan la realidad histórica misma, pero son
los que permiten comprenderla y, a la vez, estructuran los horizontes de sentido y las
experiencias de su multiverso temporal.
En otras palabras: toda historia social es ya historia conceptual y toda historia
conceptual es ya historia social. O dicho de otro modo: no se puede hacer historia social
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sin historia conceptual, ni a la inversa, por eso Koselleck busca anudarlas
2
. Ahora bien,
ese remitirse mutuo produce una desestabilización constante de cualquier intento de
arribar a una explicación total de la historia, sea esta de base materialista o de base
idealista. En realidad, uno podría decir que la reflexión de Koselleck, si es coherente,
debería volver a una historia a secas, sin adjetivos, pero mostrando la complejidad de
esa historia que impide cualquier pretendida totalización. De nuestro lado creemos que
hay una productividad para nada despreciable en la distinción vehiculizada por
Koselleck entre historia social e historia conceptual, a pesar de que el giro reflexivo en
la historia (Dosse, 2012) pareciera dejarla en un lugar anticuado. Ocurre que Koselleck
nunca procuró pensar la investigación histórica desde la unilateralidad de alguna de las
dos historias, sino que buscó marcar el carácter totalizador que tendría quedarse tan sólo
con una de ellas: una pura historia social sería muy imperfecta pues no consideraría la
trama interpretativa que rodea todo evento y toda narración del mismo; y una pura
historia conceptual caería rápidamente en una pretensión total de hacer coincidir la
realidad con aquella interpretación que el lenguaje vehiculiza. Por el contrario, el
sostenimiento de la distinción hace posible una dislocación y una dialéctica de
innegable provecho para el esfuerzo de comprender los asuntos humanos.
2
El grado de apertura e indeterminación de este postulado, mediante el cual Koselleck buscó
arraigar la historia de los conceptos en la materialidad y la temporalidad de lo social, ha
generado numerosas críticas. Por caso, Palti señala que en la medida en que sólo hay historia
allí donde los hechos “se vuelven significativos” (2021, p.23), toda historia sería ya una historia
conceptual, no habría historia social por fuera de esta. Y, sin embargo, afirma Palti, Koselleck
necesita arraigar la temporalidad de los conceptos en ella porque la historia conceptual no tiene
un principio de temporalidad inmanente y necesita buscarlo fuera. Así, la historia social sería
“una contradicción en los términos” (Palti, 2021: 23), sostenida sobre su funcionalidad. Entin
(2023), por su parte, ha puntualizado el carácter no evidente y cuestionable de algunas
dicotomías vehiculizadas por Koselleck en su obra. Ante todo, considera que “la dicotomía
entre historia social e historia conceptual pareciera excluir la naturaleza simbólica de la realidad
al asumir la existencia de una realidad desprovista de significados como una ‘cosa en sí’”
(Entin, 2023, p. 4, traducción propia). La crítica de Entin a Koselleck es doble, y termina por
problematizar las nociones de realidad y de lenguaje que el historiador alemán vehiculizara.
Para Entin, Koselleck sostiene una concepción restringida de lenguaje, entendiéndolo como
“lenguaje articulado”, algo que impide dar cuenta de otras dimensiones que forman parte de “lo
simbólico” (lo místico, lo mítico, lo metafórico: una clave de lectura deudora de Hans
Blumenberg). En íntima conexión con esto, la noción de realidad de Koselleck, usualmente
asociada por este autor a “lo que realmente ocurrió”, al evento o acontecimiento, tiene el cariz
de aquello desprovisto de significado y lenguaje: es lo pre y extralingüístico. Frente a esto,
Entin subraya que la realidad es ya una construcción simbólica, y que por ende realidad y
lenguaje no podrían escindirse tal como postula Koselleck.
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La ausencia de completitud es una premisa tanto de la historia social como de la
conceptual, y es su interacción mutua la que la confirma y la reproduce. En este punto,
el concepto político porta un exceso de sentido respecto de cualquier definición, pero a
su vez habilita nuevos sentidos en la medida en que los agentes políticos se sirven de él
para construir sus propios relatos de legitimación y deslegitimación. Los conceptos
vehiculizan la lucha política, que no es otra cosa que la lucha por la puesta en sentido.
De allí que un concepto político fundamental como el de populismo posea una doble
cara: a) contiene en relación con múltiples estratos de sentido del pasado, susceptibles
de reactualizarse; b) en sus usos contemporáneos pueden emerger nuevas articulaciones
y nuevos sentidos, enriqueciendo su carácter de índice-factor de un momento histórico y
posibilitando la apertura de nuevos horizontes de futuro. De allí que definir el
populismo no logre nunca traer orden y progreso a las ciencias sociales: la enorme
riqueza semántica y la profundidad histórica del concepto parecen exigir otra estrategia
orientada a comprender la multiplicidad de sentidos y de cuestiones al puestas en
juego.
Es menester aclarar que la recuperación que algunos hacemos de la historia
conceptual no procura necesariamente hacer la historia de un concepto (como el de
Estado, república, democracia o populismo). Se trata menos de pretender fundirse con la
historia conceptual que de ponderar una ganancia de reflexividad que ella nos brinda a
la hora de tratar con los conceptos en las ciencias sociales. En esta nea, uno de los
principales señalamientos que retomamos de Koselleck remite al carácter moderno de
los conceptos que usamos y estudiamos. En general, y el caso del populismo no es la
excepción, el desafío de trabajar con conceptos políticos proviene, justamente, del
hecho de que se trata de términos de uso corriente y generalizado, que aparecen casi
como autoevidentes, cuya constitución en objeto de estudio y comprensión requiere de
un extrañamiento necesario para la identificación de sus capas de sentido y “para la
concienciación del presente, que de la clarificación de la historia lleva a la aclaración de
la política” (Koselleck, 2009, p. 99)
3
.
3
La relación entre historia, presente y política liga directamente a la historia conceptual con la
teoría política, en la medida en que esta es concebida como el ejercicio de articulación del
presente, el texto y la historia (Nosetto y Wieczorek, 2020, p. 11)
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La Modernidad imprime a los conceptos un conjunto de características que los
definen como tales: democratización, temporalización, ideologización y partidización
son cuatro procesos que afectan a los conceptos políticos y sociales en sus albores, y los
caracterizan (Koselleck, 2009). El populismo, en efecto, constituye un ejemplo
paradigmático de esta inscripción. En primer lugar, se trata de un concepto
democratizado: su uso está a la mano de amplios sectores sociales, forma parte del
léxico político cotidiano. En segundo lugar, el populismo es, sin lugar a dudas, un
concepto ideologizado: su nivel de abstracción lo hace ser un concepto “singular
colectivo” que pretende sintetizar el conjunto de las experiencias relativas existentes
cuyo contenido, a la vez, depende cada vez s de un punto de vista partidista. Es
también un concepto temporalizado, esto es, un término cargado de expectativas de
futuro que lo hacen ser, en efecto, un concepto de movimiento. Su surgimiento, como el
de otros múltiples “ismos”, lleva implícita la toma de posiciones políticas en favor de
sostener o modificar el statu quo, y en este sentido abre un horizonte de expectativas
hacia el futuro inmediato, al tiempo que habilita el surgimiento de relaciones contrario-
asimétricas
4
entre conceptos políticos cuya estructura proyectual disputa la forma del
futuro próximo. Sin embargo, en el caso del populismo, esa orientación a futuro no es
necesariamente utópica (como lo fuera el socialismo, el republicanismo, el
democratismo, etc.), sino que, en función de la definición del término en la que nos
paremos, la proyección será positiva o negativa. Si nos atenemos a las definiciones
mínimas del término que predominan en las ciencias sociales, las expectativas a futuro
que este -ismo” porta son negativas: el populismo aparece como la deriva totalitaria de
la democracia, como la versión distópica de la realización del principio de la soberanía
popular (Arditi, 2010, Rosanvallon, 2020). En cambio, el populismo habilita un
horizonte de expectativas utópico para aquellos autores y autoras que, desde un punto de
vista minoritario, definen al populismo como la forma superadora de la democracia
neoliberal (Mouffe, 2018, Cadahia y Biglieri, 2021). En este sentido el populismo es,
4
Los conceptos contrario-asimétricos son duplas terminológicas que, en su referencia mutua,
exponen una relación de valor desigual, en la que uno de los términos no sólo es antinómico,
sino axiológicamente superior al otro: griegos y bárbaros, cristianos y paganos o, más cerca en
el tiempo, república y populismo, serían ejemplos de relevancia. Al respecto, véase Koselleck
(1993). Julián Melo (2014) ha indagado en las relaciones contrario-asimétricas y antinómico-
convergentes que el populismo estableció con los conceptos de fascismo, totalitarismo,
socialismo y democracia a lo largo de su historia.
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sobre todo, un concepto politizado: cada vez más personas se encuentran interpeladas y
movilizadas a favor o en contra de lo que entienden por populismo, y el disenso en
torno a su definición se sostiene a pesar del ímpetu positivista de las ciencias sociales
por fijar definiciones mínimas.
Temporalización y partidización producen un aumento significativo de la
presencia de conceptos contrarios asimétricos que realizan un “reclamo exclusivo de la
generalidad” (Koselleck, 1993, p. 210), esto es, pretenden ser clave de intelección del
conjunto de la comunidad de hombres y mujeres. Así, la frontera que delimitan puede
dejar por fuera de la misma al concepto subordinado, que abarca “lo otro” de la
comunidad: quien no es republicano, es populista; quien no es peronista, es antipopular.
Hay otras oposiciones contrario-asimétricas en las que, sin embargo, el reclamo
exclusivo de la generalidad está en disputa: es el caso de la oposición entre populismo y
democracia. Para aquellos autores que sostienen definiciones peyorativas o críticas del
populismo, este concepto es efectivamente el contrario asimétrico de la democracia, el
borde, el espejo, el exceso, el síntoma que porta en el germen de la destrucción de los
fundamentos mínimos de las democracias liberales (Morán, 2023). Desde esta
perspectiva, populismo es el concepto contrario asimétrico de la democracia, y populista
un adjetivo descalificativo que se arroja al enemigo (Morán, 2022). En cambio, para
quienes reivindican el concepto de populismo este no se ubica en una relación de
oposición respecto del de democracia, sino de complementariedad (Tarragoni, 2022): el
populismo vendría a dar respuesta a la encerrona en la que se encuentran las
democracias contemporáneas, de la cual el diagnóstico sostenido de una crisis de la
representación política sería el principal síntoma. Desde este punto de vista, la relación
entre democracia y populismo sería, en todo caso, la de una antinomia convergente
(Rinesi y Muraca, 2010).
El concepto de populismo expresa una de las paradojas inherentes a las
humanidades en general: su presencia concomitante en el lenguaje habitual y en el
especializado hace inevitable el uso político del mismo, reproduciendo y perpetuando su
carga de polemicidad. Tal coexistencia del concepto como arma política sea
empleado de manera peyorativa o vindicatoria y como herramienta heurística, parece
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a todas luces insuperable en un sentido epistemológico: en sus usos porta sentidos
plurívocos y polémicos, haciendo inevitable que toda reflexión sobre los mismos
implique introducirse en una querella política. En este punto, ¿qué ventajas ofrece
entonces considerar al populismo como concepto fundamental? En primer lugar,
permite avanzar en una dirección presumiblemente descuidada en el debate actual:
comprender las razones de la falta de todo consenso respecto de la naturaleza del
populismo, identificando que éste es en realidad la superficie de inscripción y de
expresión de un conflicto político que lo excede. En segundo lugar, y como
consecuencia de lo anterior, nos permite salir de la lógica definicional que, aunque
legítima, no es el ideal al que necesariamente debe apuntar toda reflexión crítica sobre
el populismo. En suma, considerar al populismo como un concepto histórico
fundamental lo que implica, por supuesto, tener que acreditar en estudios más
específicos la existencia efectiva de un uso extendido del concepto en el lenguaje
político de nuestras sociedades y la inscripción de sentidos en pugna en el concepto
permite salir de la exigencia de una definición como aquello a lo que debería apuntar
toda teorización sobre el populismo. Frente a esto, creemos que hay formas de clarificar
un debate que no exigen proponer una nueva definición, sino poner de relieve la
cuestión populista como un objeto problemático que lleva ínsita la imposibilidad de
todo acuerdo. Pensar entonces al populismo como un concepto político, para
preguntarse de qué problemas políticos es índice y de qué anhelos políticos es factor.
3. La cuestión populista en la encrucijada de las ciencias sociales
La ambivalencia constitutiva del populismo puede plantearse desde un punto de
vista histórico-conceptual: ¿el populismo refiere a un(os) fenómeno(s) histórico(s)
circunscripto(s) o es s bien un significante hoy protagónico que da cuenta de un
problema de más largo aliento? Si el concepto de populismo tiene una historia, y si su
uso académico-reflexivo constituye una innovación conceptual a mediados del siglo
XX, ¿los fenómenos a los que alude nacen con esta innovación? En realidad, el
concepto de populismo habilita usos prospectivos y retrospectivos, y ello debe tenerse
presente a la hora de pensarlo históricamente.
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Aunque el populismo es hoy un concepto central de nuestro vocabulario político
y social, tal centralidad no existió siempre. Por supuesto, la propia historia del
populismo es objeto de controversia. Y ello no responde tan sólo al hecho de que es
posible hacer múltiples historias de un fenómeno, según el punto de vista y los aspectos
que se decidan ahondar; en el caso del populismo el propio objeto sobre el que va a
hacerse la historia es elusivo: ¿se trata de trazar la historia de un fenómeno, de un
concepto, de una lógica, de una ideología? ¿Había populismo aun cuando ese vocablo
no estuviera disponible para los agentes? En el ámbito de la historia conceptual, hay dos
trabajos recientes que dan cuenta del propio carácter controversial que supone hacer la
historia de este concepto. Mientras la investigación de Claudio Ingerflom (2022)
subraya el origen ruso del concepto de populismo, y la pervivencia de sus estratos de
sentido hasta la actualidad, el trabajo de Francisco Fuentes (2020) había insistido en
demostrar que “populismo” nace como concepto en Estados Unidos, íntimamente ligado
a la calificación que los miembros del People’s Party recibieron como “populistas” por
la opinión pública, y a la progresiva circulación que este calificativo tuvo en la última
década del siglo XIX a partir de una prensa cada vez más masiva, influyente e
internacionalizada.
Ahora bien, es posible marcar desde estas líneas una tercera posición que
subraya la centralidad latinoamericana a la hora de bosquejar el devenir del populismo
en concepto histórico fundamental. En este trazado, las experiencias de liderazgos
políticos de masas y las preguntas que en torno a ellas efectuaron las ciencias sociales a
partir de los años cincuenta en búsqueda de comprender su novedad están a la base del
crecimiento exponencial y el protagonismo que adquiere el concepto de allí en más. Si
bien durante la primera mitad del siglo XX el populismo deviene un concepto de
circulación social, usado para aludir a las experiencias rusa y estadounidense y también
como adjetivo (“populista”) para referir, muy genéricamente, a un vínculo de naturaleza
espuria con el pueblo, será entre los años cincuenta y sesenta que una inflexión decisiva
ocurre, y que encuentra a las ciencias sociales como protagonistas. Es en esos años
donde uno podría identificar algo así como un verdadero “giro reflexivo” que dará al
concepto un rol categórico en los debates políticos futuros.
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Lejos se hallan estas líneas de querer introducirse en una querella acerca del
origen histórico del concepto o de una experiencia fundadora o matriz. Cuando se
pretende hallar en una experiencia histórica la fuente de sentido de lo que el populismo
auténticamente es, se cae en la reificación del origen como aquello que tendría
preeminencia respecto de todos los usos posteriores del concepto. En realidad, tal
preeminencia no puede justificarse desde una perspectiva histórico-conceptual, pues son
los usos del concepto los que van delineando su historia, y la búsqueda de un sentido
auténtico termina por elevar a el/la investigador/a al rol de juez de la historia. Nuestra
intención pasa más bien por señalar aquí la pregnancia de la cuestión populista en esos
años de mediados del siglo XX y su íntima ligazón con las experiencias posteriormente
denominadas “populismos históricos” o “clásicos”. En efecto, los primeros estudios
sobre aquellos populismos latinoamericanos primigenios ubicaban en su especificidad
histórica parte de las claves de su intelección: el populismo aparecía como un fenómeno
vinculado a un estadío específico del desarrollo, a las asincronías propias del proceso de
modernización en América Latina. Era entendido como la imbricación entre un tipo de
política económica y social y una forma de gobierno cuyos rasgos suponían para
algunos una novedad respecto de las tradiciones político-partidarias históricas y, para
otros, eran la síntesis de las características centrales de la política vernácula.
Una primera parada obligatoria en la trayectoria del populismo como concepto
portador de experiencias y expectativas en la política latinoamericana se halla en el
Brasil de los años cincuenta. En efecto, la historiadora Angela de Castro Gomes (1996)
ha brindado valiosos elementos para la historia del concepto en dicho país, al identificar
un primer uso reflexivo en el seno del denominado Grupo de Itatiaia. En este sentido,
un artículo aparecido en 1954 e intitulado “Que é o Ademarismo?” (en referencia a la
proyección del político paulista Ademar de Barros como candidato presidencial)
propone la categoría de populismo para dilucidar la singularidad de este fenómeno
político. En esa reflexión, se conjugan tres elementos que serán relevantes para la
historia posterior del concepto: la existencia de un proceso de “masificación”, que pone
en cuestión las identidades de clase; una crisis de hegemonía en las clases dirigentes; y
la aparición de un líder carismático, que articula y moviliza políticamente a las masas
(Schwartzman, 1981, p. 26‑27).
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En Argentina no puede dejar de mencionarse la publicación del semanario El
populista, durante un corto tiempo, en 1957, en el contexto de la resistencia peronista
(Ehrlich, 2010; Semán, 2021). Por otro lado, resulta innegable la fuerte conexión entre
el peronismo como fenómeno político y el populismo como innovación conceptual en
las ciencias sociales sudamericanas. Esa conexión se condensa en un nombre: Gino
Germani. Y esto no tanto porque Germani haya sido el primero en servirse del concepto
de populismo para referirse al peronismo la circulación del término es más compleja,
y sólo hacia el final de su vida el sociólogo ítalo-argentino se lo reapropió (Germani,
1978), habiendo preferido siempre hablar de movimientos “nacionales-populares”,
categoría exitosamente añadida por él al debate académico-político (Germani, 1979),
sino porque este autor dedica muchos años de su vida a complejizar las reflexiones
acerca de los fenómenos políticos de masas, y en ese quehacer promueve
simultáneamente una jerarquización inédita de las ciencias sociales locales en conexión
con fructíferas redes en Europa y Estados Unidos (Amaral, 2018; Blanco, 2004; Serra,
2019). En otras palabras, Germani sintetiza, pero no agota, los importantes
desplazamientos que la reflexión social tuvo entre fines de los cincuenta y principios de
los ochenta con respecto a procesos políticos en sociedades en vías de modernización, y
en las cuales el concepto de populismo emergerá como una estrella de fuerte
gravitación, que aglutinará en torno de sí, como una constelación, una pluralidad de
sentidos y explicaciones que se siguen poniendo en juego hasta el día de hoy.
Fue un discípulo de Germani, Torcuato Di Tella, quien puso en circulación el
concepto de populismo en su artículo de 1965 “Populismo y reforma en América
Latina”. Su contribución marcaría un punto de inflexión en el uso del concepto para
caracterizar diversos fenómenos que ocurrían en la región, y tendría repercusión en
estudios posteriores sobre el populismo (Di Tella, 1965). La proliferación del concepto
de populismo como categoría analítica de uso más general posiblemente termine de
afirmarse con la compilación de Ghita Ionescu y Ernest Gellner, publicada en 1969
(Ionescu y Gellner, 1970).
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Es en la estela de estos debates acerca de las experiencias latinoamericanas que
en los años setenta y ochenta se profundiza una reflexión que ya coloca en el centro la
cuestión del populismo: los trabajos de Ernesto Laclau (1978), de Ípola y Portantiero
(1981) y, un tiempo después, Gerardo Aboy Carlés (2001) exponen la consolidación de
un núcleo de debate que busca pensar esta categoría como modo de avanzar en la
comprensión de una singularidad histórica latinoamericana. Sin embargo, si bien varios
autores insisten en afirmar la especificidad histórica del populismo al punto de afirmar
que sólo los casos “clásicos” pueden ser considerados tales, la aparición de experiencias
políticas como los gobiernos neoliberales con presidencialismos fuertes en los años
noventa o la denominada “ola rosa” de principios del siglo XXI han propiciado un
abandono progresivo de los rasgos históricos del concepto de populismo, por mor de la
acuñación de un concepto que englobe estas experiencias y cuenta de la
heterogeneidad interna del mismo.
Como señala Weyland (2001) en su trabajo señero respecto de este viraje
disciplinar, las definiciones acumulativas y aditivas del populismo (aquellas que, en
términos sartorianos, son de menor alcance por portar una mayor cantidad de
características) fueron reemplazadas por la búsqueda de definiciones mínimas, ceñidas a
un criterio o rasgo definitorio, con el objetivo de acuñar un concepto útil que permita la
construcción y acumulación de conocimiento para una ciencia política concebida en
términos eminentemente positivistas y afectada cada vez más por el avance del
comparativismo global en desmedro de los estudios teórico-políticos sobre la materia.
De ahí en adelante, buena parte de los estudios sobre el populismo se orientaron por
estas premisas epistemológicas y metodológicas. A partir de los trabajos de Souroujon
(2021) y Acosta Olaya (2023) es posible identificar cuatro definiciones mínimas del
populismo: a) como una estrategia política; b) como estilo político; c) como un tipo de
democracia iliberal, y d) como una ideología fina, todas las cuales portan un sesgo
peyorativo. En efecto, de un tiempo a esta parte la definición de populismo como
ideología fina acuñada por Mudde y Kaltwasser (2017) se ha consolidado en el ámbito
de los estudios sobre el populismo como la definición mínima predominante, aquella en
la que se sustentan la mayor parte de los estudios de caso y el llamado Global
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Populism
5
. Más allá de la efectividad práctica de este tipo de definiciones mínimas, que
responden al reclamo de la comunidad científica de construir una definición de estas
características, nuestra preocupación se yergue respecto de los límites ostensibles que
esto tiene para una cabal comprensión del populismo, en la medida en que esta
reducción a variables mínimas del concepto implica su desarraigo histórico, y también
geográfico.
El problema de la lógica definicional y la abstracción histórica no sólo se
manifiesta en la ciencia política, sino también en la sociología. Por caso, la
investigación de Federico Tarragoni (2019) sobre el concepto de populismo expone con
nitidez las tensiones que atraviesan al discurso de la sociología en su relación con la
historia. Y ello aun a pesar de la clara conciencia del autor respecto de ciertos dilemas
metodológicos que impregnan la cuestión populista (Tarragoni, 2022). El investigador
europeo emprende una sociología histórica de raigambre weberiana a efectos de rastrear
la génesis del populismo e identificar su matriz histórica específica. Para ello, se detiene
en tres experiencias que concitan pleno consenso en el debate académico a la hora de
ser calificadas como populistas: el narodnichestvo ruso, el People’s Party
estadounidense y los gobiernos nacional-populares latinoamericanos del siglo XX.
Ahora bien, el objetivo de este recorrido histórico es el de delinear desde allí los rasgos
“típico-ideales” que permitan construir una definición sociológica del populismo.
Si bien el autor procura ofrecer un cimiento histórico robusto, denunciando el
normativismo de los trabajos actuales y procurando distanciarse del olvido de la historia
5
Sobre la materia, afirma Souroujon: “El triunfo de las definiciones mínimas para comprender
el populismo responde a nuestro parecer a dos grandes causas: en primer lugar, la creciente
aparición de nuevos fenómenos que son denominados como populistas en distintas partes del
planeta. Al dejar de ser comprendido como un fenómeno de los países periféricos y de ciertas
experiencias marginales surge la necesidad de contrastar las distintas experiencias, de ordenarlas
en el mapa conceptual. Para este fin los conceptos con gran cantidad de atributos se erigen como
obstáculos, pues parece obligarnos a construir una definición distinta para cada caso. En
segundo lugar, el ascenso que dentro del mainstream de la politología ha tenido la política
comparada, en detrimento de la teoría política y la historia conceptual. Es cierto que esta
disciplina al romper cierta tendencia insular permite hallar conclusiones novedosas y
fundamentalmente recabar datos factibles de ser mesurados. Pero se corre el riesgo de que sin
teoría política, sin historia conceptual, la política comparada se transforme en una mera técnica.
Son justamente aquellas disciplinas las que permiten dotar de profundidad al conocimiento”
(2021, p. 10).
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observable en muchas aproximaciones politológicas, lo que sigue persistiendo en el
abordaje de Tarragoni es una instrumentalización de la historia en pos de un anhelo de
univocidad brindado por la definición. A ello se le suma la operación de dictaminar qué
experiencias son auténticamente populistas (en la medida en que se adecuen al trípode
de experiencias originarias) y cuáles son erróneamente calificadas como tales. En otras
palabras, lo que objetamos de esta respuesta es que, en ese recurso a la historia, lo que
se vehiculiza es una legitimación de los usos del pasado por sobre los del presente: la
historia (en el recorte, además, hecho por la propia investigación histórica) es el baremo
que legitima o deslegitima la política del presente. Finalmente, lo que se construye
desde una y otra ciencia social son definiciones que operan como herramientas para
contrastar empíricamente qué casos son populistas y cuáles no lo son. Pero, ¿qué es lo
que esta pulsión clasificatoria nos permite comprender de las realidades
latinoamericanas?
El populismo es un tema protagonista de las ciencias sociales no sólo por su
actualidad (el diagnóstico de la proliferación de populismos por izquierda y derecha es
casi indiscutido), sino también porque efectivamente se inserta en debates y preguntas
sobre el presente que lo exceden, en virtud de su inscripción en una semántica
conceptual contemporánea. La pregunta por el populismo pareciera ser, finalmente,
síntoma de un diagnóstico epocal, el modo de nombrar aquello que excede tanto la
realidad histórico social que se observa como la manera de significarla. Como
señalamos, es en la relación contrario-asimétrica con los conceptos de república y
democracia que el populismo se significa positiva y negativamente en el presente,
profundizando su partidización, su politización y su ideologización. ¿Cómo interpretar,
entonces, la especificidad del concepto de populismo, si aparece siempre como un
término relativo? ¿Qué nos dice sobre el mismo que sea, a la vez, índice y factor de
diagnósticos sombríos y optimistas, de expectativas esperanzadas y distópicas?
En efecto, la definición en términos peyorativos o vindicatorios del populismo
está muchas veces ligada al diagnóstico que sus estudiosos han hecho respecto del
presente de nuestras democracias, y de la propia definición de democracia que es puesta
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en juego. Así, la encerrona normativa de los estudios sobre el populismo
6
se apoya tanto
en la hegemonía de la definición procedimental de la democracia que se impusiera en
los debates transicionales de fines de siglo como en el diagnóstico que sostiene que los
populismos son el síntoma de la crisis del funcionamiento de esas democracias
representativas (Morán, 2023). Aunque proliferan año a año los estudios sobre el
populismo, pareciera que es el carácter relativo que se le adjudica a nuestro concepto el
que nos impide asir su especificidad.
4. Reflexiones finales
En la intersección entre la historia política y social de la región y la hegemonía
del concepto demoliberal de democracia (entendido, casi literalmente, en rminos de la
poliarquía de R. Dahl), el concepto de populismo aparece como la forma de nombrar
aquello que no cabe en el concepto procedimental de democracia: ni en su teleología, ni
en su normativismo, tampoco en su institucionalismo (Morán, 2023). Así, el populismo
parece ser el síntoma de lo que le falta y lo que les sobra a las democracias que nos
supimos dar (según el punto de vista, peyorativo o vindicatorio, desde el que se la
defina), y se pierde la especificidad de su comprensión. En términos de Acosta Olaya:
“llamar populismo a los casos que parecen desfasados del deber ser de la
política enarbolada normativamente por el hemisferio noroccidental del
globo, termina siendo (en el mejor de los casos) un ejercicio de apuro
teórico, enmarcado en una urgencia por intervenir en la descripción
condenatoria de aquellas experiencias que representarían según los
analistas el desvío a la democracia”. (2023, p. 5)
Así, el océano de definiciones del populismo coexistentes en las ciencias
sociales bien podría dividirse entre definiciones peyorativas y vindicatorias de este
concepto político
7
, que sin embargo se jactan de su neutralidad valorativa en virtud del
método a partir del cual son construidas.
6
Cabe señalar que existen sendas excepciones a esta tendencia general. Por caso el ya
mencionado texto de Melo (2014).
7
Si bien abundan sobre todo las del primer tipo.
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Esta afirmación de neutralidad y universalismo se afinca, además, sobre el
empeño por encontrar una definición mínima del populismo que, como la de
democracia, permita establecer regularidades, medir patrones de comportamiento,
cuantificar y comparar casos
8
. El discurso de la ciencia política y de la sociología
comparten esta búsqueda nominalista, y con ella, una común dificultad para vincularse
con la historia.
Hoy día la encerrona de la discusión de las ciencias sociales sobre el populismo
debe entenderse en vínculo con el abandono de la reflexividad histórica. Es necesario
preguntarse qué concepción de democracia actúa como presupuesto valorativo a la hora
de concebir el populismo, y cuál es también la historia de esa concepción hegemónica
de la democracia. Al mismo tiempo, la centralidad que hoy el populismo y la
democracia tienen en nuestro lenguaje político y su íntimo vínculo mutuo, puede
encontrarse en otros contextos históricos bajo otras disposiciones del lenguaje, que
reflejan problemas similares o análogos. En esa tensión entre el carácter situado del
debate sobre el populismo y su referencia a problemas de más largo aliento de la
política occidental se inscribe un nudo teórico-político fundamental.
El recorrido trazado a lo largo de estas páginas no hace más que plantear una
pregunta epistemológica en relación con los estudios sobre el populismo. Acaso revisar
las herramientas heurísticas con las que nuestras ciencias sociales abordan la cuestión
populista sea un punto de partida para emprender el camino de la comprensión de uno
de los elementos centrales del debate político contemporáneo. En esa revisión la
recuperación del vínculo entre historia y ciencias sociales resulta fundamental: la
historización no sólo permite salir de la lógica reduccionista de las definiciones
mínimas, sino también de la querella normativa implicada en los debates en torno al
carácter abierto de esta definición. Historizar no significa sólo ir a mirar el pasado,
hacer la historia del concepto o buscar su origen para analizar los populismos
contemporáneos a la luz de los populismos “verdaderos” u “originales”. Se trata de
8
Afirma K. Weyland (2001, p.11): “la literatura sobre democratización empezó a avanzar
únicamente después de la superación de los largos debates sobre el concepto de “democracia”
cuando surgió un consenso a favor de una definición mínima y de procedimiento, la cual ha
permitido determinar el límite que un país debe cruzar para poder calificar como democrático.
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abordar su presente desde unas lentes históricas que nos permitan dar cuenta de la
pluralidad de sentidos reunidos en la unicidad del concepto: dar cuenta de sus múltiples
capas en lugar de quitarle atributos, identificar los distintos momentos del concepto en
vez de reducirlo a una lógica, una estrategia o una ideología.
En otras palabras, la respuesta a la pregunta por la especificidad del populismo
en el presente puede informarse en su historia para complejizar su comprensión actual, y
la historia conceptual nos brinda herramientas valiosas para emprender esta tarea. Si en
el auge del positivismo metodológico las ciencias sociales bregaron por autonomizarse,
profesionalizarse y afianzar su cientificidad en el distanciamiento respecto de las
llamadas humanidades, las posibilidades de superar hoy las limitaciones teóricas que la
aquejan se encuentran, probablemente, en el emprendimiento del camino inverso.
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