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¿QUÉ TIENE QUE VER EL GÉNERO CON LA MACROECONOMÍA?
Desigualdades y desafíos de la política económica en la Argentina
Artículo recibido: 28 de junio de 2024
Artículo aceptado: 18 de julio de 2024
Publicado: 30 de noviembre de 2024
María Sol Prieto
Centro de Investigaciones Laborales (CEIL-CONICET), Argentina
sprieto@udesa.edu.ar
Resumen
El trabajo doméstico y de cuidados no remunerado se distribuye de una manera
estructuralmente desigual: las mujeres aportan el 70,2% de este trabajo, teniendo menos
horas disponibles para estudiar y trabajar de manera remunerada, entre otras
actividades, y pagando un mayor costo de oportunidad. Esta diferencia es mayor cuando
ellas son madres y se agranda de acuerdo a la cantidad de niños en el hogar, entre otros
factores. Debido a esta desigual carga de cuidados, las mujeres ingresan al mercado de
trabajo en una posición subordinada respecto a sus pares varones: tienen menores tasas
de empleo, mayores tasas de desocupación e informalidad laboral, y participan en
sectores de menor productividad y salarios más bajos. Por lo tanto, registran menores
ingresos y mayores niveles de pobreza. El paradigma dominante en las políticas
macroeconómicas, tanto desde el punto de vista fiscal como de política monetaria,
contiene sesgos que contribuyen a reproducir la posición subordinada que las mujeres
tienen en la economía. En el presente artículo se sistematizan los principales aportes
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desde el feminismo al análisis macroeconómico, se analizan los principales indicadores
de desigualdad de género en el uso del tiempo, el mercado de trabajo y la distribución
del ingreso, y se indaga en algunos desafíos que las brechas de género representan para
el desarrollo.
Palabras clave: género, economía feminista, economía de los cuidados,
macroeconomía, desarrollo.
Abstract
What does gender have to do with macroeconomics? Inequalities and
challenges of economic policy in Argentina
Unpaid domestic care work is unequally distributed, with women contributing 70.2% of
this labor. This allocation of responsibilities reduces women's available time for
education and paid employment, imposing a higher opportunity cost on them.
Disparities intensify for mothers, escalating with the number of children in the
household. Consequently, women enter the labor force from a disadvantaged position,
encountering lower employment rates, heightened unemployment and informal
employment, and concentration in sectors marked by lower productivity and wages. As
a result, their incomes are lower and their poverty rates, higher. Macro-economic
policies, both fiscal and monetary, perpetuate this subordinate economic status through
inherent biases. This study examines key indicators of gender disparity in time
allocation, labor force participation, and income distribution while addressing the
developmental challenges posed by these gender gaps.
Keywords: gender, feminist economics, care economy, macroeconomics, development.
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Ceguera de cuidados y sesgos sistemáticos
La política macroeconómica tiene género. Los efectos de las recesiones, las
inflaciones, y las crisis en general, no son los mismos sobre los varones y sobre las
mujeres. Las estrategias de recuperación también tienden a apuntalar a mujeres y
varones de distinta manera. Las políticas macroeconómicas promovidas durante los
últimos 50 años afectan de manera asimétrica a las mujeres, por distintos motivos. El
más relevante tiene que ver con la invisibilidad histórica de la economía de los
cuidados. El trabajo de cuidados es aquel que produce bienes y actividades que permiten
a las personas alimentarse, educarse, estar sanas y vivir en un hábitat propicio
(Rodríguez Enríquez, 2007). Es el trabajo necesario para que las sociedades puedan
reproducir las condiciones materiales de vida: para que se puedan llevar a cabo
actividades cotidianas y participar en el mercado laboral, estudiar o disfrutar del ocio.
La noción de economía del cuidado implica concentrarse, por lo tanto, en aquellos
aspectos de este espacio de la acción social que generan valor económico, estudiando la
relación entre la manera en que las sociedades organizan el cuidado de sus miembros y
el funcionamiento del sistema económico (Rodriguez Enríquez, 2007).
A pesar de las contribuciones que la economía feminista viene haciendo sobre
los cuidados entendidos desde su función y aporte económicos desde la década de 1970
de manera sistemática (Faur, 2014), son muy pocas las experiencias de países que hayan
contemplado este aspecto en sus políticas económicas y de desarrollo. Esta ceguera ante
los cuidados genera problemas de pobreza y desigualdad, pero también de productividad
y crecimiento. Esto se debe a que el trabajo de cuidados es usufructuado por el conjunto
de la sociedad, pero aportado sólo por una parte de ella (Faur y Pereyra, 2018; Esquivel,
Faur y Jelin, 2012). Históricamente, en el marco de una división sexual del trabajo que
asigna diferentes tareas, específicas y particulares, a varones y mujeres, la carga de este
trabajo recayó en las mujeres. Esta asignación no se basa en una inclinación natural o en
un sentido altruista que las mujeres traen en su información genética, sino que refleja las
normas culturales de una sociedad, delineadas a través de la definición de roles y
responsabilidades asignadas a varones y mujeres por parte de los sistemas de bienestar
(Korpi, 2000; Lewis, 1997; Sainsbury,1999). Estas normas se perpetúan en la vida
cotidiana a través de una estructura social de cuidado que es marcadamente desigual y
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tiene efectos sobre el mercado de trabajo y la economía. La mayor carga de cuidados
que deben administrar las mujeres se traduce en una participación económica
subordinada, con menos oportunidades, mayores niveles de inestabilidad, menores
ingresos y menos acceso al crédito. Así, la economía de los cuidados tiene efectos
particulares sobre la producción, el mercado de trabajo, la demanda agregada y la
distribución del ingreso. Sin embargo, estos efectos han sido largamente omitidos en el
diseño de la política económica.
Producto de esta omisión, las políticas macroeconómicas, en especial aquellas
comúnmente promovidas desde los organismos internacionales de crédito, tienden a
reproducir múltiples sesgos de género, de los cuales Elson y Cagatay (2000) tipifican
tres. El primero es el sesgo deflacionario (Elson y Cagatay, 2000:1354) (traducido
como “sesgo recesivo” por Rodríguez Enríquez, 2007), que implica la pérdida de
herramientas por parte de los Gobiernos para enfrentar las recesiones, lo que tiene un
efecto desproporcionadamente negativo en las mujeres (ONU, 1999). Ellas tienden a
perder sus empleos más rápido que sus pares varones y generalmente tienen menos
acceso que ellos a las redes de seguridad social porque se agrupan mayoritariamente en
el sector informal. Además, en comparación con los varones, las mujeres asumen
mayores responsabilidades en la vida cotidiana para proteger a sus familias de los
efectos negativos de la recesión, haciéndose cargo con más intensidad del día a día de
los hogares, tratando de generar más recursos y maximizar aquellos disponibles.
El segundo es el sesgo de proveedor masculino (Elson y Cagatay, 2000:1355),
que surge al asumir que la esfera no mercantil de la reproducción social se articula con
la economía de mercado de producción de mercancías a través de un salario que se paga
a un proveedor principal masculino que en gran medida proporciona las necesidades de
un conjunto de personas que dependen de él (mujeres, niños, ancianos, enfermos). Este
sesgo construye la titularidad de los derechos para reclamar al Estado beneficios
sociales (acceso a servicios, transferencias) en torno a una norma de participación
laboral formal, full-time y “para toda la vida”. Aquellas personas cuya participación no
se ajusta a esta norma suelen tener menos derechos, o bien lo pueden ejercerlos como
dependientes de aquellos que sí cumplen con la norma (obra social, pensiones, cobertura
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en salud, beneficios tributarios, entre otras). El resultado de este sesgo ha sido la
exclusión de muchas mujeres de los beneficios sociales, haciéndolas depender de los
varones, especialmente durante los períodos de la vida de las mujeres en los que están
intensamente involucradas en el cuidado de niños y personas adultas mayores, y cuando
ellas mismas llegan a la tercera edad. Los enfoques de políticas macroeconómicas que
se basan única o principalmente en el pleno empleo formal para lograr objetivos
sociales como la distribución del ingreso y la reducción de la pobreza tienen, en general,
sesgo del proveedor principal masculino y, por lo tanto, rara vez tienen en cuenta la
relación entre las formas remuneradas y no remuneradas de trabajo.
El tercero es el sesgo de mercantilización (Elson y Cagatay, 2000:1356), que
ocurre cuando la política macroeconómica está diseñada para minimizar el papel de la
inversión pública. No sólo hay presión para reducir el déficit fiscal primario, sino
también para minimizar los niveles de impuestos y gasto público. Esto tiene
implicancias profundas para la organización de la reproducción social y para la mayoría
de las mujeres que de hecho proveen de manera desproporcionada el cuidado no
remunerado en el que se basa la reproducción de toda la sociedad. En períodos de crisis
económica, es más probable que las mujeres actúen como "proveedoras de última
instancia", pero un problema de este sesgo es que trasciende las crisis: incluso en
períodos de prosperidad, es probable que el sesgo de mercantilización lleve a las
mujeres, sobre todo a las mujeres pobres, a la sobrecarga de trabajo no pago así como a
distintas formas precarias de empleo y autoempleo.
A estos sesgos marcados por Elson y Cagatay (2000) vale la pena añadir un
cuarto, que ocurre en las estrategias de recuperación, aún en países con políticas más
heterodoxas, y que se hizo marcadamente visible con la pandemia de COVID-19. Se
trata del sesgo de derrame masculino, vinculado a los sectores apuntalados por la
inversión estatal en las políticas contracíclicas en el marco de las estrategias de
recuperación económica. Estos sectores son, en general, altamente masculinizados
desde el punto de vista de la composición del empleo. De este modo, ramas como la
construcción, la industria, la minería, la energía, tienden a recibir el grueso del estímulo
estatal, mientras que las ramas en las que se emplean las mujeres (servicio doméstico,
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salud, enseñanza) reciben incluso menores niveles relativos vis à vis los demás sectores.
La hipótesis detrás de este sesgo es similar a la del proveedor masculino y es que, de
recuperarse el empleo de los varones, su salario “derrama” sobre sus familias,
mejorando la situación de las mujeres que dependen de ellos.
Política macroeconómica y aportes feministas
Debido a estos sesgos propios de los enfoques más ortodoxos, la posibilidad de
desplegar políticas económicas inclusivas se ve severamente restringida tanto por los
programas de ajuste estructural, que imponen mites a la expansión del gasto público,
como por las políticas monetarias orientadas hacia el único objetivo de reducir la
inflación. La reducción del gasto público implica una menor capacidad estatal para
ofrecer servicios públicos de cuidado de calidad y mejorar las condiciones laborales en
el sector público de cuidados (jardines, escuelas, hospitales, hogares para personas
adultas mayores, etc.), donde predominan las mujeres. Como resultado, no sólo se
afecta el empleo asalariado femenino sino que además las responsabilidades de cuidado
recaen nuevamente en los hogares, sobrecargando desproporcionadamente a las
mujeres. Esto profundiza la crisis de los cuidados (DNEyG y UNICEF, 2021),
aumentando las horas de trabajo no remunerado e incrementando el costo de
oportunidad de las mujeres, que ven limitado su margen de maniobra para mejorar su
inserción en el mercado de trabajo, justamente porque están cuidando. En un sentido
similar, las políticas tributarias regresivas lo son también en términos de género, dado
que las mujeres se encuentran sobrerrepresentadas en los sectores de menores ingresos y
menor patrimonio. Por lo tanto, los impuestos directos (aquellos que tributan la renta,
las ganancias, el patrimonio, la herencia, el comercio exterior), recaen en una
proporción mucho mayor sobre los varones, mientras que los impuestos indirectos (en
especial el Impuesto al Valor Agregado) recaen con más fuerza sobre los hogares
encabezados por mujeres, que poseen menores ingresos y los destinan casi en su
totalidad al consumo (Rossignolo, 2018).
Por el lado de la política monetaria, se observa desde hace cadas que, en
condiciones “normales”, esta suele orientarse por una sola meta, la reducción de la
inflación, contando con un conjunto limitado de herramientas. Sin embargo, la historia
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reciente también ilustra que hay otras políticas posibles: a raíz de la crisis financiera de
las hipotecas subprime (2007-2008), por ejemplo, fueron muchos los bancos centrales
que cambiaron su enfoque con el objetivo de estimular la actividad y fomentar el
empleo en lugar de centrarse de forma exclusiva en la reducción de la inflación. Más
cerca en el tiempo, la crisis económica provocada por el COVID-19 mostró que los
bancos centrales pueden tener un rol diferente. Si bien la emisión provocó problemas de
inflación en distintas partes del mundo, cuatro años después se observa en varios países
centrales una recuperación del empleo y del salario con niveles superiores a los de la
pre-pandemia (OIT, 2024). De hecho, el empleo de las mujeres en Argentina alcanzó su
pico histórico en el 3er trimestre de 2023 y, al igual que en Estados Unidos (Landívar,
2023), las madres de niños pequeños (menores de 6 años) tienen un nivel de empleo
superior al de la pandemia.
Contemplar a la economía de los cuidados como un componente más de la
política económica implica pensar a la política social como parte de la primera y no
como un “parche” de los efectos que ella produce (Elson y Cagatay, 2000).
Especialmente durante las últimas décadas, se ha considerado que la función de las
políticas económicas es fomentar el crecimiento y que las políticas sociales, en cambio,
están para corregir los problemas más agudos de este crecimiento, sobre todo la
pobreza. Sin embargo, las políticas macroeconómicas pueden estar dirigidas a lograr
metas más ambiciosas, como la justicia social y el acceso a derechos (Sen, 1998;
Loxley, 1999). Y, a la inversa, la política social (o aquello a lo que históricamente se
consideró como tal) puede ser parte de la estrategia de crecimiento y recuperación
posterior a una crisis a través de la adopción de medidas que mejoren y apuntalen el
empleo, la productividad y la demanda agregada (ONU Mujeres, 2015).
Desde la economía feminista, los presupuestos con perspectiva de género (PPG)
representaron un avance en la coordinación entre política económica y política social,
considerando el gasto no sólo desde un enfoque cuantitativo sino también cualitativo,
teniendo en cuenta los objetivos en términos de igualdad y autonomía de las mujeres y
personas LGTBIQ+ (Elson, 2016). De hecho, el PPG es un enfoque de política fiscal y
de administración tributaria para promocionar la igualdad de género (Stotsky, 2016). El
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PPG busca iluminar los sesgos de la política fiscal allí donde esta se pretende neutral,
reflejando en el presupuesto público cuáles son las políticas que contribuyen a reducir
las desigualdades y cuál es el esfuerzo económico que hace el Estado cuando las
implementa (Elson, 2002). Las primeras iniciativas de PPG surgieron a mediados de la
década de 1980 en Australia y Sudáfrica y, desde comienzos del Siglo XXI, el enfoque
se ha extendido impulsado tanto por los gobiernos como por organismos internacionales
(ONU Mujeres, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de
Desarrollo, el Banco Mundial, entre otros) y organizaciones de la sociedad civil. En la
actualidad, más de 80 países lo implementaron (D’Alessandro et al., 2021). Al igual que
con otros aportes del feminismo, los avances en el enfoque de derechos en el
presupuesto fueron más allá de la búsqueda de la igualdad de género: la técnica de
etiquetado presupuestario inaugurada a partir de los PPG se convirtió en una
herramienta fundamental para las miradas transversales sobre los presupuestos,
sirviendo para analizarlos desde un enfoque de niñez y adolescencia, de discapacidad y
de cambio climático y cuidado del medio ambiente. Este tipo de perspectivas sobre el
presupuesto han servido para mejorar la práctica presupuestaria, la transparencia y la
relación de las sociedades con sus Presupuestos (D’Alessandro et al., 2021). Pero el
análisis de la política fiscal no se reduce al gasto. Los ingresos, como se mencionó
anteriormente, también habilitan un enfoque de género, que trabaje no lo en la
progresividad del sistema tributario sino también en los incentivos para fomentar la
incorporación de mujeres y personas trans en sectores estratégicos de la economía y en
posiciones de liderazgo, haciendo de la política tributaria una herramienta que
contribuya a reducir las segregaciones de género presentes en el mercado de trabajo
(Rodríguez Enríquez, 2008).
Finalmente, qué se mide y cómo se mide son preguntas claves que la economía
feminista aporta al análisis económico. Interrogar la categoría de “trabajo” e incluir en
ella el trabajo de cuidados no pago que se realiza en todos los hogares abrió la puerta al
surgimiento de nuevas herramientas, como las encuestas de uso del tiempo. A la vez,
poder contar con estas herramientas permitió repensar indicadores muy importantes,
como las cuentas nacionales, incorporando cuentas satélite para estimar la participación
de los cuidados en el PBI (Esquivel, 2016). Medir el peso de la economía de los
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cuidados es un paso ineludible para cambiar el enfoque sobre la política económica y
evitar los múltiples sesgos que contribuyen a reproducir la subordinación económica de
las mujeres. De la mano de estos cambios, la incorporación del enfoque de género en las
matrices insumo-producto (hay experiencias pioneras en Suecia, Canadá y Australia) es
otro aporte central para identificar áreas donde las mujeres tienen una participación
desproporcionadamente baja o alta en la producción y el consumo, así como también
identificar las cadenas de valor en las que las mujeres están subrepresentadas o
sobreexpuestas (CEPAL, 2021).
Las desigualdades de nero, en suma, son una variable muy importante de la
política económica. Tener en cuenta las brechas económicas por motivos de género es
necesario para mejorar la programación macroeconómica y la estrategia de desarrollo
(Sen, 1999; Esquivel, 2018). A continuación, se presentan algunos de los principales
indicadores de desigualdad de género en la Argentina actual, considerando los últimos
datos disponibles para cada dimensión de análisis. A pesar de que el objetivo del
presente artículo es trabajar desde un enfoque de género, las estadísticas oficiales
disponibles no fueron diseñadas desde esta perspectiva sino que reproducen el
binarismo sexual, por lo que a lo largo del trabajo se utilizan las categorías
“varón/mujer”. Si bien hay evidencia disponible que permite asumir que otras
identidades (en especial las personas trans) tienen un lugar aún más subordinado que el
de las mujeres cis en la economía, aún no hay datos suficientes como para
contemplarlas en el presente análisis.
Lo que sigue del artículo se organiza de la siguiente manera: en el próximo
apartado se analizan las brechas en el uso del tiempo y la participación en el trabajo de
cuidados no remunerado; luego se reportan algunos datos relevantes sobre desigualdad
en el mercado de trabajo y, finalmente, se analizan los indicadores de brechas de
ingresos. En las conclusiones, se recapitulan algunos de estos datos en clave de desafíos
para la política económica.
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Desigualdad en el uso del tiempo y participación en el trabajo de cuidados
El trabajo doméstico y de cuidados no remunerado (TNR), como se mencionó,
es el motor de toda la economía. Es un sector estratégico no sólo por su función
reproductiva, sino también por su magnitud: cada día en Argentina se destinan 146,1
millones de horas diarias a las tareas de cuidados, lo cual equivale al 16,8% del PBI, por
encima de sectores como el comercio o la industria (Prieto et al., 2023). La distribución
del TNR es estructuralmente desigual: 9 de cada 10 mujeres lo realizan, lo cual les
insume, en promedio, 6,5 horas por día (mientras que los varones les dedican, en
promedio, 3,7 horas). La carga de cuidados de niños impacta con especial fuerza sobre
el trabajo doméstico, de modo tal que las mujeres con dos niños destinan más de 10
horas diarias al TNR (INDEC, 2022). Si al análisis le agregamos el factor de la
condición de ocupación (Gráfico 1), la brecha se acrecienta aún más. Los varones
desocupados destinan menos tiempo a las tareas domésticas y de cuidados que los
ocupados; mientras que, en las mujeres, la relación es inversa: para las desocupadas o
inactivas, el tiempo dedicado al TNR crece en una hora: le dedican más de 7 horas
diarias.
Gráfico 1: Horas promedio diarias dedicadas al TDCNR por condición de actividad y
género (2021).
Fuente: ENUT-INDEC (2021).
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La condición de actividad, junto con la edad, también inciden de manera
diferente según el género de las personas. Así, mientras los varones incrementan su
participación en el TNR cuando entran en edad jubilatoria, las mujeres lo reducen. Entre
los 30 y los 64 años las mujeres dedican, en promedio, 7,2 al TNR mientras que los
varones dedican 3,8 horas. A los 65, esta diferencia se reduce (6,1 vs. 4,4). Esto indica
que los varones comienzan a participar en las tareas de cuidados recién hacia el final de
sus carreras, mientras que las mujeres lo hacen a lo largo de toda la vida.
Otra variable que impacta en la distribución del trabajo de cuidados es el nivel
educativo (Gráfico 2). A mayor nivel educativo, las mujeres participan menos en estas
tareas. En cambio, en el caso de los varones, el nivel educativo prácticamente no influye
en la cantidad de horas dedicadas (varía entre 3,4 y 3,9 horas). La educación es un
factor determinante en la participación de las mujeres en el mercado de trabajo y la
distribución del trabajo doméstico que se deriva de ella. Las mujeres de mayor nivel
educativo (y recursos) son las que destinan menos tiempo al cuidado. Esto se explica
fundamentalmente por su posibilidad de acceder a servicios de cuidados de distinto tipo,
tanto contratados de manera particular como privados o de gestión estatal.
Gráfico 2: Horas promedio diarias dedicadas al TDCNR por nivel educativo por
género (2021).
Fuente: ENUT-INDEC (2021).
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La presencia de hijos e hijas se relaciona de manera fuerte con el tiempo de
cuidados, aumentándolo de manera directa (Gráfico 3): una mujer sin niños a cargo le
destina en promedio 4:20 horas al TNR, mientras que una mujer que tiene un niño en el
hogar le destina casi 8 horas, y una con dos niños destina más de 10 horas diarias. El
impacto de los niños es superior cuando son pequeños. De acuerdo con la Encuesta de
Uso del Tiempo realizada en 2013, la presencia de niños menores de 6 años influye en
la participación de las mujeres en la ocupación y el TNR de modo tal que las mujeres
con niños pequeños/as a cargo destinan a las tareas de cuidado casi el doble de tiempo
que aquellas sin niños de esta edad (9,3 horas contra 5 horas), y más del doble que los
varones en la misma situación. En cambio, la participación de los varones se ve mucho
menos afectada: quienes tienen niños pequeños/as destinan 4,5 horas a tareas de
cuidado, mientras quienes no, dedican 2,9 horas. Esto muestra que, independientemente
de la cantidad de horas que represente el cuidado de personas, este es llevado adelante
mayoritariamente por mujeres.
Gráfico 3: Horas promedio diarias dedicadas al TNR por presencia de niños
menores de 13 años en el hogar y género (2021).
Fuente: Elaboración propia en base a ENUT-INDEC (2021).
El tiempo que las mujeres dedican al TNR tiene un impacto claro sobre su
participación en el trabajo remunerado: mientras más horas dedican al trabajo
remunerado, ocupan menos horas para las tareas dentro de los hogares. Por este motivo,
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las que trabajan hasta 34 horas semanales de manera remunerada (6,8 horas diarias)
dedican casi la misma cantidad de horas a ambos trabajos por día, lo que constituye
literalmente una doble jornada laboral. Esta relación no se aplica a los varones: en
promedio, un varón que trabaja hasta 34 horas por semana de forma remunerada, le
dedica prácticamente el mismo tiempo al TNR que un varón que tiene una jornada de
trabajo remunerado de 45 horas o más semanales.
La carga de cuidados que recae desproporcionadamente sobre las mujeres no
lo resiente su participación laboral, también amplifica los efectos que las políticas de
ajuste estructural tienen sobre ellas. Esto se debe a que son mayoritariamente las
mujeres quienes absorben las funciones de cuidado que los Estados dejan de cumplir,
utilizando para ello más tiempo, más recursos y más atención. Si hay un recorte del
gasto en salud, por ejemplo, que se traduce en menos turnos médicos en una sala de un
barrio, probablemente sean las mujeres de ese barrio quienes deban movilizarse a un
hospital para llevar a sus hijos o a sus padres, utilizando su tiempo de manera gratuita
para cumplir con tareas de cuidado. En el mismo sentido, quitar subsidios a las tarifas
de transporte repercute con más fuerza en las mujeres, que son las que utilizan el
transporte público con más frecuencia y haciendo recorridos más sinuosos, justamente
para cuidar a otras personas. Reducir el horario escolar significa más horas de cuidados
para las madres de niños que asisten a la escuela. Impedir el acceso al agua potable
significa obligar a una mujer a recorrer largas distancias en busca de agua para cocinar.
Son innumerables los ejemplos posibles. En todos ellos, se trata de incorporar la
economía de los cuidados en la mirada sobre el Estado y en la ecuación de la política
fiscal.
Brechas laborales
La carga de trabajo no remunerado con la que deben lidiar las mujeres se traduce
en un conjunto de desigualdades en el mercado de trabajo. Las brechas laborales
incluyen, entre otras cuestiones, diferencias en la participación en la actividad, el
empleo, el desempleo, la subocupación y la informalidad entre mujeres y varones, así
como la segregación horizontal, es decir, la participación de mujeres y varones en
distintos sectores de la economía.
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En el 3er trimestre de 2023 (último dato disponible para todos los indicadores
reportados en el presente artículo), las mujeres alcanzaron niveles particularmente
elevados de empleo y actividad llegando al valor más alto de empleo del que se tenga
registro estadístico. Este dato es relevante dado que, tal como indica la evidencia
disponible (Beccaria et al., 2017), las tasas de empleo de las mujeres tendieron a
mantenerse en el tiempo, aun cuando cambió la coyuntura económica que las llevó a
insertarse en el mercado de trabajo como “trabajadoras adicionales” (Prieto, 2021) para
complementar los ingresos del hogar. Ahora bien, habiendo alcanzado niveles récord,
las mujeres tuvieron una tasa de actividad de 18,4 puntos porcentuales (p.p.) por debajo
de sus pares varones y una tasa de empleo equivalente a 17,8 p.p., también por debajo
de la de los varones (Gráfico 4). Para el caso de los y las jóvenes (menores de 30 años),
esta brecha se reduce a aproximadamente la mitad. Este valor tan elevado de empleo
tiene su correlato en el valor más bajo de desempleo para las mujeres de toda la serie
EPH, lo cual ilustra que el incremento de la tasa de actividad está traccionado por el
empleo y no por el desempleo, como ocurrió en la década de 1990 (Prieto, 2021).
Las desigualdades en el mercado de trabajo no sólo se circunscriben al nivel de
participación, sino también a la calidad de los empleos a los que acceden mujeres y
varones. En efecto, el porcentaje de informalidad en el empleo de las mujeres
asalariadas es superior al de sus pares varones (Gráfico 4). Si bien la brecha presenta un
valor inferior al de los años anteriores y a los valores inmediatamente posteriores a la
pandemia, cuando rondaba los 5 p.p. (ahora es de casi 3 p.p.), la misma sigue siendo
positiva, con mayores grados de precariedad para las mujeres.
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Gráfico 4 - Indicadores de mercado de trabajo por género (3er trimestre 2023).
Fuente: Elaboración propia en base a EPH-INDEC, 3er trimestre 2023.
Esto no sólo afecta su estabilidad y calidad de vida en el presente (acceso a obra
social, seguro de salud, asignaciones familiares, entre otros derechos), sino también en
el futuro: sólo una de cada 11 mujeres en edad de jubilarse (entre 55 y 59 años) registra
20 de años de aportes o más (Gráfico 5). Por este motivo, las tres cuartas partes de las
personas que accedieron a su jubilación a través de una moratoria previsional son
mujeres, y 9 de cada 10 jubiladas lo hicieron vía moratoria previsional (Prieto et al.,
2023).
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Gráfico 5: Porcentaje de aportantes en edad jubilatoria según años de aportes
por género (diciembre 2022).
Fuente: Elaboración DNEIyG en base a datos del Boletín Estadístico de la Seguridad Social
(BESS-MTySS) correspondiente a diciembre de 2022.
La carga de trabajo doméstico y de cuidados no remunerado que realizan las
mujeres no sólo obstruye su participación en el mercado de trabajo, sino también la
condiciona: así, aquellas que logran participar en el empleo se dedican, en la mayoría de
los casos, a actividades que reproducen los roles y estereotipos de género y a las tareas
que realizan al interior de los hogares. En el 3er trimestre de 2023, de las mujeres que
trabajaron de manera remunerada, 3 de cada 10 se dedicaron a la enseñanza, al trabajo
en casas particulares y a la salud. Sumando a quienes trabajan en comercio, estas cuatro
ramas constituyen la mitad del empleo asalariado de las mujeres. Estos sectores se
caracterizan por tener menores salarios y niveles de productividad (enseñanza, servicios
sociales y de salud) y/o de formalidad (comercio y en especial trabajo en casas
particulares, que presenta los mayores niveles de informalidad de todo el mercado de
trabajo, alrededor del 75%).
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Gráfico 6: Composición del empleo de las mujeres en principales ramas de
actividad (3er trimestre de 2023).
Fuente: Elaboración propia en base a EPH-INDEC, 3er trimestre 2023.
Probablemente porque presentan menores niveles salariales y de productividad,
las ramas en las que participan masivamente las mujeres son las más feminizadas del
mercado de trabajo (Gráfico 7) con excepción de comercio, que presenta una
composición casi paritaria. De hecho, el trabajo en casas particulares, que es la
ocupación con menor salario promedio de todo el mercado de trabajo y que antes de la
pandemia constituía la principal actividad económica de las mujeres (D’Alessandro et
al., 2021; Prieto, 2022), está compuesta por ellas en un 96,7%.
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Gráfico 7: Ramas de actividad según porcentaje de ocupación por género (3er
trimestre de 2023).
Fuente: Elaboración propia en base a EPH-INDEC, 3er trimestre 2023.
Pero la segregación horizontal no es sólo un problema de salarios. Los sectores
en los que se emplean las mujeres (servicios, comercio) son, además, más sensibles a las
crisis (Elson y Cagatay, 2000; Esquivel, 2008). Esto se confirma especialmente para el
trabajo doméstico: en el segundo trimestre de 2020, cuando el impacto de la pandemia
fue más fuerte sobre el empleo, se calcula que más de 400.000 trabajadoras de casa
particular perdieron su trabajo en Argentina (D’Alessandro et al., 2021i). Este cambio
fue tan drástico que modificó la estructura laboral de las mujeres en el mediano plazo,
desplazando el trabajo en casas particulares como principal actividad económica. Por
eso, una política de recuperación con enfoque de género y, en general, una política de
desarrollo que incluya a las mujeres requiere una mirada que atienda la composición
de cada sector y reduzca la segregación sectorial.
Si bien históricamente el análisis sectorial y regional se considera parte del
análisis microeconómico, cuando la segregación ocupacional y sectorial por género se
torna un mecanismo sistemático para deprimir los salarios y, por ejemplo, sostener
exportaciones intensivas en trabajo (como en el caso de la maquila en México), se
convierte en un fenómeno macro (Esquivel, 2018). La sistematicidad de la segregación
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no significa que se trate de un hecho intencionado por agentes que aspiran al deterioro
de la vida de las mujeres, sino que es una asignación por parte del mercado que
reproduce patrones de segmentación del empleo de calidad que excluyen a las mujeres.
Como se mencionó previamente, la incorporación del enfoque de género a las matrices
insumo-producto representa un paso importante para poner en discusión esta
organización injusta del mercado de trabajo y diseñar políticas de recuperación más
inclusivas.
Distribución del ingreso
Las brechas que enfrentan las mujeres en el mercado de trabajo, por las
diferencias en la distribución del TNR, llevan a que, en promedio, ellas perciban
menores ingresos que los varones. De hecho, el feminismo creó un concepto para
designar el efecto que las tareas de cuidados tienen sobre los ingresos laborales de las
mujeres. Se trata de la penalización por maternidad, que mide la diferencia salarial entre
madres y padres, contemplando el nivel educativo y la experiencia laboral, entre otras
variables de control. En Argentina, esta diferencia es del 33,7% (Prieto et al., 2022).
Además de la carga de cuidados, la inserción laboral en las ramas más precarizadas e
informales se traduce en mayores desigualdades: las mujeres presentan mayores niveles
de pobreza y menores ingresos monetarios.
Tabla 1: Indicadores de brecha de ingresos (3er trimestre de 2023).
Indicadores
Mujeres
Varones
Brecha
Ingreso Total Individual
$164,192
$223,140
26.4%
Ingreso Ocupación principal
$157,643
$203,580
22.6%
Ingreso Profesionales
$294,820
$367,689
19.8%
Ingresos Informales
$95,867
$127,470
24.8%
Ingresos formales
$210,511
$254,711
17.4%
Fuente: Elaboración propia en base a EPH-INDEC, 3er trimestre 2023.
Existen distintos indicadores que captan la desigual distribución del ingreso
entre varones y mujeres. El ingreso total individual incluye todas las fuentes de ingreso
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de una persona, tanto laborales como no laborales. En el 3er trimestre de 2023, la brecha
de ingreso total individual fue de 26,4%. Disminuyó 1 p.p. con respecto al trimestre
anterior, pero se incrementó en casi 2 p.p. respecto al mismo trimestre del año anterior.
Si bien anteriormente se observaron valores más bajos en la serie (del 1er trimestre de
2020 al 2do trimestre de 2022), se puede ver una disminución considerable en la brecha
respecto a su pico (30,6%) en el 2do trimestre de 2021.
El ingreso de la ocupación principal es el que se percibe por aquella ocupación
que insume más cantidad de horas (en caso de tener más de una ocupación), ya sea por
un empleo asalariado o independiente. La brecha entre varones y mujeres en sus
ingresos por la ocupación principal también es conocida como brecha salarial, y es
distinta de la brecha de ingresos totales, ya que sólo considera al salario percibido por la
ocupación principal. Al 3er trimestre de 2022, la brecha en el ingreso de la ocupación
principal alcanzó el 22,6%. Esto quiere decir que las mujeres ocupadas debieron trabajar
6 días y 21 horas más que los varones ocupados para ganar lo mismo que ellos en un
mes. Esto representa una reducción de 2,9 p.p. respecto al 2do trimestre, pero es casi el
mismo valor que un año atrás, en el 3er trimestre de 2022 (cuando alcanzó el 22,7%). El
análisis de la brecha salarial desde el 1er trimestre de 2020 permite observar una
reducción de la brecha durante la pandemia (el 3er trimestre de 2020 registró uno de los
valores más bajos, de 20,7%) y luego un ascenso, hasta alcanzar un brecha de 29,2% en
el 2do trimestre de 2021, manteniéndose luego relativamente estable en niveles más
bajos durante 2022 y 2023. Este comportamiento es consistente con la dinámica
asimétrica de recuperación de los sectores más masculinizados (que se recuperaron
antes) y de los más feminizados (que tardaron más tiempo en recuperarse), propia del
sesgo de recesión descripto por Elson y Cagatay (2000).
Otros indicadores posibles de brecha de ingresos son aquellos que miden la
diferencia entre mujeres y varones profesionales (19,8% en el 3er trimestre de 2023) y
entre trabajadores y trabajadoras formales (17,4% en el mismo trimestre). Ambos
indicadores permiten una aproximación al nivel socioeconómico, e indican que a mayor
nivel socioeconómico, las brechas de ingresos tienden a reducirse. A la inversa, la
brecha entre trabajadores y trabajadoras informales (de 24,8%) es mayor que la brecha
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de ingresos en la ocupación principal, debido a que la desigualdad de género aumenta a
mayores niveles socioeconómicos.
Las brechas de ingresos se traducen en una desigual distribución del ingreso
entre varones y mujeres, de modo tal que ellas se encuentran sobrerrepresentadas en los
deciles de menores ingresos, de modo que en el decil más bajo, 7 de cada 10 son
mujeres y la composición casi se invierte en el decil de mayores ingresos, en el cual 6
de cada 10 son varones (Gráfico 8).
Gráfico 8: Composición de deciles de ingreso por género.
Fuente: Elaboración propia en base a EPH-INDEC, 3er trimestre 2023.
Producto de esta particular distribución del ingreso, los efectos de la inflación no
son los mismos para las mujeres que para los varones. Al contar con menos ingresos
disponibles, que por lo tanto se destinan en mayor proporción al consumo, el impacto
relativo del incremento en los precios es mayor para ellas, en particular cuando son jefas
de hogar. De hecho, en los hogares a cargo de una sola persona adulta mujer en los que
viven niños, tienen un ingreso promedio 19,3% menor que los demás hogares (Prieto et
al., 2023i). Por este motivo, los hogares encabezados por mujeres recurren a
financiamiento con mayor frecuencia (65,0%) que los hogares encabezados por varones
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(50,0%) (CEPAL y DNEIyG, 2023), y la mayoría de ellos destina más de la mitad de
sus ingresos a pagar deudas y atrasos. Debido a esta posición de mayor vulnerabilidad
de los hogares encabezados por mujeres, el incremento de los bienes de la canasta
básica tiene un efecto privativo que, comparativamente, pesa más que en los demás
hogares. Tener en cuenta estas desigualdades en la captación del ingreso es necesario a
la hora de definir políticas de reducción de la pobreza. De hecho, gran parte de los
aportes del feminismo, sobre todo en la década de 1980, estuvo relacionado con hacer
visible la feminización de la pobreza e instar a los gobiernos a focalizar las políticas de
transferencia en las mujeres (Moser, 1993; Beneria, 1995).
Pero la política de ingresos y de reducción de la desigualdad no se agota en la
política social, entendida como algo separado de la macroeconomía (Elson y Cagatay,
2000). La discusión sobre la estructura tributaria también se relaciona con la
desigualdad de ingresos. En Argentina, los impuestos indirectos (sobre todo el IVA)
muestran una marcada regresividad: de acuerdo con el análisis de Rossignolo (2018),
las categorías de hogares encabezados por mujeres son las que en general soportan la
mayor parte de los impuestos indirectos. Por este motivo, las políticas de reintegro de
IVA a sectores vulnerados tienen efectos positivos sobre los ingresos de las mujeres
pobres (Rodríguez Enríquez y Méndez Santolaria, 2021).
Desigualdad estructural y desafíos del presente
Los datos recientes sobre desigualdades económicas por motivos de género en la
Argentina plantean una situación compleja desde el punto de vista estructural: las
mujeres destinan, en promedio, 6 horas y media por día al trabajo doméstico y de
cuidados no remunerado, más de 10 horas cuando tienen dos hijos menores de 13 años o
más, y esto tiene un efecto sobre su inserción en el mercado de trabajo. Tienen menores
tasas de empleo, mayores niveles de informalidad, y las que logran insertarse, aún de
manera formal, lo hacen en sectores que reproducen roles y estereotipos de género y
tienen menores salarios. Esta inserción subordinada en el mercado de trabajo tiene su
correlato en la desigualdad de ingresos. Si bien la desigualdad es relativamente mayor
en los sectores de menor nivel socioeconómico, las brechas de ingresos se constatan
para todas las categorías (profesionales, trabajadoras formales, etc.). Diseñar políticas
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económicas que tengan en cuenta estas brechas, que consideren la economía de los
cuidados y que incluyan a la igualdad como parte de los objetivos, es una tarea de por sí
desafiante.
La coyuntura actual plantea situaciones aún más difíciles. El salario real en la
Argentina cayó más de un 20% entre noviembre de 2023 y febrero de 2024 (Ministerio
de Capital Humano, 2024), en la reducción más drástica de la que se tenga registro
estadístico. Se trata de un declive mayor y más abrupto que el del 2002, luego de la
salida de la convertibilidad, y que el provocado por la pandemia en 2020. Esta
reducción se explica principalmente por la devaluación del 54,2% de diciembre de
2023, que erosionó los ingresos de las mayorías. Esta medida fue acompañada por un
ajuste fiscal, a marzo, del 40,6% ajustado por IPC respecto a igual mes de 2023
39,1% excluyendo el pago por intereses de deuda (ASAP, 2024). Esta reducción se
logró en base a un ajuste de 35,5% en las prestaciones de la seguridad social, del 96,5%
en las transferencias a las provincias, con paralización total de la obra pública y
reducción de subsidios a tarifas y servicios públicos, que estuvieron acompañadas por
aumentos del 300% en los servicios. A la caída en el gasto y los ingresos reales se le
suma un proceso de creciente recesión: el estimador mensual de actividad económica de
enero de 2024 ca4,3% respecto al mismo mes de 2023 y 1,2% respecto a diciembre.
La mayoría de los sectores de actividad cayeron: 16,9% en la construcción, 11,3% en la
industria manufacturera, 8,2% en el comercio, 13,5% en la pesca, entre los 11 sectores
que registran declive tanto interanual como mensual (INDEC, 2024). Esta veloz
transformación económica tiene impactos diferenciales sobre los distintos segmentos de
la sociedad. La caída del salario real en el sector público, por ejemplo, fue del 25%
versus 19% en el sector privado. La erosión del salario respecto a los alimentos y las
bebidas del 26% fue mayor que respecto a la del IPC total, afectando con más
fuerza a los segmentos de menores ingresos. La anulación casi total de las
transferencias a las provincias contribuye a ampliar las asimetrías interprovinciales. Si
bien aún no hay datos disponibles de empleo respecto al primer trimestre de 2024, los
datos de actividad no pueden sino indicar una severa retracción de los indicadores
laborales y de ingresos, con una caída superior en los trabajadores y trabajadoras
informales.
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Desde una perspectiva sensible al género, los efectos de la política económica
actual recaen con particular fuerza sobre las mujeres. La erosión de sus ingresos, que ya
son estructuralmente bajos, será particularmente acuciante, más aún teniendo en cuenta
el incremento de los precios de alimentos y bebidas. Además, por distintos motivos, hay
sectores feminizados de la economía para los cuales estas políticas tienen efectos
negativos. El trabajo en casas particulares, por ejemplo, es un sector particularmente
expuesto a las crisis económicas, no lo porque las tres cuartas partes de las
trabajadoras de casa particular no están registradas, sino también porque se trata de uno
de los primeros gastos que los hogares recortan en contextos adversos. Asimismo, la
pérdida del salario real en el sector público, que agrupa a una gran proporción de
maestras, médicas, enfermeras, entre otras ocupaciones feminizadas, fue mayor que en
el sector privado. A esto se suman conflictos políticos en torno a la paritaria nacional
docente, que tiene un efecto sobre el salario del sector, en especial en las provincias con
bajos salarios docentes.
Finalmente, los recortes en políticas sociales (comedores, programas contra la
violencia de género, políticas para apuntalar el empleo en casas particulares, entre otras
varias políticas discontinuadas o reducidas), así como en infraestructura, incluida la
infraestructura de cuidados (jardines, hospitales, entre otros espacios), impactan de
manera directa sobre la vida cotidiana de las mujeres: sobre su acceso a derechos, a
vivir vidas libres de violencia, y especialmente, sobre su tiempo. El tiempo de las
mujeres, su capacidad de seguir cuidando personas, comunidades, espacios, pareciera
poder sobrecargarse hasta el infinito, pero tiene un límite. Los costos de las políticas de
ajuste estructural son especialmente altos para las mujeres. Revertir el efecto de estas
políticas requerirá, por lo tanto, de mayores esfuerzos e incentivos para incluirlas en la
ecuación.
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