Ricardo Laleff Ilieff
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RESISTENCIAS vol. 2, Nov./ 2023- Nov./2024
La batalla afectiva. Sobre El poder de los afectos en la política. Hacia una
revolución democrática y verde
De Chantal Mouffe.
Buenos Aires. Editorial Siglo XXI, 2023.
ISBN 978-84-323-2063-7
96 pp.
Por Ricardo Laleff Ilieff
(UBA-IIGG/CONICET) Argentina
ricardo.laleffilieff@conicet.gov.ar
Cada nuevo libro de Chantal Mouffe parece enhebrarse con algún otro ya
publicado. Así, de hecho, suele sugerirlo la propia pensadora belga al indicar,
generalmente al comienzo, cómo se concatenan sus flamantes reflexiones con algunas
exhibidas en el pasado. Este gesto recurrente en su pluma le permite labrar una
inestimable imagen de unidad sobre su propia trayectoria intelectual, un semblante
inmune a rupturas y giros epistemológicos abruptos; pero también y acaso esto sea lo
más importante mostrar como actual su preocupación sobre el destino de las
sociedades contemporáneas. Es que desde hace décadas a Mouffe le inquieta, muy
especialmente, la posibilidad de que la democracia devenga en un anquilosado sistema
de selección de autoridades incapaz de atender los grandes desafíos de su tiempo
como por ejemplo la cuestión climática. En ese marco ha postulado y continúa
haciéndolo la necesidad de radicalizar la democracia.
Pero esta consigna no se comprende del todo si no se la vincula con una
creencia, que la autora parece abrigar, en torno a la vitalidad de los principios básicos de
la democracia, al menos de aquellos que la han impulsado desde la Modernidad hasta
nuestros días. Tiendo a sospechar que esta suerte de convicción opera como piedra
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angular de su decir teórico-político y alimenta la posibilidad de ciertas ramificaciones
de su obra. Quizás hasta se entronca con un diagnóstico de mayor alcance, como si
Mouffe concibiera realmente que el actual horizonte de sentidos se encuentra atravesado
por una indeleble marca liberal. Para decirlo con Hegel, como si comprendiera que la
democracia moderna consagró a la subjetividad como verdad a la subjetividad con
sus múltiples puntos de enunciación y su heterogeneidad identitaria y, por tanto,
como una valiosa fuente de la cual ninguna postura progresista puede dejar de
alimentarse.
Bien sabemos que toda herencia puede ser recibida de distintas maneras,
considerada incluso menos una ganancia que una insoportable deuda o simplemente un
elemento que es preciso transformar, modificar. Lo mismo sucede en el mundo de las
ideas. El psicoanálisis, por caso, partió del cogito cartesiano para descentrarlo
decisivamente con la noción del inconsciente. Los ejemplos, desde ya, abundan. El
punto es que un ejercicio análogo en la teoría política de Mouffe podría significar la
democracia radical, esa fórmula apuntalada por primera vez en Hegemonía y estrategia
socialista y que asume el pluralismo social buscando ir más allá de su enunciación
liberal; más allá de una subjetivación que se ampara en el atomismo del individuo y que
reniega para decirlo con Jacques Rancière del desacuerdo propio de la política.
Estos considerandos generales sobre cómo leer la obra de Mouffe deben ser tenidos en
cuenta para auscultar el corazón de El poder de los afectos en la política.
1
Cualquier lector más o menos avezado en estos asuntos, al constatar la
centralidad de los afectos en un volumen semejante, puede comenzar a preguntarse qué
conexión se establece allí con la política, cómo se vincula dicha temática con la
conocida apuesta “agonista” de la autora, acaso la conceptualización más singular que
ha efectuado desde una relectura crítica de la categorización schmittiana de lo político.
2
Así, podría plantearse si Mouffe, al apelar al poder de los afectos, ¿indicará haber
encontrado cómo revitalizar la democracia o mostrará más bien su tensionamiento
1
Publicado en Londres en 2022 como Towards a Green Democratic Revolution: Left Populism
and the Power of Affects por la editorial Verso.
2
Sobre la importancia de las pasiones, algo ya había decretado Mouffe en Agonística. Véase
también Mouffe (1999; 2003; 2007).
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inmovilizador? ¿Dirá, en esa línea, que son los afectos los que permitirán evitar la
estocada final de la despolitización imperante o, más bien, operarán como el ingrediente
para una hiperpolitización nociva, una suerte de reintroducción de la lógica amigo-
enemigo que insufla el conocido fantasma hobbesiano de la guerra de todos contra
todos?
3
Debo ser sincero y parar aquí con estas elucubraciones: estas no son preguntas
adecuadas para formularle a El poder de los afectos en la política.
A partir de algunos trazos bien puntuales de dicha obra intentaré a continuación
mostrar cómo Mouffe se concentra allí lo en hacer de los afectos la materia misma de
la lucha política del presente. Y lo hace de una manera tan particular que si bien
adelanto el nudo de mi argumento no agrega nada sugerente desde el punto de vista
heurístico, pone blanco sobre negro ciertas implicancias que parecen estar obligadas a
atravesar todas las conceptualizaciones serias sobre su relevancia en política. A mi
modo de ver y esto es central el ejercicio reflexivo que propone no llega a
desprenderse de una noción de racionalidad que consagra, aun a costas de parecer
contradecir algunas de sus premisas iniciales, a la afectividad como el terreno a
dominar, en suma, como ese objeto ajeno, impropio, a la naturaleza de lo político. De
este modo, Mouffe no hace más que operar en la superficie de una grieta ya conocida de
la subjetivación desde cierta dimensión de suficiencia, desde la convicción de que es
posible ejecutar un poder sobre las pasiones.
Para comenzar a desplegar los pormenores de mi lectura diré que si cada libro de
Mouffe puede ser leído teniendo en cuenta otro de su factura, su último trabajo se
conecta, muy especialmente, con su anterior Por un populismo de izquierda.
Recuérdese: en aquel volumen de 2018 la autora realiza una curiosa advertencia.
Indica que se trata ya no de un ejercicio de revisión o conceptualización académica, sino
de un texto de intervención política.
4
Sorprende. Por ello se excusa de no apelar a la
3
Como se sabe, todo pensamiento que asuma el conflicto como inerradicable tal como hace
Mouffe debe vérselas con esta posibilidad extrema. El “elogio” del conflicto no puede
soslayar la pregunta por su estabilización y, por ende, tampoco asumirla como inevitable.
4
“Quisiera dejar en claro desde el comienzo que no pretendo añadir otra contribución al campo
ya pletórico de ‘estudios sobre el populismo’, y que no tengo ninguna intención de entrar en el
estéril debate académico sobre la ‘verdadera naturaleza’ del populismo. Este libro pretende ser
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literatura especializada en torno al populismo, ni a mencionar sus más conocidos o
novedosos debates. De esta manera enfatiza que sólo buscará adentrarse en la arena más
amplia del mundo intelectual ofreciendo, de paso, un conjunto de alegatos a favor de
ciertos grupos partidarios de España y Francia más específicamente, Podemos y La
France Insoumise. Para decirlo abiertamente, en este libro de 2018 le interesa a
Mouffe sólo dar cuenta de cómo la lucha política se despliega entre dos variantes
populistas; entre una que asume una vertiente verdaderamente “democrática” y de
“izquierda” y otra que se decanta por rasgos “antidemocráticos” y de derecha”. No
casualmente, emulando la expresión de los célebres estudios de J. G. A. Pocock sobre la
obra de Maquiavelo, habla de un marcado “momento populista”. Sin embargo, Mouffe
anima esta expresión con un espíritu de otro orden, acaso schmittiano. El “momento
populista” remite a una suerte de combate espiritual entre tendencias que antagonizan
por signar el futuro de Occidente. Esa es la contienda en la que Mouffe pretende
aconsejar. Lo interesante de ello es que así, con su efervescencia, reduce
significativamente el campo de comprensión de lo político; lo dicotomiza, lo recorta a
una fotografía de un plano muy cerrado del Occidente europeo. Algo de esto permanece
en su escrito posterior, aunque insuflado de los efectos generados por el trauma de la
pandemia.
De hecho, en las primeras páginas de El poder de los afectos en la política,
Mouffe recuerda que la crisis sanitaria acaecida en Europa mostró, como nunca antes,
que las adormecidas democracias no lo pueden decantar en un “populismo de
derecha”, sino también en una “tecnopolítica” neoliberal que implemente, con amplio
consenso, una vigilancia extrema de la ciudadanía lo que se asemejaría a una suerte
de totalitarismo de nuevo tipo. Para contrarrestar esta tendencia, Mouffe se arroja a
remarcar que la política es hoy día, necesariamente, política afectiva. Así, por ejemplo, a
diferencia de la teorización laclausiana ofrecida en La razón populista, sólo se ocupa de
afirmar la gravedad de este juicio. En esa línea, retoma lo sustancial de los desarrollos
freudianos que describen al vínculo social como un vínculo libidinal y se autoriza
una intervención política, y reconozco abiertamente su naturaleza partisana. Voy a definir lo que
entiendo por ‘populismo de izquierda’ y argumentar que, en la presente coyuntura, nos ofrece la
estrategia adecuada para recuperar y profundizar los ideales de igualdad y soberanía popular que
son constitutivos de la política democrática” (Mouffe, 2018: 23).
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recurriendo a la notoriedad que posee en la actualidad el denominado “Giro Afectivo”
conjunto o corriente de trabajos, de origen anglosajón, que en sus inicios han buscado
ir más allá de los estudios culturales y del denominado “Giro Discursivo” planteando la
necesidad de pensar la dimensión afectiva. Mouffe apela a esta corriente mas sin
adentrarse en los debates o polémicas que ha suscitado, incluso en su interior. Insisto,
sólo le interesa dejar bien establecida la importancia de la batalla afectiva, la necesidad
de hegemonizar las pasiones en un registro democrático-radical. Por ello no se preocupa
de discriminar qué debe entenderse por “afectos” o si los afectos son lo mismo que los
“sentimientos” o las “emociones”; sólo habla de “pasiones” entendiéndolas como “los
afectos comunes que se ponen en juego en la esfera política en la constitución de formas
de identificación nosotros/ellos” (52).
Desde ya que este gesto, de reducción conceptual, no tiene por qué satisfacer a
sus lectores, deseosos acaso por pensar el estatuto de los afectos a través de coordenadas
más adecuadas que las que se utilizan en la actualidad. De allí que resulte válido si le
reclaman algunas precisiones adicionales. De hecho, al reparar en la cita recién trascrita,
es posible que emerjan algunos interrogantes nodales como, por ejemplo, ¿qué significa
realmente sostener que un afecto sea común y, en consecuencia, de admitir esa
caracterización, qué afectos no lo serían? ¿Cómo discriminar, entonces, entre afectos de
uno u otro tipo? Asimismo, un afecto común, ¿vuelve común al modo de vivirlo? ¿Se
transmite este de una única y misma manera? Ningún indicio brinda Mouffe en esta
línea; no lo hace en ninguno de los cuatro escritos que componen su libro intitulados
“Una nueva forma autoritaria de neoliberalismo”, “La política y los afectos”, “Afectos,
identidad e identificación” y “Una revolución democrática verde”, ni en el epílogo.
Sin embargo, para indagar en esta carencia, es menester reparar en el primero de los
capítulos, más específicamente allí cuando la autora se explaya acerca del
intervencionismo ya mencionado, que caracterizó a los Estados europeos durante los
meses más angustiantes de la propagación viral. Es importante hacerlo pues, para
Mouffe, el accionar gubernamental desarrollado no significó una ruptura con el
neoliberalismo, sino su más profusa profundización. De todos modos, en este plano,
Mouffe se cuida mucho de no quedar asimilada a posturas como las de Giorgio
Agamben (2020) abiertamente opositoras a las medidas de aislamiento y vacunación
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implementadas, aunque es inobjetable que encuentra, al igual que el italiano, ciertas
amenazas a las libertades más elementales del Estado de Derecho. Esto le da pie para,
ya en el segundo apartado del libro, acusar a las izquierdas de permanecer presas de un
“hiperracionalismo”, una suerte de intelectualismo ajeno a los grandes problemas de la
época. Sostiene que las izquierdas se amparan en una idea vacua de “progreso moral”
para un “mundo sin fronteras” (33), sin oponerse efectivamente a los “esfuerzos de las
élites (ya sean de extrema derecha o bien neoliberales)” por “sacar provecho de los
afectos producidos por la pandemia e imponer un modelo autoritario” (23). Es por todo
esto que, desde su óptica, los adversarios de la democracia se encuentran preparados
para “la confrontación de proyectos hegemónicos sin ninguna posibilidad de
reconciliación final” (42).
Mouffe enfatiza que si las izquierdas no comprenden nada de todo este
escenario, si no se lanzan a capturar el magma decisivo del presente evitando así
horrores inimaginables para la vida comunitaria, tampoco lo harán las fuerzas
“consensualistas”. En este punto, critica a sus representantes teóricos, sus adversarios de
siempre Jürgen Habermas y John Rawls, quienes, desde su óptica, preocupados por
evitar pronunciarse sobre “las formas afectivas de identificación”, y rechazar que son
estas las que crean “adhesión a las instituciones democráticas” (34), no hicieron otra
cosa que perseguir la vana ilusión de dar con una “teoría de la verdad” que legitimara
empíricamente a la democracia. Tales empresas fracasan, ya que lo que “está en juego”
“no tiene que ver con la racionalidad, sino con los afectos comunes” (35). Se trata, en
suma, de los riesgos antes descritos.
Pero una conclusión semejante obliga a volver sobre las sospechas manifestadas
al inicio de esta reseña, pues en su diatriba contra pensadores como Habermas y Rawls,
¿no opera también un signo de marcada oposición entre afectos y razón que, en todo
caso, Mouffe elige abrigar y no rechazar como lo han hecho sus adversarios
intelectuales? Es decir, ¿no denota su frase sobre la importancia de las
“identificaciones” que producen los “afectos comunes” una dicotomía que sorprende al
tratarse de una perspicaz conocedora de la literatura que ha tendido a ver en los afectos
un signo de la más pura irracionalidad, algo indigno para la política? Reitero: en el libro
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se afirma, una y otra vez, que lo que “lleva a la gente a actuar” son “los afectos y las
identificaciones” (45) y, sobre todo, que sólo comprendiendo esto será posible revertir la
“desafección” imperante “respecto de la democracia” (43), esto es, mantener vivos los
fundamentos mismos de la democracia.
En consecuencia, Mouffe no agrega nada novedoso sobre la relación entre
afectos y política, no complejiza lo postulado por el Giro Afectivo para cuyos
máximos exponentes los afectos son de una naturaleza pre-discursiva que hay que
resguardar (Massumi, 2002; 2015) o una herramienta de las tecnologías de poder de la
que hay que autonomizarse a partir de la apelación a otros afectos (Ahmed, 2015;
Berlant, 2020), ni tampoco lee renovadamente algunas coordenadas provistas por el
psicoanálisis.
5
Me atrevo a remarcar esto porque bien podría haber aprovechado, dadas
las formulaciones que retoma de esta tradición, para manifestar algo que permitiera
repensar, rectificar, o sostener un aporte semejante al efectuado por su compañero
Laclau, igualmente preocupado por pensar las identidades colectivas más allá de la
subjetivación liberal. Ofrezco unas breves neas al respecto para remarcar en q
medida El poder de los afectos en la política puede ser leído a la luz de los problemas
que ya se anuncian en La razón populista.
Como se sabe, en 2005, Laclau apeló a los afectos en vistas a explicar la
construcción de grupos políticos por fuera del individualismo metodológico y de
perspectivas como las funcionalistas. En ese marco, su teorización fue criticada, acusada
incluso de no lograr su propósito y hasta de consagrar una deriva autoritaria del
populismo, tal como sostenían, desde hacía décadas, los prejuiciosos abordajes sobre las
masas y los movimientos populares.
6
Como he sostenido en otros escritos, mi
5
Me permito hacer una digresión aquí, no tan disruptiva, sino más bien, concordante con lo
que seguirá más abajo. Resulta sumamente curioso que los escritos del Giro Afectivo casi no se
refieran a la perspectiva psicoanalítica de raigambre lacaniana. La razón de ello, quizás, debiera
buscarse en que esta desafía muchos de sus presupuestos, a tal punto que con Lacan se pone en
duda si realmente es factible hablar, con tanta precisión, de ciertos sentimientos, pensar su
organización, producción y reproducción, sin distancias, fugas ni ambigüedades. Tiendo a creer
que el trasfondo de esta inquietud, enunciada de manera muy simple, puede trasladarse también
a aquellos abordajes que hablan o se valen—, muy livianamente, de la noción de “discursos
de odio”.
6
Sobre este debate, consultar: Melo y Aboy Carlés (2014-2015) y Barros (2018).
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interpretación es bien distinta.
7
Considero que Laclau avanzó y mejoró su teorización
sobre la hegemonía de la mano de los afectos. Entiendo a su trabajo de 2005, de hecho,
como una obra que entrega sólidas coordenadas para comprender cuál es la carnadura
de la dimensión eminentemente discursiva de lo social, defendida con Mouffe dos
décadas atrás. Pienso, en consecuencia, que Laclau ofreció una manera de entender las
identidades más allá del estructuralismo de la Lingüística y de la apelación a la
contingencia; más allá de los “significantes vacíos” y la “dislocación”. De allí que, en el
prefacio a su obra, asegurara que entre “nominación” y “afecto” existe una íntima
relación imposible de obviar para una correcta conceptualización de lo político. Así,
apeló a Freud destacando cómo el lazo social es un lazo libidinal y explicando, en
paralelo, cómo toda identidad colectiva se articula en cruz; esto es, desde una
horizontalidad que une a los miembros del grupo con una verticalidad que los liga a su
“líder”.
8
En ese marco, afirmó que la autoridad remite al cumplimiento de una función,
por lo que su encarnación depende del reconocimiento intersubjetivo de los distintos
miembros del grupo. Manifestó, por ende, una diferencia radical con el decir de Freud,
para quien la autoridad es siempre autoritaria; el “jefe de la horda primitiva”, desde su
óptica, no es un “padre” que ejerce un poder despótico sobre sus “hijos”, sino un
“hermano” que puede dejar de ocupar su rol allí cuando los miembros del grupo no le
prodiguen aceptación o consenso.
9
Estos elementos, empero, no le bastaban para desentrañar la ponderada relación
entre nominación y afecto. Laclau debía efectuar todo un deslizamiento ontológico,
debía extremar las premisas de su posmarxismo. Se alejó así de Freud, pero siguió
buscando en la tradición psicoanalítica la manera de lograrlo. Encontró el camino de la
mano de Jacques Lacan; sólo apelando a su renovado pensamiento, Laclau pudo
efectivamente postular el concepto de “investidura radical”. Así, se valió
productivamente de la ruptura que introdujo Lacan en relación con Freud.
7
He sostenido esta tesis en diversos trabajos (Laleff Ilieff, 2020; 2021).
8
Justo es decir que Laclau también habla del liderazgo de un significante al tener en cuenta la
noción lacaniana de “Nombre-del-padre”; noción que alude a una función metafórica que
engloba y va más allá del padre “de carne y hueso” del esquema edípico freudiano.
9
Sobre esta polémica, ver: de Ípola (2009).
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Precisamente, para Lacan, no se trata de la huella mnémica del objeto primario
al que el sujeto debe renunciar para ingresar a la vida social, sino de una carencia total
de objeto, una falta estructural, que sólo puede ser taponada con objetos parciales,
investidos libidinalmente, que remiten a una totalidad siempre fallida. En ese espacio,
Laclau encontró un terreno fértil para asemejar sus desarrollos sobre la hegemonía a los
descubrimientos del psicoanálisis ya no freudiano sino lacaniano. El punto que me
interesa destacar de esto es que Laclau se valió de Lacan, apeló a su noción de goce o
jouissance, para indicar la dimensión afectiva de toda significación; su dimensión
imposible en tanto el significante no reduce los significados, pero también
necesaria no hay afectos sin castración simbólica, no hay significación sin resto.
Mouffe, en cambio, en su escrito de 2023, no repara en nada de todo esto, aun cuando
replique los pasos freudianos de Laclau sobre el lazo social. En este sentido, la distancia
entre Freud y Lacan le resulta desconocida u omitida.
10
De hecho, apela a los
desarrollos psicoanalíticos de Yannis Stavrakakis sobre las identificaciones indicando
que Lacan permitió enriquecer “varios aspectos de la obra” (55) del pensador vienés,
cuando en realidad lo que hizo fue reformularlos radicalmente, tal como comprendió
atentamente el pensador argentino.
Lo interesante de todo esto es que si en La razón populista Laclau llevó al límite
la conceptualización sobre el rol de los afectos en política, si obliga a sus lectores o bien
a desestimar su abordaje por sus contradicciones teóricas, o bien a corregirlo asumiendo
que su propia pluma violentó la apuesta heurística debido a un posicionamiento
normativo, en su último escrito Mouffe enarbola todos los errores laclausianos como
virtudes propias y afirma sus derivas indeseadas como banderas deseables. Para ser
todavía más claro, Laclau defeccionó en su importante tarea heurística de juzgar como
íntima y equilibrada a la relación entre nominación y afectos al decantarse, hacia el final
de su trabajo, por una subordinación de los afectos al significante contradiciendo así
la dimensión de imposibilidad que conlleva su propia lógica de la política y dejando
operante el miedo liberal de la manipulación autoritaria como fundamento del
populismo; Mouffe, por su parte, afirma abiertamente que se trata de evitar el
10
Esto es algo que también se pasa por alto en el campo psicoanalítico lacaniano, pues ha
imperado la lectura del yerno y albacea de Lacan, Jacques-Alain Miller.
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autoritarismo del populismo de derecha y de la tecnovigilancia neoliberal manipulando
la afectividad del pueblo en un sentido democrático radical:
La energía libidinal afectiva es maleable y capaz de
diferentes investimentos. Es susceptible de ser transferida
a una variedad de representaciones diferentes y puede
orientarse en múltiples direcciones y producir diversas
formas de identificación. Este punto es esencial para
entender el funcionamiento de la operación hegemónica,
ya que requiere comprender que diferentes formas de
política pueden fomentar diferentes adhesiones libidinales
afectivas (54).
Así, la pensadora belga comparte con las lecturas afectivistas y las clásicas sobre
las masas y el populismo la idea de que la política se juega en la más pura y cruda
manipulación de las pasiones. Pero para las primeras se trata siempre de resistir al
“poder” que las despliega, mientras que para las segundas de reponer una política
basada en la racionalidad de aquellos individuos que han logrado resistir al influjo de
las masas. Para Mouffe, se trata de hacerse cargo del timón de la organización. Visto de
este modo tercia quizás sin quererlo entre ambas posiciones: recupera a los afectos
como ineludibles para la política, señala que toda política es política afectiva, pero trata
de que la razón los domine generando identificaciones a favor de la democracia y en
contra de las supuestas modalidades autoritarias que las acechan. Su libro, entonces, no
sólo se desentiende de la explicación sobre la alquimia de la subjetivación política
colectiva y se ampara en la misma dicotomía que los estudios de antaño sobre las masas
y las lecturas vigentes, afirma como correctas las imprecisiones y las derivas políticas
rechazables de un libro próximo como La razón populista, acusado de negar el
pluralismo y de apostar por el autoritarismo del líder. Y ello, quizás, porque no
problematiza la idea de racionalidad con la que piensa la política; no ahonda en la
covariancia entre lo afectivo y lo simbólico. No asume el carácter imposible de la
manipulación y, por lo tanto, el resquicio inexpugnable de la libertad individual que
bien puede dar lugar a otra visión sobre lo político y a otro esquema de subjetivación
más allá del liberal.
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